No me gustan los colores.

Si lo hubiera dicho Dalí, los críticos del arte hablarían de una revolución en la forma que nos vinculamos con el mundo; si lo hubiera dicho Zizek, los analistas políticos subrayarían el agudo análisis sobre la globalización; si lo hubiera dicho Simone de Beauvoir, los filósofos aplaudirían el desafío al sistema que nos oprime. No me gustan los colores. Cientos de tonalidades huérfanas en las cartas de las pinturerías, páginas enteras arrancadas de los cuadernos de la amistad, congeladas las preguntas para romper el hielo en los juegos adolescentes. No me gustan los colores. Y sin embargo no, no es un fragmento de un libro existencialista, ni un manifiesto artístico, ni el arrebato inclasificable de un filósofo como los de ahora. No.

No me gustan los colores.

Es la voz, tímida y juvenil, de un jugador de fútbol resistiendo las pautas comunicacionales del siglo veintiuno. O, lo que es lo mismo, es Federico Valverde, un mes antes de cumplir 24 años, respondiendo un inocente ping pong de preguntas y respuestas. “¿Cuál es tu color favorito? Pah, me mataste. No me gustan los colores”. Con la naturalidad de quien dice hola, derrumba la idea de que siempre hay que elegir, un desafío a la obligación estúpida de tener que optar entre el rojo, el negro, el azul o el verde. Acorralado por la pregunta, responde que no le gustan los colores porque él es de todos los colores.

El Pajarito Federico Valverde es un arcoíris. En la cancha aparece y desaparece con la velocidad con que se mezclan el agua y la luz en el horizonte. Apoya un pie en su área, el otro en la del rival, y desliza a todo el equipo por el arco mágico que construye con su zancada. Quienes lo alcanzan a ver, los delanteros que pican al segundo palo, por ejemplo, se deslumbran; quienes se lo pierden, mediocampistas rivales estacados al pasto, se lamentan de no ver su aparición. O de verlo demasiado tarde, cuando ya se está esfumando en la carrera vertiginosa con la que pasa de una mediacancha a la otra. Más rivales conocen su número que su cara. En el país que le reza al cielo de un solo color, el que renueva la ilusión con los dientes apretados, y cuanto más mejor, nació un niño con todos los colores.

Vuela alto

A Valverde le resultó más fácil correr con la pelota en una cancha de fútbol que pedir para hacer pichí. El bebé se hizo niño haciéndole un gol a Danubio, cuando decidió, mientras festejaba, sacarse el pañal por debajo del short. Antes no había podido, sus primeros partidos los jugaba con el short abultado. En Estudiantes de la Unión, en su barrio, conoció todas las cosas que el baby fútbol le da a Uruguay. Fede, niñobebé en pañales primero, niñoniño luego, se convirtió en uno de esos chiquilines que levantan murmullo. De esos que, aunque todos los adultos saben no se puede decir en voz alta, tienen pinta de que van a jugar al fútbol de verdad, de esos que hacen soltar un uhhh cuando lo ven encarar. Ahí le pusieron Pajarito, “porque es chiquito y anda volando”, explicó el entrenador cuando en la casa protestaron el mote. Fue tan cierto que se transformó en su segundo nombre.

Cuando el Uruguay de 2002 se derrumbaba y sus escombros caían sobre las economías domésticas, Doris, madre platónica -proveedora, cariñosa, protectora- recurrió a los cartones, las ferias y las casas de los uruguayos que se mantenían a flote. Buscar, vender, limpiar. Lo que haga falta para que el mundo, en esa época gris, no entre demasiado temprano en la casa. En la calle Dionisio López, Fede le pegaba a la pelota contra la pared una y otra vez, con los mejores zapatos que se podían comprar, comía milanesas con puré, y soñaba con jugar al fútbol. Dos veces se despertó en la mañana jurando que gente con acento extraño lo alentaba en un estadio enorme. La primera vez, a los cuatro años, no pudo reconocer mucho más que un estadio grande, pero la segunda, a los 11, entendió que eran gallegos, y llegó a ver que el equipo era todo blanco, así que debía ser el Real Madrid. Cuando Federico se fue a España en el mundo real, su hermano Diego reformó la casa de Dionisio López, sin tocar el pedazo de pared hundido por los pelotazos de aquel niño.

Darwin Núñez, Federico Valverde y Nicolás de la Cruz, el 8 de setiembre, durante el partido ante Chile en el estadio Centenario.

