En su visión, la discusión en torno al sistema de negociación colectiva continúa ”moviéndose en ese péndulo entre los enfoques más liberales de desregulación, que en realidad son de regulación por parte de los empleadores, y los enfoques que se abroquelan en la defensa del modelo de negociación tradicional”. La clave, pensando en los desafíos pospandemia, pasa por escapar de esa disyuntiva y lograr que el sistema “evolucione hacia formas más avanzadas y eficientes como las que se observan en algunos países europeos”. A su vez, considera que la pandemia y la automatización tienen la potencialidad de generar nuevas demandas redistributivas y de aseguramiento social; “pensar cómo se puede estructurar y dar respuesta a esas demandas para aumentar el bienestar y promover sociedades más igualitarias es un desafío político, intelectual y técnico significativo”.
¿Cómo impactó la pandemia en los países desarrollados en comparación con la crisis anterior?
La pandemia tuvo un impacto generalizado aunque heterogéneo. Hay que tener presente que en muchos de estos países las medidas restrictivas sobre la movilidad justificadas por razones de salud pública fueron bastante más potentes que en Uruguay.
Por un lado, esta recesión impactó diferencialmente a las mujeres y a los jóvenes. A diferencia de lo que fue la crisis de 2008, que afectó básicamente a la manufactura, la construcción y otros empleos con fuerte presencia masculina, esta crisis impactó fuertemente sobre actividades del comercio y servicios con alto nivel de contacto social donde mujeres y jóvenes tienen presencia importante. Sumado a eso, los cierres temporales de escuelas y servicios de cuidados generaron una presión adicional sobre las mujeres, dada la desigualdad en la distribución de tareas dentro del hogar.
Hay un segundo nivel de heterogeneidad que refiere a los países. Es interesante ver cómo las políticas y las instituciones importan para entender cómo la caída inducida de la actividad se traslada al mercado laboral y al bienestar de las personas. Todos los países tendieron a desarrollar programas de compensación económica a trabajadores y empresas, aunque con distintas características de diseño y potencia.
Esas fueron las respuestas una vez que la pandemia ya estaba desatada, pero, a mi gusto, es más interesante analizar los impactos iniciales. Y ahí lo que uno observa, a partir de encuestas realizadas en los primeros meses, es que el impacto negativo del shock inicial tendió a ser más pronunciado en las economías de mercado liberales que en las economías de mercado más coordinadas. Países como Estados Unidos o Reino Unido tienen diferencias muy importantes en su matriz estructural de instituciones y políticas respecto de los países nórdicos o Alemania, por ejemplo. Entonces es interesante analizar la reacción en función de esta variedad de capitalismos.
¿Cuáles son las principales diferencias?
Las economías de mercado coordinadas ya tenían montado buena parte del aparato de políticas necesario para afrontar la crisis, algo que ya se había observado en la gran recesión anterior. Por ejemplo, en aquel momento se hablaba del milagro alemán, porque si bien Alemania enfrentó una caída de la producción similar a la de otras economías desarrolladas, logró estabilizar los niveles de empleo y evitar caídas pronunciadas. Contrariamente a lo que a veces se plantea, la estructura articulada de negociación por rama y de representación capilar de los trabajadores en las empresas ofrece muchas veces márgenes de flexibilidad organizacional que permiten preservar el empleo. Por ejemplo, Alemania tiene un sistema de cuentas individuales de tiempo de trabajo: cuando las empresas enfrentan alta demanda para expandir su producción, los empleados trabajan más horas y acumulan superávits en sus cuentas. Esos saldos positivos luego son balanceados cuando la actividad baja; son instrumentos que generan una flexibilidad automática del tiempo de trabajo y son negociados con los sindicatos en el marco de acuerdos por rama y por empresa. Además, Alemania ya contaba con esquemas de compensación de la reducción del tiempo de trabajo que permitieron a las empresas retener a sus trabajadores y a estos suavizar la caída de ingresos.
¿Cuál es la idea que subyace al montaje de estos sistemas?
La idea de estos sistemas es preservar el vínculo de trabajadores y trabajadoras con sus empresas frente a un shock negativo temporal. La relación laboral es beneficiosa para ambas partes. Para las empresas es muy importante retener a sus empleados porque contratar nuevos y capacitarlos tiene costos. Los trabajadores también tienen un interés en mantener el vínculo porque han desarrollado habilidades que son específicas a la empresa y que aplicadas en otro contexto laboral pueden no tener el mismo valor; las habilidades no son enteramente transferibles y es probable que al cambiar se enfrenten con una pérdida. Todo esto se puede manifestar a nivel agregado en pérdidas de productividad para la economía y enlentecer la reactivación. Mantener esos vínculos laborales asegura que la recuperación sea más rápida y sólida.
¿Y del otro lado cuál es el costo de mantener estos sistemas?
Hay un costado potencialmente problemático asociado a este tipo de políticas. Las crisis son una tragedia social y económica, pero también aceleran procesos de reasignación de recursos, de destrucción y creación de empresas y actividades. Hay actividades que se retraen, pero hay otras que se expanden y que encuentran nuevas oportunidades. Estos procesos son importantes para la economía en términos de productividad y no deberían desalentarse.
