No sabía que se llamaba Guillermo Bohm, sólo supe que le decían el Paparazzi. Incluso algunos haciéndose los tanos le decían Il Paparazzi enfatizando en la z de pizza. A Guillermo Bohm no le decían Guillermo Bohm, pero lo imagino en la fila de algún ente estatal llamado por su nombre y negado a contestar, hasta que quien llamaba termine por decirle Paparazzi.

Lo empecé a ver en los años 2000. En los 90 y pico mi viejo me llevaba a ver la B. Algo intuía. Eran los tiempos de Javier Barragán. Una vez a Barragán le gritaron que estaba viejo y él, después de sacarse el short del culo, le hizo la seña de que tenía la guita en el bolsillo. Nunca supo Barragán que, desde ese día, cuando alguien cobra y paga, le cuento esta historia y le digo “estás Barragán, con la plata en el bolsillo”. En los tiempos de Barragán ya estaba el Paparazzi, pero yo aún no lo conocía.

En 2002 puede haber sido la primera vez que lo vi. Quizás en la final donde la IASA y Miramar se agarraron a las piñas y saltamos el alambrado para pelear y nos agarró la Policía y, como éramos unos niños, nos sacaron por el túnel. Mauro fue el único que escapó a la ley y siguió hacia el tumulto con una voladora. Cuando salimos del túnel, estaba el Paparazzi con el bigote caído preocupado por la batalla campal. Tenía colgadas en el alambrado unas treinta fotos de la IASA que fue descolgando mientras llegaban más policías.

En 2003 seguí a Miramar en Primera de la mano de Ronald Marcenaro. Incluso llegué a entrenar algunas veces con el plantel, entonces creí que formaba parte y pasaba para el lado de los vestuarios donde el Paparazzi mostraba sus fotos. Las fotos eran del equipo o de los jugadores posando. Podían estar agachados sosteniendo la pelota con el índice e inflando los cuádriceps, o podían estar parados con los brazos muertos a los costados o cruzados en el pecho y su hinchada detrás. O con algún amigo que tuvieran del otro lado de las cosas. El Paparazzi ya sabía todo eso y aparecía como un fantasma entre los nervios. Hasta los jueces esperaban que sacara todas las fotos que te vendía el lunes en la práctica o en el siguiente partido. Estaba en todas las canchas como un superhéroe de lo cotidiano, nada de mágico, un símbolo de lo casero.

Era una especie de cowboy de las canchas estepas. De las zonas más áridas, el Parque Fossa, el Forno, el Bossio, el Suero o el Parque Huracán, a las selvas más húmedas, la del Centenario, la del Franzini o la del Saroldi. El Paparazzi, de sombrero de ala ancha y bigote como un paréntesis, con su eterna cámara analógica que un momento fue digital, regalo de un colega. La mostró con orgullo el Paparazzi. Era la llegada a la nueva era.

En 2004 debutamos en Primera con Papelito Fernández y Palito Pereira. El primer partido fue contra Cerrito en el Obdulio Varela. Ahí también estaba el Paparazzi. Unos días después jugamos con Peñarol y el Paparazzi sacó mi primera foto en el estadio Centenario. Tenía una barbita rala, era gurí. El Paparazzi apareció en el Méndez Piana un día y me trajo la que estaba solo, parado con fondo de la tribuna. Cuando le pregunté por la foto del equipo, me dijo que había salido borrosa.

Cada vez que el Paparazzi me veía, continuamente durante 20 años, me cantaba el estribillo de la canción “Lucas” de Raffaella Carrá, que decía algo así cómo “Lucas, Lucas, qué te ha sucedido, Lucas, Lucas, ¿dónde te has metido?”. Siempre quise esa foto. Se la reclamé varios años, cada vez que me cantaba lo mismo, y él me volvía a decir que había salido borrosa. Hasta que le dije que la quería borrosa. Ahí cambió su postura y empezó a decirme que se la olvidaba, mientras se acomodaba nerviosamente su cabellera color yodo como el perro de la canción de Tótem.

Murió un hombre bueno. Los últimos años ya me saludaba diciendo “te debo la foto de 2004”, pero nunca se olvidó del cantito de Raffaella Carrá. Las últimas fotos que me sacó dormirán en su bolso para siempre. Un bolso que, si hablara, sería un libro de historia de canchas chicas, de glorias mínimas, de lloradas derrotas donde el Paparazzi bajaba la cabeza y levantaba sus fotos de a poco, las descolgaba del alambrado con respeto y se iba sin vender.