Darwin Núñez, Federico Valverde y Nicolás de la Cruz, el 8 de setiembre, durante el partido ante Chile en el estadio Centenario.

Foto: Sandro Pereyra

Hacia arriba

A Néstor Goncálvez le habían hablado de un chiquilín tímido de la Unión que se desataba en la cancha y le bastaron unos minutos para convencerse de que esta vez, entre tantas recomendaciones de talentos, era cierto. Federico empezó a entrenar en Peñarol tan rápido que quedó relegado, con físico de pichón que todavía no aprendió a volar. Tuvo que caerse varias veces del nido, y el que lo empujaba era el Chueco José Batlle Perdomo, que le veía las plumas y estaba convencido de que en algún momento volaría. Federico se deprimía en el banco de suplentes, flaquito, piernas escarbadientes, un poco vago, no jugaba porque no quería correr y marcar, sólo ser un alma libre que hace goles. No se quejaba, no se enojaba, no le hablaba mal a nadie, era el mismo niño amado por todos, pero sentado en un banco en vez de corriendo por la cancha. Perdomo lo ponía algunos minutos para ver si comprendía que tenía que correr, y Pajarito le demostraba que todavía no tenía plumas, sólo quería atacar y esperar que los compañeros recuperasen la pelota.

Doris decidió a contrapelo de los manuales biempensantes que dicen que nunca hay que dejar los libros. “Si este es tu sueño, lo hacés, pero lo hacés bien, con la misma responsabilidad que si estudiases para abogado”. Eso le dijo Doris a Federico el día en que le permitió dejar de estudiar, porque nada quería más en el mundo que jugar al fútbol. Entonces, comenzó a pensar en lo que decían los grandes; cansado de estar sentado, y de tanto pensar, le crecieron unas plumas de colores, se acercó a Perdomo y le dijo: “Creo que ya entendí”. Cinco años después jugaba en el Real Madrid.

Cuando Valverde le pegó de afuera del área en Asunción, aquel día de 2017, en su debut en la selección, con Uruguay hipotecando sus chances de ir al Mundial de Rusia, Doris, mirándolo en el teléfono, percibió -como toda madre que tiene poderes divinos- en el grito anticipado de la ciudad que el gol lo había hecho Valverde, aunque nunca había visto entrar la pelota.

Presente y futuro

Valverde se convirtió en un jugador que maneja todos los colores del fútbol moderno. Los del esfuerzo que no descuida la técnica, los de la garra que no abandona la pincelada. También los que le advirtió Diego Ifrán en Peñarol, cuando eran compañeros de equipo y lo llevaba a las prácticas, porque Federico era tan chico que no podía manejar y Diego, que había regresado de La Coruña, se había compadecido de Doris yendo todos los días a Los Aromos.

Quizás a eso haya venido al terruño, a recordarnos que se puede correr y jugar, trancar y acariciar, pegar y besar. Profeta en su tierra, predica que todo se puede hacer al mismo tiempo. Todos los colores en la misma persona. El arcoíris no tiene sinónimos, no tiene palabras que sirvan para que los poetas no repitan su nombre en la misma frase. Arcoíris, arcoíris o arcoíris. Magnánimo, tan cerca de lo sobrenatural que da pena conocer la explicación de la ciencia.

En la llanura ondulada del fútbol celeste, Valverde es el regalo luminoso de un Dios futbolero acostumbrado a enviarnos tornados, terremotos e inundaciones, casi todos en forma de zagueros. En el país que sospecha de los habilidosos, el de los tres millones de directores técnicos, un niño de colores ha ido enamorando uno por uno a todos ellos: a Tito, al Chueco, a María, a José y a Juan Pueblo. Una aparición colorida al final del cielo celeste. Una caricia en una tierra de garras y patadas. En el lugar donde los jugadores brotan recios, gustosos de la chispa y la piedra, ha nacido un señor que se desplaza por el campo con la velocidad de una gacela: los tapones de los zapatos nunca tocan el pasto, corre en puntas de pie como esos felinos cazadores que no pueden perder tiempo en bobadas como apoyarse en el suelo.

El Dios celeste suelta cada tanto un delicado milagro en esta tierra, Valverde no es el primero ni será el último, pero raro es que el agua y la luz se mezclen tan bien como para que el arcoíris termine llevando sobre su brazo izquierdo el brazalete que lo consagra como el mejor de todos. El primer capitán feliz. Aunque, claro, algunas veces festeje un tranque como un gol, porque tampoco la pavada.