La destrucción creativa.
Sí. Cuando se generan apoyos para que los trabajadores mantengan su vínculo laboral en una empresa determinada, hay que ser cuidadosos de no desalentar la reasignación de trabajadores hacia esas otras actividades más dinámicas que se están creando. Podés correr el riesgo de mantener empresas y puestos de trabajo que luego no van a ser viables cuando finalice la crisis. Empresas zombis, como ahora se las llama. Por eso, la discusión sobre si lo que importa es proteger el puesto de trabajo o al trabajador –compensando la caída de ingresos y apuntalando su recapacitación para insertarse en otras actividades–. Ese es el dilema. No digo que estos programas estén mal, porque en muchos casos cumplen un rol muy importante, pero hay que atender esta otra dimensión. Además, también está el problema de los trabajadores jóvenes y las nuevas cohortes que están ingresando al mercado laboral en medio de esta turbulencia. Estos programas apoyan básicamente a quienes están empleados, pero se supone que este proceso de reasignación de factores y generación de empleos en actividades nuevas también debe beneficiar a los nuevos contingentes de personas que están ingresando a la vida laboral. Y ya sabemos que la crisis ha tenido un impacto muy fuerte en el ámbito de los más jóvenes.
En cuanto a Uruguay, ¿cómo respondió nuestro sistema?
Uruguay tenía una buena malla de políticas que operó como estabilizador automático y permitió suavizar, al menos parcialmente, los efectos de la crisis. Por un lado, teníamos niveles relativamente bajos de informalidad y eso hizo que muchos trabajadores calificaran para el seguro de desempleo tradicional. También teníamos ya montado el seguro de desempleo suspensión y reducción horaria, que luego el gobierno reforzó con la introducción del seguro de paro parcial, que permiten que los trabajadores sean compensados por una parte de la reducción de la actividad preservando el vínculo laboral. Estas modalidades jugaron un rol amortiguador muy importante.
Además, el país contaba con el seguro de enfermedad, que aumentó su generosidad a partir de 2011 y que permite que los trabajadores que tienen una enfermedad puedan ausentarse del trabajo y recibir una compensación. A veces estas políticas son criticadas por temas de incentivos, pero durante la pandemia, cuando era necesario desmovilizar rápidamente a una parte de la población y evitar los contagios, se transformaron en una ventaja. Los seguros de enfermedad ayudan a mitigar las externalidades negativas que se generan cuando trabajadores enfermos, con patologías contagiosas, van a trabajar. Tienen beneficios en términos de salud pública y para la economía. Si hay algo que la pandemia ha dejado muy en claro es la importancia de contar con esquemas potentes de aseguramiento social.
El otro pilar de nuestra malla de políticas es el sistema de transferencias sociales. Ahí el gobierno actuó bien en el sentido de reforzar esos mecanismos. Sin embargo, priorizó el aumento del monto de las prestaciones para los beneficiarios ya incluidos pero no atendió la nueva demanda de prestaciones sociales que la pandemia generó. Se prefirió ir por el camino de generar programas ad hoc de distribución de canastas alimentarias. No se admitieron nuevos ingresos a los sistemas de asignaciones familiares y tarjeta alimentaria esperando poder realizar visitas y cumplir los protocolos de focalización que estos programas tienen. Tiendo a pensar que el peor error de focalización que se puede cometer en este momento es no cubrir a los hogares que están necesitando una prestación. Tuvimos un aumento importante de la pobreza monetaria en 2020 y da la impresión de que esto obedeció a que algunas políticas no se desplegaron con la potencia que la situación ameritaba.
Has alertado sobre la importancia de reformular el sistema de negociación colectiva. ¿Cómo llegamos a la novena ronda?
Es una ronda muy importante a la que llegaremos sin orientaciones claras de reforma en términos del sistema general; vamos a llegar en piloto automático con el esquema institucional vigente. Es una negociación donde se cruzan varios potenciales objetivos. Por un lado, venimos de algunos años de caída del salario real y eso alimenta demandas de recuperación. Por el otro, tenemos una situación comprometida en materia de empleo, que viene desde antes de la pandemia pero que se agravó dramáticamente en el último año. Además, está lo que pueda suceder con los empleos protegidos por los esquemas de seguro de paro parcial cuando estos programas expiren. El gobierno ha implementado varias prórrogas para estos sistemas y queda la duda sobre lo que puede pasar con esos empleos hacia adelante. Los salarios y empleo también dependerán de lo que suceda con la inversión productiva y de las expectativas en relación a la demanda. Ahí también está la discusión macro de si se está estimulando la economía con la potencia suficiente.
¿Qué orientaciones deberían guiar la modernización de la negociación colectiva en la pospandemia?
Por primera vez en mucho tiempo Uruguay logró darle 15 años de continuidad a la negociación salarial y ahora hace falta pensar en cuáles son los ajustes necesarios. La negociación por rama de actividad es un pilar indispensable en una economía que pretenda combinar mejoras de productividad con redistribución de ingresos y aumento salarial. Eso requiere mantener un elevado poder de negociación de los trabajadores y ahí las instituciones de negociación juegan un papel fundamental.
