Es una pavada, sí, pero es. No debe haber registro tipo récord o curiosidad o meme que registre que en Uruguay se canta, tararea y silba una melodía estadounidense de hace más de 80 años, por lo menos una vez por día, cada vez que entre los tres millones tenemos una acción extraordinaria u ordinaria con una bicicleta. La melodía de la “Marcha de la Vuelta”, que es la que llegó en un disco de pasta desde Estados Unidos cuando ya se relojeaba la Segunda Guerra Mundial, es la de “Betty Co-Ed”, del estadounidense Rudy Valee. Es, sin duda, una de las más grandes que sabemos todos, aunque no sabemos “Betty Co-Ed” y sí la “Marcha de la Vuelta”; aunque no la sabemos toda, pero sí su tonadita única y tenemos claro que es “desde un extremo al otro de la patria”. La Vuelta es una semana, ocho o diez días según se organice, pero en nuestro imaginario popular la “Marcha de la Vuelta” se canta todos los días en que una bicicleta esté en la vuelta.

Seguramente sea ínfimo el porcentaje de uruguayos que se dedican al ciclismo, pero es inmenso y absoluto el de las personas que tenemos nuestro documento de identidad expedido por la Dirección Nacional de Identificación Civil y sumamos, sin solución de continuidad en cada una de nuestras Semanas de Turismo, un tarareo, una chifladita de la canción de la Vuelta. Deben ser contadas las personas que alguna vez no se hayan arrimado a la ruta, a la calle, para ver pasar el pelotón multicolor, para intuir –que no ver– una llegada en la plaza del pueblo, en el Velódromo, en 18 de Julio o donde sea que se agite la bandera a cuadros.

La malla oro produce una fascinación alimentada por el relato épico de los de la radio, que nos trasladan el sufrimiento del ciclista. Nunca en mi vida corrí una carrera de verdad, más allá de la vuelta a la manzana que con mi Graziella nunca podía ganar contra la Liggie del Luis o la que hacía Primo Zucotti que tenía el Isidoro, pero la malla oro viene en el ranking de camisetas ansiadas y sagradas, después de la celeste y la de la selección del pueblo.

Con dolor digo –pero dolor de deportista posta– que Luis Alberto Lacalle Pou la recargó con una metáfora forzada y desubicada: “Sacarles el lastre a los malla oro, que son los que según este gobierno producen riqueza, para que generen empleo en los más pobres y rezagados”. ¡Nada que ver, muchacho! La malla oro se nos adhiere al pecho y ahí estamos aplaudiendo a rabiar ese ¡fssss! –onomatopeya del paso del pelotón–, esa emoción de un segundo que queda para siempre.

Al costado de la ruta, sentado en el cordón de la vereda o en una reposera de playa, siempre hay alguien que está ahí, con su enorme radio a transistores, esperando ese flash de cada año, esa ventolina de unos minutitos cuando pasa el sincronizado pelotón, a toda uva como vinos Enriqueta, rumbeando para la ciudad. La radio amplificada por decenas regala más compases que los que creó Rudy Vallee, y los escapados del pelotón ya se dieron por vencidos de tanto tirar, poniéndole el pecho al viento en la cara, y entonces ya apareció aquel ¡top! que gritó clarito el de la moto que relató el premio Sprinter frente al bolichón que, pomposamente, la posmodernidad de bloque y terrón rebautizó Minimercado El Colorado.

Definitivamente, la Vuelta es parte del imaginario popular de la sociedad uruguaya. No hay, no puede haber alguien que alguna vez no haya tarareado la melodía que en 1930 grabó Vallee, uno de los primeros cantantes amplificados por micrófono, que alcanzó temprana fama. “Betty Co-ed” es ese tema que en 1931 daría lugar a un corto mixto de dibujos animados y que, 18 años después, se transformaría, sin que el estadounidense siquiera llegara a imaginárselo, en el principal vínculo sonoro y simbólico que haya existido en Uruguay con cualquier cosa que se asociara a una bicicleta o a una carrera de bicicletas, cuando se grabó en aquella Radio Sport que fue casi la madre de la Vuelta.

Y ahí está, en la llegada, aquí o allá. En las spicas incrustadas entre el hombro y el oído derecho de las personas que se arraciman en las llegadas al pueblo o en la ruta, o donde sepamos que van a pasar. En los altoparlantes que estremecen la plaza. En la desafinada chifladita de un niño o una niña de ocho o nueve años que, de la mano de su padre, madre o tutor, descubre que ese bautismo con el cordón de la vereda, con la radio del abuelo, con la mirada a caballito del tío, es el inicio de una etapa de la vida.

Desde un extremo a otro de la patria
El pueblo vibra en un clamor triunfal
Al desfilar la airosa caravana
Que forman los campeones del pedal.