Juro que revisé precios de vuelos Montevideo-La Paz en Flights Google. Recordé mi primera llegada a El Alto 35 años atrás y cada una de mis visitas periodísticas a la capital de Bolivia, una ciudad que por sus condiciones geográficas y mi falta de sensibilidad me recibió muy mal, regalándome la peor noche de vida. Una ciudad y un pueblo a los que tanto quiero y que parece que me llaman cada vez que encuentro una mínima excusa para tratar de volver.

Esta presencia de Nacional en El Alto, la primera de un equipo uruguayo jugando en la ciudad dormitorio más alta del mundo, me retrotrajo a lo factual y a mi desencuentro y encuentro con la altura, restañando un desengaño de otras canchas.

Al abordar el tema de la altura y cuánto afecta a los equipos uruguayos cuando juegan allí es importante no poner en cuestión el natural derecho de los vecinos de La Paz y El Alto, o Potosí, o Cuzco o donde sea, a jugar y vivir el fútbol en su territorio. No se debe ni se puede poner en cuestión que los vecinos de esas ciudades, los habitantes de esos países, puedan competir como locales en sus lugares.

De la misma forma, no se debe poner en duda –porque no es una falsedad– que a los colectivos del llano, en este caso a los clubes o selecciones de Uruguay, esa situación ambiental les disminuye sus capacidades plenas de competencia.

No habrá siquiera que resignarse, sino asumir sin controversias esa variable de la competencia y disfrutarla, aunque sea sufriéndola.

La experiencia

La altura en el fútbol –lo que es decir la altura en Bolivia– no es un tema nuevo en mi vida. Las palabras clave, las etiquetas de búsqueda en mi vida acerca de la mayor frustración e impacto de la altura son #1977 #Tembladerani #Tamayá.

Era un liceal que a falta de otras libertades perseguía la globa como podía y centraba buena parte de mis días en el deporte. Quería estar cerca por primera vez de un Mundial que sería en Argentina, donde seguramente no podría ir, pero ansiaba tener frente a mí lo que desde hacía años proyectaba a través de revistas, diarios y libros.

No sé qué tanto se hablaba de la altura, pero sí de qué se insistía en la casi mínima posibilidad de quedar eliminados en una serie que compartíamos con bolivianos y venezolanos. ¡Imposible! Pero así fue: después de haber empatado con Venezuela en el Brígido Iriarte de Caracas, fuimos a la altura de La Paz –fuimos, escribí, y yo no pisaría El Alto sino hasta 12 años después– y perdimos con Bolivia, derrota que significó la eliminación antes de jugar en Montevideo. Con el dictador Hugo Bánzer Suárez presente en las tribunas del Simón Bolívar de Tembladerani, a casi 3.800 metros sobre el nivel del mar, Uruguay cayó 1-0 con una anotación de un jugador de inolvidable triste recuerdo para quienes esa tarde seguimos aquel partido por la radio –de televisación, ni hablemos–: Porfirio Tamayá Giménez se llamaba aquel goleador que venció a Rodolfo Rodríguez para poner el 1-0; le habían puesto de sobrenombre Tamayá por un personaje de radionovela.

Quedé quemado por un hongo atómico espiritual. Fue difícil soportar aquel martirio.

Encontrar La Paz

En febrero de 1989, 12 años después de mi cuadernola agujereada por Tamayá, llegué, ya padre de tres hijos, a La Paz para cubrir la participación de los clubes uruguayos en aquella edición de la Copa Libertadores.

Era joven, feliz e indocumentado, al decir de Gabriel García Márquez, cuando aterricé por primera vez en el aeropuerto El Alto de La Paz, arropado por un buen número de colegas uruguayos que, al igual que yo, estuvieron unos días en Santa Cruz de la Sierra antes de embarcar a la altura tan temida.

Eran los tiempos en que para hacer una crónica o un reporte había que estar; los tiempos en que firmar la crónica de un partido escrita mirando televisión era una vergüenza.

Fue la primera de las seis veces que he estado en La Paz y nunca la olvidaré. Al bajar del avión mi cabeza, tan frágil, me quiere hacer creer que me ahogo.

¡Deje, muchacho, no sea tan flojito! No se arrastre, Chenlo, ¡qué van a decir en Montevideo! me hubiese dicho un hipotético Nasazzi, pero en cambió surgió una voz de los más grandes, tal vez el Toto da Silveira o el Cacho Barizzoni: “Caminá despacio que ya te vas a acostumbrar”.

Llegué a mi hotel a dejar la valija y de ahí arranqué al Hernando Siles. “¿Le pido un taxi?”. “No, gracias, voy caminando”. “¿Ya ha estado aquí? Mire que son 15 calles”, me dijo el hermano boliviano. “No, no pasa nada”.

Tenía que descubrir el mito de la altura de La Paz, los 3.600 metros sobre el nivel del mar, el quedarse sin oxígeno. Un morral, carterita de cuero con el grabador, un par de lapiceras y un bloc de notas casero armado con los restos de una resma de cuartillas, saco, corbata y campera –porque el Illimani dice que ahí de noche, aunque sea en pleno verano, tiene que hacer frío– fueron todo mi equipaje para hacer infantería a buen ritmo hasta los alrededores del estadio.

Llegué entero y puteando a los que jodían con la altura. Hermosa La Paz: su estadio, su gente, los puestitos de comida con sus pacumutos. Yo parecía estar para jugar aunque sólo escribiría.

Como en esa época aún jugaba en Castelar, el equipo del barrio, y en el Real Envido de la Facultad de Humanidades, quise más e hice un buen trote alrededor del estadio. Después, al palco, a la cabina, a reportar la victoria uruguaya de Peñarol aquella noche ante The Strongest con gol del Pato Aguilera. De noche, tarde, después de las notas y el télex, a cenar algo livianito al hotel y a dormir.

¡Dormiriola! La peor noche de mi vida, una mezcla de dolor de oídos con malestar generalizado en todo el cuerpo y la nariz sangrando. “Te agarraste el soroche”, me dice el amigo del hotel. Acá es así. “Y tú creías que la altura no existía”.

Mamita, la altura.

Fui siete veces más a La Paz, hermosísima muestra de nuestra América, y nunca más me hice el vivo.

Supe que había que tomar mucho té de coca, supe que había que comer poquito hasta que el cuerpo se acostumbrara, y supe que hay que saber controlar los esfuerzos de los primeros días.

No soporto ni permito que alguien diga que la altura no incide en la exposición de los deportistas del llano que no están aclimatados, o hasta cuando lo están (en 1997 estuve 20 días con la selección en proceso de aclimatación para el partido de las eliminatorias e igual vi salir casi desmayado a Leo Ramos).

No es fácil ni hay una solución para el fútbol de alta competencia de estos días, y hay que asumirlo desde nuestra situación.

Por otra parte, resulta profundamente injusto y casi totalitario afirmar que no se puede jugar allí, donde cada día casi dos millones de personas hacen su vida cotidiana sin problema alguno y obviamente, como buena parte del mundo, tienen su solaz en el deporte, en el fútbol, en la competencia.

Ta divino El Alto, La Paz. Abrazo, hermano.