Esta semana habrá Libertadores, de la de siempre, de la de grupos con clubes sudamericanos que bregan con candorosa inocencia por unos meses después seguir soñando con levantar la copa del campeonato más lindo del mundo.
Hace unos días, cuando fue el sorteo de estos ocho grupos que contienen 32 clubes de diez naciones con notoria inequidad en la representación futbolística debido a asuntos comerciales y de mercado, con siete instituciones brasileñas, cinco argentinos, cuatro chilenos, tres uruguayos y ecuatorianos, dos paraguayos, peruanos, bolivianos, colombianos y venezolanos, sentí una emoción removedora y casi arcaica al comprobar cómo iban quedando los grupos y proyectando posibilidades de propios y extraños de un campeonato que es la luz de cada semana, la ilusión y la frustración de cada miércoles, la pequeña utopía perseguida con una camiseta y una pelota de fútbol.
No hay otra igual
La Libertadores es una de las más maravillosas sensaciones de competición a nivel deportivo, anclada en sociedades altamente vinculadas al fútbol y que ven en esa representación deportiva las facetas más propias de su club, de su lugar y tal vez hasta de su nación.
Lejos de los oropeles de las competiciones de la Unión Europea de Fútbol, de sus CEO y sus management con los que inevitablemente nos vamos mimetizando, la Copa Libertadores de América ha sido desde sus primeros años la construcción de un evento americanista que une y separa pueblos, que espera por esos ingratos visitantes que se transforman en épicos forasteros, con miles de cruzados con sus orejas detrás de las radios primero, de las pantallas después y llegando a los aeropuertos con humildes y artesanales pancartas a saludar a los semihéroes que caen desde otros pueblos con un pedacito de gloria, fatua tal vez, pero inalcanzable para otros tantos.
Te estoy buscando, América
La Libertadores nos ha permitido conocer en el atlas países y ciudades y a otros cracks que la radio no nombraba. La Copa ha establecido un guion lleno de misticismo y regionalismos, ha permitido insólitas migraciones de decenas de miles de ilusionados hinchas que han aterrizado en ciudades y países ajenos sólo para estirar esa magia de la ilusión y de la esperanza articulada por 11 de los suyos.
Las noches de la Libertadores tienen una cosa mágica intransferible e inimitable por razones de mercado o conveniencia comercial, y los uruguayos, tal vez los rioplatenses, nos hicimos en ese ambiente increíble.
No puedo ni quiero chequearlo ahora, pero en los primeros 30 años de la Copa, la que primero fue la Copa de Campeones de América y desde 1965 fue la Libertadores, sin neumáticos ni autos en su apellido, el Centenario fue testigo de por lo menos 25 semifinales y ni hablemos de la interminable sucesión de finales de los primeros 15 años.
La vida, la copa
En la escuela, a los 12 años los guachos sacábamos chapa de cuántas finales de Libertadores habíamos visto, y los gurises te tiraban dos, tres y hasta cuatro en un campeonato que no llevaba ni 12 años pero que ya tenía más magia que nada en el mundo. ¿Cómo fuiste a cuatro si desde que estamos en esta escuela sólo hubo tres acá? No seas mulero, decía uno que le gustaba volar de portafolio a portafolio en el patio de la escuela e imitando a Heber Pinto se relataba a sí mismo y decía ¡Ma-zur-kie-vich, una barbaridad!, mientras se quedaba con la pelota de medias que el Artimito de nuestro sexto había intentado cabecear. Y sí, era posible, porque Nelson había ido a la final de Estudiantes-Palmeiras en el 68, a la de Nacional-Estudiantes en el 69, a la de Peñarol-Estudiantes en el 70 con una generala de novela, y a la de Nacional-Estudiantes en el 71.
La Libertadores es un poco también nuestra vida: la noche que el Mencho Balbuena vacunó a Peñarol en el Centenario e Independiente le ganó 3-2 me operaron de urgencia de apendicitis; cuando De la Peña de volea de volea se la clavó a Ever Hugo Almeida en el 80 supe que empezaría a trabajar con papeles y un sueldito después de trajes, gominas, recortes de los clasificados de El Día y entrevistas de trabajo. Y así podría ubicar, como ustedes, cosas y hechos trascendentes o intrascendentes alrededor de la Copa, el cemento, la radio primero, la tele mucho después, viajes en el vapor de la carrera o en incómodos ómnibus, lugares, sabores, olores y fundamentalmente sensaciones.
El otro día seguí el sorteo, lo hice por radio, y me emocioné sólo con saber cómo quedaba la disposición de los grupos, proyectando dificultades y fortalezas de Liverpool, Nacional y Peñarol, pero además imaginando otros choques ajenos, otras ilusiones a miles de kilómetros, otros relatos, otras pantallas.
Empieza la Libertadores, la de los regionalismos y cruces entre ricos y pobres, entre sociedades similares y hermanas, distintas y lejanas.
La Copa Libertadores de América, el mejor campeonato de clubes del mundo.