La última cumbre del Mercado Común del Sur disparó una serie de declaraciones y análisis sobre –a estas alturas, añejo– tema de nuestra inserción internacional y la forma de modificar y/o mejorar lo hecho en las últimas décadas por gobiernos de todo tipo y color.

La mayoría de los análisis –si no todos– da vueltas sobre las limitaciones que el acuerdo regional nos impone para lograr una mejor inserción internacional. Generalmente, “mejor” implica un número mayor de mercados a los cuales exportar y un volumen mayor de ventas. A su vez, un mayor volumen de ventas implica mayores ingresos por venta de productos tradicionales y un aumento en las ventas de productos no tradicionales. Una mayor apertura comercial implica también un mayor volumen de importaciones, pero en general los analistas ponen el énfasis en las exportaciones.

En un reciente artículo publicado en la diaria, Fernando Isabella encara mucho de lo anterior. Lo siguiente es lo que considero más relevante a los efectos de este artículo:

  1. Un ciclo expansivo de 15 años basado en un clima internacional favorable y una redistribución de ingresos que ha favorecido la demanda interna de bienes y servicios.
  2. Un aumento de la inversión total que estimula la producción de bienes tradicionales y servicios no tradicionales, pero caracterizada por ser en su mayoría de origen nacional y no extranjera. La mayor parte de esa inversión se destina a la producción de bienes no transables y de bienes que explotan nuestras tradicionales ventajas comparativas.
  3. Un crecimiento en la productividad, especialmente en el sector agroexportador y de servicios no tradicionales, que basan su expansión en la explotación de nuestras ventajas comparativas.
  4. “La inserción internacional de nuestra economía no detecta evidencia clara en el sentido de una transformación estructural que realimentara el ciclo anteriormente descrito, mediante impulsos de crecimiento endógeno, que generara bases firmes para la continuidad del proceso y que ampliara los márgenes de autonomía económica respecto de los ciclos internacionales. Especialmente, es clara la dependencia respecto de los precios de los pocos productos de base primaria en los que el país asienta su inserción internacional”.
  5. Al final del artículo, Isabella toca lo que considero fundamental: ¿cuál debería ser la política (comercial, industrial) para generar ventajas comparativas dinámicas?

El punto final también es mencionado por Gabriel Oddone cuando expresa: “Me parece inconveniente hablar antes de tener claro qué vamos a hacer, cómo lo vamos a hacer, y cuáles son los riesgos que enfrentamos. Hay que ir hacia un escenario de mayor tensión pero tenemos que ir preparados”.

Todo lo dicho está asociado a la ausencia pública de un debate que trate de lograr un consenso sobre cómo nos vemos y, más importante, cómo nos queremos ver los uruguayos. Ese es un problema de identidad nacional. Es un problema de comunidad y trasciende el mero aspecto teórico comercial e individual.

Hemos puesto la carreta delante de los bueyes, por lo menos si nos atenemos a las declaraciones de los presidentes uruguayos en cada instancia donde se habla del acuerdo comercial. El consenso de los presidentes, y de muchos analistas, es que se requiere una mayor “flexibilidad” del bloque para con los países como Uruguay. La pregunta que surge es: ¿flexibilidad... para qué?

Me gustaría ilustrar el dilema detrás de la pregunta a través de un breve análisis de la estructura exportadora uruguaya, la que replica la estructura productiva de bienes transables. Para ello, utilizaré la siguiente tabla extraída de Cinve (2019).

Foto del artículo 'El Uruguay productivo, la inserción internacional y nuestro problema de identidad'

Más de 75% de las exportaciones de 2014 provienen de sectores que aprovechan nuestras ventajas comparativas en recursos naturales. La gran pregunta es: ¿se requiere mayor flexibilidad para aprovechar más estas ventajas, o para modificar el patrón exportador en forma significativa?

La respuesta a la pregunta, en mi opinión, implica una postura diferente ante los socios del Mercosur. Lo más importante es que implica una diferente visión acerca del Uruguay y de cómo vemos la vida de nuestros conciudadanos en el futuro.

Si la visión es que seamos predominantemente como somos hoy, entonces la flexibilidad “mercosuriana” implica quizás lograr mejores condiciones de acceso a mercados que ya tenemos. También implica una visión de una sociedad que seguramente se caracteriza por una distribución del ingreso regresiva y de acceso desigual a bienes públicos, como la educación y la salud. También implica, en cierto sentido, un menor estrés financiero para el sector público que apostaría al mercado como el gran asignador de recursos.

Si la visión es modificar significativamente nuestra estructura productiva en favor de bienes “con alto valor agregado”, quizás la flexibilidad anhelada no sea una exigencia tan relevante como lo sería incorporarnos, por ejemplo, a cadenas de valor regionales. Esta visión quizás lleve consigo una aspiración de una sociedad más igualitaria, probablemente con diferentes oportunidades para el acceso a bienes públicos y también con una presencia mayor del Estado en términos de políticas públicas activas.

Creo interpretar a la mayoría de los analistas y hacedores de política que una estrategia independiente del bloque comercial no haría que los chinos o los americanos o los europeos nos trataran de manera más amistosa que nuestros hermanos de barrio.

En resumen, si cada vez que nos encontramos pedimos “mayor flexibilidad” sin antes definir entre nosotros dos o tres estrategias de acción consistentes con un acuerdo comunitario básico de lo que deseamos ser como nación, seguiremos observando a presidentes y ministros dar vuelta en la misma calesita que no lleva a ninguna parte. Y lo que es peor, culpando a nuestros vecinos por defender sus intereses. Nuestro presidente haría bien en promover un ámbito para discutir y proponer qué es lo que Uruguay desea cuando argumenta una mayor flexibilidad.