Gracias a los que me hicieron campeón, a los que me hicieron sentir que era un nieto del Terrible José Nasazzi. Gracias al Pichón, al Nando, al Vasco, a Pablo, a todos.

Sin que ella se diera cuenta, revolví roperos, bibliotecas y todos los sucuchos que tengo desperdigados en la casa, procurando encontrar más material. Es que desde aquel momento hasta ahora he tenido tantas mudanzas —uno de los acontecimientos más traumáticos de la vida cotidiana que un individuo puede vivir—, y han ido cayendo de mi memoria algunos datos que mi mente joven creía, erróneamente, que los tendría guardados para siempre. De aquel año, de aquellos meses, encontré una agenda negra gastada, pero con detalles que ya había olvidado absolutamente.

La agenda era una de las tantas de aquellos tiempos que las empresas solían grabar en su tapa y las regalaban a fin de año, anticipando el año siguiente. En este caso, se trata de un libretón con buenas tapas y respondía a una de las radios en las que yo trabajaba por esos días, pero, sin embargo, era del año anterior, de 1994, y yo la usé para anotar cada cosa de lo sucedido en el invierno del 95: cada día, cada semana de las que vivimos durante aquella maravillosa Copa América.

También hay detalles de otros días. Cosas y datos inasibles e inteligibles de los cuales hoy, 30 años después, no podría ni aproximarme, como por ejemplo un número que tal vez sea un código o un pin que está en la primera página, en el retiro de la tapa, y que marca 61 030, o una dirección de Hamlet en Buenos Aires y Zavala, tal vez, para hacerme el traje de la selección u otra dirección: Ortiz de Zárate 3298.

Hay también dibujos de mis hijos, dos entradas al Zoológico Municipal valor diez pesos que me registran como usuario y muchas integraciones escritas de arriba a abajo. Algunas donde nunca podría darme cuenta de quiénes son ciertos futbolistas y otra que sí puedo ubicar, como esta que tuvo a Álvaro Núñez en el arco, Centurión, Gustavo Machaín, Ale Melogno y Abelenda, más otros nombres como Ibarra, Pedro Catalino Pedrucci, Barán y el Karibito Morales. Sin duda, se trata de un Rentistas, algún partido que fui a cubrir.

En fin, hojeando cada una de las páginas y buscando detalles que me aproximaran más a aquellos días y aquellas noches, encuentro sí con sistematicidad información y emocionalidad que parecen propios de un “querido diario”. Informes y anotaciones diarias desde el 30 de junio hasta el 24 de julio, un día después de levantar la copa.

Dice el jueves 30 de junio: “Última etapa, fue citado para las 14. A veces parezco el nuevo de la clase, piden las notas, las doy, y por ahí quedan muchos saludos afectuosos. Por la tarde hay práctica y los sorprende con la presencia de López y el Polillita”.

Eso fue un viernes. Cada día hay detalles, cada día hay notas apuradas y otras pensadas, pero, cada día, escrito en mayúscula, hay una frase que no me deja dudas: “Salucita, campeones”.

Salucita, campeones

Ese día no hubo brindis.

Él sabría, sabía por qué se tragaba, como lo había hecho el mediodía anterior, el “salucita, campeones”. Acaso lo digería con su experiencia con la gloria.

Ese día los cubiertos parecían de goma.

Se oía el ruidoso silencio de la responsabilidad que algunos pretendían lavar con la risotada nerviosa del que se ríe por no llorar, o la seriedad dominada del que no quiere extender la epidemia de chucho:

—Porque les vamos a ganar a estos y vamos a dar la vuelta, pero ¡la mierda que es difícil!, ¿no? —dije para mí mismo mientras el plato de tallarines con manteca entregado a un portentoso y jugoso entrecot de no menos de 300 gramos me comía crudo.

No había espejo, pero seguro que mi cara se reflejaba en los que estaban sentados frente a mí.

Y no preciso aguzar el recuerdo para confirmar que me veía más pálido que un papel.

