El largo plazo se nos vino encima. La pandemia ya acelera la desigualdad social, y puede hacer lo propio pronto con la falta de sustentabilidad ambiental, las dos tendencias mayores que apuntan a una mutación de la sociedad. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe sostiene que las respuestas tienen que tener la envergadura de un nuevo desarrollo. ¿Qué puede realmente significar tal proyecto?
70 años atrás surgía en América Latina una concepción original del desarrollo. Algunas de sus principales afirmaciones siguen siendo válidas: el subdesarrollo que padecen nuestros países tiene una de sus grandes causas en el atraso y la dependencia en lo técnico-productivo; la condición periférica requiere conceptualizaciones y políticas específicas; el desarrollo no puede reducirse al crecimiento económico, sino que debe constituir una transformación estructural profunda.
Ya antes se había aprendido que está en juego el poder en la cuestión del desarrollo económico. Este no surge del mero crecimiento, sino que requiere innovaciones tecnológicas sistemáticas y la elevación sostenida del nivel de las actividades productivas que, en nuestra época, es imposible sin incorporar a ellas conocimiento científico avanzado y altas calificaciones. Poco de esto ha ocurrido en América Latina.
El desarrollo a secas es todavía mucho más: ha sido definido en términos éticos como la expansión de las capacidades y las libertades para vivir vidas valiosas, viendo a la gente no como pacientes sino como agentes.
La desigualdad al alza que se sufre en cada una de las regiones del mundo, y que la pandemia agudiza, es enemiga del desarrollo. Limita las libertades de la gente postergada para ser protagonista de la mejora material y espiritual de las condiciones de vida. El papel cada vez mayor del conocimiento agrava las asimetrías, pues favorece a quienes acceden al conocimiento de mayor nivel y desfavorece a los demás. A escala del mundo se registra una cierta convergencia en materia de capacidades elementales, como la alfabetización, a la vez que una clara divergencia respecto de las capacidades avanzadas, como las que ofrece la educación terciaria. El conocimiento es más que nunca fuente de poder diferencial: no hay desarrollo sin su democratización.
Durante el último medio siglo la problemática del desarrollo ha venido cambiando de naturaleza. Lo que predomina en el tipo de conocimiento científico y tecnológico generado, y sobre todo en su uso para producir y consumir, ha inducido un fenomenal deterioro del ambiente y puesto a la humanidad a las puertas de una catástrofe climática. La recesión causada por la pandemia disminuye circunstancialmente ese deterioro pero puede agravarlo pronto, al estimular rápidos incrementos productivos sin mayor atención a las regulaciones ambientales.
Proliferan los cuestionamientos al desarrollo, como los del “antidesarrollo”, que en general tienen que ver sobre todo con el crecimiento económico. La mala manera en que este se mide enturbia la discusión. ¿Alguien puede oponerse a un incremento del PBI ligado a la producción de bienes y servicios de salud? ¡Qué bueno sería un descenso del PBI vinculado con la tala de bosques y la fabricación de armas!
Un desafío central es cómo producir más y sobre todo mejores bienes y servicios socialmente valiosos, con prioridad a las necesidades de los sectores más postergados, así como con un uso menor y más frugal de recursos naturales.
Tal desafío es cuestión de conocimiento e innovación: producir de la manera indicada requiere multiplicar la investigación científica y tecnológica; más todavía requiere reorientar sus prioridades y objetivos. La debilidad relativa de los países periféricos y de los actores populares en materia de conocimiento constituye un obstáculo mayor.
El desafío subrayado es fundamentalmente cuestión de poder: la reorientación, necesariamente gradual pero muy profunda, de la investigación, la innovación y la producción no es lo que impulsarán los sectores favorecidos; las débiles capacidades de buena parte de los sectores postergados limitan su potencial activismo transformador y los hace altamente dependientes de las instancias redistributivas.
El desafío es asimismo cuestión de políticas: recortes y limitaciones del gasto social agravarán la situación, sobre todo en tiempos de pandemia; pero mejorar las perspectivas demanda nuevas estrategias. Habrá por ejemplo que atender, como enseñaban los maestros de ayer, la especificidad de la condición periférica, y aprovechar lo que las investigaciones de hoy han puesto de manifiesto: nuestras capacidades de innovar en condiciones de escasez, espléndidamente ejemplificadas por los investigadores de Uruguay que para enfrentar la covid-19 han hecho aportes de nivel internacional con recursos escasos.
Muchísimo más habrá que hacer. Estos apuntes sumarios sólo aspiran a poner de manifiesto la urgencia de construir un nuevo proyecto de desarrollo, indicando algunos asuntos que debieran estar en la agenda.
Los pioneros del desarrollo estarían deslumbrados con la oportunidad que tuvo América Latina a comienzos del milenio; quizás, también decepcionados por su escaso aprovechamiento; sin duda, recomendarían algo neto: abrir espacios a nuevas generaciones, capaces y comprometidas, para que contribuyan a preparar mejor futuras oportunidades y, mientras tanto, a seguir navegando sin perder el rumbo en las tinieblas.