“Dejame volver a mi infancia por un día, Tata Dios, nada más que por un día. Ser niño, tener las patillas largas, el pescuezo sucio, los ojos brillantes, las piernas ágiles, el corazón nuevecito. Ni una arruga, ni una pena, toda una risa coronada de dientes menudos y blancos. Volver a aquel potrero en que el progreso sembró edificios cuyos cimientos se hundieron en las entrañas sin borrar recuerdos de goles y apiladas. Ver otra vez, siquiera por unas horas, los rostros de amigos que el tiempo arrastró por los caminos del mundo. Jugar matches hasta que hubiera luz” (fragmento de “Imploración”, cuento que pertenece al libro En el área del potrero, editado en 1934, en Buenos Aires).

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Las historias familiares se sostienen con muy pocos relatos. Los mitos familiares, quizás con menos, todavía. No es que Borocotó sea un mito en la familia, pero sí es cierto que cuando los más viejos hablan de él, recordándolo, el tono de la conversación cambia, hay algo allí que es misterioso, lindo por lo infrecuente.

La conquista de Buenos Aires, unida a una muerte súbita y temprana (falleció a los 62 años de un derrame cerebral), deben de haber contribuido a ese aire mítico. Se llamaba Ricardo Lorenzo, nació en Montevideo un 2 de enero de 1902, y este año se cumplen 60 años de su muerte. Era el segundo de siete hermanos que quedaron huérfanos de padre cuando mi abuelo, que era el menor, tenía cuatro años. Vivían en la Ciudad Vieja, en el Guruyú (“del Guruyú / vienen los tambores”, canta Roberto Darvin), a media cuadra del mar.

Allí se crio, haciendo calle y jugando a la pelota en las canchitas y baldíos cercanos. Su padre tenía un dispendio de leche en el barrio, pero fue su madre quien al quedar viuda terminó haciéndose cargo. Según lo que el mismo Ricardo dejó dicho por escrito, fue “una infancia feliz por lo pobre y por lo libre”. Después vendrían Buenos Aires y el desarrollo de una exitosa carrera en el periodismo deportivo.

Cubrió diferentes deportes y en la década del 30 comenzó a escribir las “Apiladas”, una columna muy popular que salía en la contratapa de la revista deportiva El Gráfico. Firmaba sus notas con el seudónimo Borocotó, evocando el sonido de los tambores del barrio (el típico borocotó chas chas). En la mayoría de ellas el fútbol es el protagonista, sobre todo ese fútbol de la infancia de principio del siglo pasado, jugado en canchas improvisadas en terrenos baldíos (cuando todavía había terrenos baldíos), con arcos improvisados y pelotas de trapo. Los potreros, como solían llamarlos allá. Se dedicó, también, a la escritura de guiones de cine, algunos de ellos basados en sus columnas de El Gráfico.

En la zona sudoeste de Buenos Aires, en el barrio de Villa Soldati, fundó el Sacachispas Fútbol Club y, en Villa Lugano, el Club Atlético de Lugano. Ambos clubes porteños existen todavía. Se dedicó al automovilismo, el ciclismo (que le gustaba especialmente), el boxeo y el básquetbol. Trabajó en radio, y en fútbol fue quien inventó el epíteto “la máquina” para referirse al equipo de River Plate argentino.

Mi abuela me contó que el entierro del tío Ricardo en Buenos Aires fue multitudinario. Creo recordar que fue esa la palabra que usó. Porque, además del éxito profesional, fue una persona muy querida, de esas que tienen corazón (no nos engañemos, algunos carecen de ese vital elemento).

Quizás muy pocos hayan oído hablar de él por estos lados, y ese es el motivo de esta nota, hacerle este pequeño homenaje, decirles a ustedes que existió, que fue muy bueno en lo que hizo y que con su escritura inauguró una nueva forma de “contar” el deporte, en especial el fútbol, el corazón alegre y triste del fútbol del Río de la Plata.

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Del mismo libro, En el área del potrero, resultado de una selección que él mismo hizo de los artículos que salían en El Gráfico, todos referidos a la “infancia futbolística”, transcribo “Contra los vidrios”, texto corto que evoca los días lluviosos de la infancia en los que la tristeza más grande de los niños (que hoy, por suerte, son niñes) era no poder jugar al fútbol: “Afuera llueve. Hace viento y frío. El pibe mira el potrero con la nariz pegada sobre el vidrio. Se le achata; parece de masilla.

Observa cómo caen las gotas. Las ve picar sobre aquella latita aboyada con la cual se demarca un arco. ¿Cómo sonarán las gotas sobre la lata? Han de producir una música suave, persuasiva, como el eco de un griterío infantil venido desde un potrero lejano.

Llueve. La tarde es para oír cuentos de la abuela...; pero la abuela se fue hace ya un año, también en un día de lluvia. Él la llevó varios meses en el acresponado moñón de su guardapolvo. Ahora, quitado el moñón, la tenía guardada más adentro. La abuela tenía un tono de voz tembloroso. Volvió a mirar la latita. El ruido que hacía la lluvia al golpear en ella, tendría, también, una sonoridad parecida a la voz de la abuela que se había ido...

De pronto el campito es cruzado por un hombre de extraña figura. Camina encorvado, como si le pesara el paraguas que lleva abierto. Da la sensación de ser un negro hongo con piernas. Al verlo atravesar el área, el purrete piensa en el dicho de ‘abrí el paraguas que van a llover goles’.

¡Qué largo es el día! Largo y triste. De no llover, ya estaría formado el partido. Él se encontraría allí, haciendo apiladas, gambeteándole a la latita sobre la cual repican las gotitas que producirán un rumor como de griterío lejano, o, acaso, como la voz de la abuela que se fuera en un día de lluvia.

Pasa el manicero. Hace sonar el silbato de su locomotora que pone un efímero penachito blanco en el aire agrisado. Mira el potrero. Allí no están sus amigos, los purretes que lo hacen rabiar, mas también, le compran. Torna a asomarse un penachito albo en la inédita locomotora. El pebete quiere verlo; desea hablar de la lluvia. Pero las miradas no se encuentran y la máquina comienza a andar con pena, como entristecida de no ver fútbol.

Si no lloviera, estaría allí. Pero las gotitas caen sobre la latita.

Acaso mañana, cuando aparezca el sol, el potrero se sacuda el agua, como un perro después de un chapuzón”.