Sin dudas, es una de mis fotografías favoritas. Los once players van a jugar el partido más importante de sus vidas y lo saben. La fotografía retrata el momento que los llevará a la posteridad, parecen soldados que van a la guerra. Todos están serios y solemnes. Todos menos uno, mi abuelo Rolando Vomero, quien increíblemente está sonriendo (la alegría se debe a que no iba a jugar y apenas unos minutos antes del partido se enteró que lo haría), como si ese gesto fuera premonitorio, porque esa tarde hizo los dos goles del triunfo y luego definió que ese fue el día más feliz de su vida. Central fue campeón del Campeonato Competencia de 1944, primera vez que un equipo chico, un humilde club de barrio ganaba un torneo en la era del fútbol profesional y lo hizo entre dos equipos que fueron colosos, el Nacional de los años cuarenta, una máquina futbolística increíble, y el Peñarol que luego será la base de Maracaná, y que ganó todo. Fue nuestra primera hazaña, pero luego vendría la otra, y que en alguna medida opacaría a esta: fuimos campeones de la B en el año 1983 e, inmediatamente ascendidos, campeones de la A, en una década en la que ambos grandes fueron dos veces campeones del mundo.

Este 5 de enero del 2025 Central cumplió 120 años. Su sola existencia después de tanto tiempo, atravesando la historia misma del país, es ya un verdadero milagro, como lo es también el hecho de que en ese tiempo el pequeño club del barrio Palermo pudo darle al fútbol uruguayo y mundial tantos personajes ilustres, desde la primera estrella afrodescendiente del fútbol, el legendario Juan Delgado, tres campeones en Maracaná, el director técnico Juan López, y dos de sus jugadores, Rodríguez Andrade y Juan Rijo. En esa época también Walter Gómez, el mejor jugador uruguayo de la historia en el fútbol argentino; y podría nombrar muchos más, como Obdulio Trasante, Héctor Tuja, Matías Vecino o Abel Hernández.

La vida está en las pequeñas cosas

Este preámbulo explica la razón por la cual el 30 de diciembre del 2024 vivimos junto a mi padre, mis hijos, mi tío y primos la final por el segundo ascenso de la divisional C, en el estadio Abraham Paladino. Mi abuelo, fallecido en el año 2002, no vio esta caída del profesionalismo ocurrida hace dos años. Fueron 791 días de un horrendo suplicio, que terminó con el fin de año.

Solamente los que lo vivimos podemos saber lo que sufrimos. Porque ser hincha de un cuadro chico es una experiencia muy distinta a la del resto del fútbol. Quisiera señalar tres cuestiones esenciales: la primera es la extrema familiaridad que se genera entre los hinchas, y un muy particular sentido de pertenencia, alimentado seguramente por lo que Sigmund Freud llamaba el narcisismo de las pequeñas diferencias, en las que se conocen del otro sus gestos, sus maneras de estar en la cancha, sus sufrimientos y alegrías, el modo de putear, las múltiples formas de pertenecer.

En segundo lugar, la cancha chica es un espacio totalmente democrático donde sus participantes son iguales y se eliminan en gran medida las distinciones sociales, un lugar donde todo el mundo tiene los mismos derechos y puede habitar los distintos espacios.

Tercero, la increíble capacidad generada por los hinchas, en encontrar vivencias grandiosas en lo pequeño, en transformar en muy importantes elementos que pertenecen al orden de lo infinitesimal en lo deportivo y que hace que una final de la C se viva con mayor intensidad que la final de la Champions o la Libertadores, y que incluso se las elija y se las considere mucho más relevantes.

Y llegamos a esa final de la C, luego de transitar un verdadero martirio de tipo medieval, vivido durante todo el año: clasificamos a la fase final del torneo en el último partido de nuestro grupo; quedamos primeros en la tabla anual luego de un reclamo de puntos que demoró un mes en decidirse a nuestro favor en los tribunales del fútbol; viajamos casi 15 horas en un día para presenciar la final en la ciudad de Melo, y que luego de la derrota fuéramos por la final del Clausura y la ganáramos en el último minuto del alargue; y ya la escena final del segundo ascenso, ganando en el último penal luego de un atroz alargue. Todo eso terminó en un festejo enajenado que aportó un capítulo más a la larga historia épica de nuestro club. El héroe del campeonato y de la jornada fue Rodolfo Alves, un golero brasilero que cargaba su propia cruz y atajó fenomenalmente, y al final contuvo el último penal decisivo. Se une así al selecto grupo de brasileros de notable actuación en Central, Luiz Carlos, Juninho Rocha y el inolvidable Paulo Silas, quien siendo el 10 de la selección de su país y también un jugador mundialista, llegó al fútbol uruguayo de los años 90, brindando una breve pero inolvidable cátedra.

Pero entre todas las pequeñas cosas que se vuelven grandes en esta clase de eventos, quisiera destacar una por sobre todas. Estando en la tribuna, veo llegar y sentarse en las gradas a un viejo hincha de Central, seguramente avanzados sus ochenta años, llevado de cada lado por sus nietos. Me levanto de donde estoy y voy a saludarlo, se para, le digo quien soy y veo que llora. Lo miro a los ojos y entiendo que quizás está un poco perdido, pero llora. Y siguió llorando cada vez que pasé por su lado cuando los vaivenes del partido, el alargue y los penales me llevaban de un arco al otro. Y al final, cuando se iba, también se iba llorando. Quizás no comprendía todo lo que pasaba allí, pero seguramente en él aún latía lo más importante, el amor por Central, el amor por su club.

Seguramente el fútbol, que reproduce en gran medida a la sociedad a la que pertenecemos, sea un espacio de desigualdad y miseria muchas veces alimentada en ridículas rivalidades y competencias. Pero también permite expresar algunos de los elementos que constituyen lo mejor de la condición humana misma y algunas de sus mejores virtudes. El antropólogo Claude Lévi-Strauss afirmó que las instituciones son necesarias para que podamos a través de ellas trazar nuestras vidas y allí las grandes o las pequeñas, las enormes instituciones deportivas o los más humildes clubes de barrio cumplen la misma función, y alimentan a la gente de la misma manera.

Ha llegado al final este suplicio que significó el paso por la divisional C. Pero allí estuvimos. En uno de los partidos finales del campeonato llegó a haber en cancha 11 Vomero (junto a otros clanes disputamos la mayoría, los Di Giovanni, los Ledanis, los Festorazzi, los Cabrera), lo cual me hizo pensar que eso seguramente también haría sonreír al abuelo y que hay algo del fútbol que logra trascender hasta a la propia muerte. Algo continúa y se mantiene vivo, porque como bien dice Nick Hornby, el fútbol es toda una forma de ver y estar en el mundo.