Eran los últimos vermicelli —junto al jugoso entrecot, qué maridaje deportivo para una final— y se me hacían interminables e intragables. Ya no sólo porque ¿quién mierda puede estar tragando algo a las 11 de la mañana el día de una final del mundo?, sino porque se acercaba, opresivamente, la hora de la verdad.

Yo no jugaba, ahora me doy cuenta.

Tampoco fue un sueño.

Y si lo fue, por suerte, lo soñé despierto y nervioso.

—¡¿Qué decís?! ¡No seas gil de cuarta! Ya sé que era la Copa América, pero para mí, para vos, para cada uno de nosotros, cada partido es una final, una final del mundo.

Frente a mí, canchero y con cara de nunca visto, el profe Tejera me trabajó con gruesa ironía:

—¿Qué le pasa, Chenlo? Está pálido... Mirá que hoy es un día como cualquier otro, no pasa nada.

¡Ja! Seguro, no pasa nada. Seguro. “Porque si perdemos debe ser una joda bárbara”, le contestó mi voz interior, con una calentura y desprecio que mi voz exterior nunca hubiese permitido.

Mi yo no se lo permitía o no tuve ganas de contestarle. Pero esas ganas, pacatamente contenidas, como cuando querés decir algo jugado y fuerte y al final rematás con un “qué lindo que está el día”, se me atragantaron, literal y metafóricamente, con los tallarines, la manteca, la carne y las 11 de la matina del día más importante de nuestras vidas deportivas, hasta ese 23 de julio de 1995.

Le contesté que nada.

—No... ¿no me alcanza la sal? Por favor —le pedí. Miré hacia la cabecera y vi que no decía nada, que no se levantaba, que no lo iba a decir en el último almuerzo.

Con esa pícara seriedad que permanentemente buscaba miradas cómplices, pero que a veces encontraba ojos de admiración y mucho respeto, lo repetía día tras día desde la cabecera y con la imponencia que marcaba —que marca— su pasado próximo. Fernando Morena alzaba todos los mediodías, en el almuerzo, antes o después o durante el almuerzo, su vaso de Sprite, vino o agua, y segundos antes del brindis, como por arte de magia, el comedor lleno de ruidos, risotadas y cubiertos que marcaban el ritmo de la comida, se llamaba a silencio.

La situación era siempre la misma. Nada se modificaba. Era la rutina de la gloria. El Nando flexionaba sus rodillas, se incorporaba, llevaba el vaso al cielo y repetía con voz firme y estridente:

—¡Salucita, campeones!

El silencio, sin tiempo ni espacio, servía para arrimarse, cada brindis más, al sueño de unos, la ambición de otros, pero nunca para revertir lo lejos o cerca que se estaba de aquel momento.

Es que rápidamente —y como quien hace un desesperado cierre sobre la raya de la seriedad— llegaba la respuesta, con sorna y respeto, por parte de los destinatarios del “salucita”, un coro encendido de “¡shhhhh!”.

Día tras día, almuerzo tras almuerzo, cena tras cena, desde el 30 de junio hasta el 22 de julio, la escena se repetía como vigoroso ejercicio de confianza en el comedor de Los Aromos.

“Salucita, campeones”, espetaba con firmeza y seguridad —mucha seguridad— el técnico adjunto de la selección y goleador de los comportamientos del colectivo. Aquello no era más que la repetición de la seguridad de una treintena de individuos que, sabedores de sus fuerzas individuales —pero sobre todo de la energía que tenían como colectivo—, zambullían en silencio el sueño de todos: ser campeones.

Pero ese día no. En ese almuerzo no. Y sin el ritual de todo el mes marchamos al estadio conmocionados por cuadras y cuadras de gente alentando del otro lado de las ventanillas que te movían cuanta emoción hubiese por ahí. En el vestuario antes, durante y después el Nando iba de lado a lado seguro, afectuoso, responsable y tiraba paredes de emoción y seriedad, de risas y desparpajo con cada uno de nosotros.

Después, después la gloria, y cuando el ómnibus quedó completo para la caravana, Morena se levantó de su asiento, miró hacia atrás y nos gritó: “¡Salucita, campeones!”.