Los esquemas de negociación salarial maduros, que han evolucionado durante décadas, han ido hacia sistemas que, si bien mantienen un papel fuerte de la negociación por rama, han abierto espacio para un sistema de representación a nivel de empresa. Esto permite que los acuerdos de rama sean más generales y no tan prescriptivos, estableciendo márgenes dentro de los cuales las empresas pueden moverse. Esto fue precedido por la difusión de estructuras de representación de los trabajadores en las empresas que no estaban presentes en los sistemas originales.
Con ello, por ejemplo, la aplicación de cláusulas de descuelgue puede facilitarse, dado que hubo una estructura a nivel de empresa con participación de ambas partes que verificó la información económica y alcanzó acuerdos. Además, permite que la voz de los trabajadores esté adecuadamente incorporada a la discusión de temas no salariales, como la tecnología o la organización del trabajo. Ahí hay un primer aspecto entonces: dotar a la negociación colectiva de mayor capacidad de adaptación a nivel microeconómico. Pero no existe negociación a nivel de empresa si no se especifica un mecanismo institucional que asegure la representación colectiva efectiva de los trabajadores en ese nivel, cómo van a acceder a la información económico-financiera de las empresas y cuáles van a ser los requisitos de confidencialidad en torno a su uso, etcétera. Estos son aspectos que en los sistemas europeos más maduros han implicado desarrollos legales y regulatorios adicionales.
Otro desarrollo interesante que se observa en algunos sistemas europeos es lo que se conoce como negociación secuencial. Los sectores que están más expuestos a la competencia internacional son los que fijan la referencia en cuanto a los aumentos salariales para el resto de los sectores de la economía sometidos a menores presiones competitivas. Eso evita que dinámicas particulares de sectores no transables terminen trasladando costos hacia el resto.
Estos son desarrollos relativamente recientes en sistemas que han tenido décadas de estabilidad. Por ejemplo, la negociación secuencial fue incorporada en Suecia en los 90. Entonces, los sistemas han tenido ajustes incrementales. Las crisis, por ejemplo, y los nuevos contextos económicos hacen que los sistemas vayan evolucionando.
¿Cómo ha sido esa evolución en nuestro país?
Nuestro sistema no ha tenido el tiempo de maduración suficiente porque sufrió sucesivos cambios, sucesivos vaivenes políticos que determinaron que la negociación haya sido reseteada muchas veces. A veces parecería que la estabilidad de las reglas de juego es sólo importante para que los capitalistas inviertan. Dicha estabilidad es también importante para la cooperación social en general y para los sistemas de relaciones laborales en particular. Un sistema que cada tanto cambia sus reglas de juego o su aplicación, en algunos casos de forma violenta como ocurrió en la dictadura, marca a los actores, impide la acumulación de aprendizajes y confianza. Me parece que esta perspectiva histórica también es importante para poner en contexto los problemas que tiene nuestro sistema. Es importante ver cómo han evolucionado otros sistemas que han tenido mayor estabilidad.
Uruguay se tiende a polarizar y por un lado están las perspectivas más liberales, que no quieren negociación salarial sino volver a un esquema descentralizado. Es importante entender que esta orientación no es la de un sistema libre y desregulado, sino la de un sistema regulado por los empleadores. Y por el otro lado están quienes se aferran a la configuración vigente de la negociación. Creo que hay una posición alternativa: lograr que el sistema de negociación colectiva evolucione hacia formas más avanzadas y eficientes como las que se observan en algunos países europeos. Ojo, la evolución no ha sido la misma en todos los países de Europa. Los países del sur quedaron entrampados en un esquema parecido al nuestro.
Es dicotómica la discusión.
Sí, nos movemos en un péndulo de desregulación y negociación por rama al estilo de esos países de Europa del sur. Creo que hay que escaparle a esa disyuntiva, lo que requiere cambios regulatorios. El tema es que esos cambios tienen una economía política que complejiza su implementación.
¿Cómo juega esa economía política?
Por el lado de los empleadores, muchos posiblemente no van a ver con buenos ojos estos sistemas de representación de los trabajadores a nivel de empresa si implica compartir información o poder decisional sobre aspectos vinculados a la dirección de sus empresas; básicamente se requiere otra concepción en términos de lo que implica ser propietario de una empresa. Si se observa el capitalismo avanzado se ve que existen distintas formas de concebir esa propiedad. La dirección de la empresa, si bien en última instancia le corresponde al empresario, cuenta con ámbitos donde esos derechos de control, aunque sea en formatos minoritarios, se comparten con los trabajadores. En países nórdicos, o en Alemania, por ejemplo, eso es parte de las reglas de juego de funcionamiento de la economía. En contraposición, en otros países como Estados Unidos o Reino Unido, predomina la otra visión; la propiedad confiere derechos de control exclusivos a los accionistas. Si bien hay debates filosóficos de fondo, desarrollar un pilar de representación por empresa que permita estas adaptaciones flexibles de los acuerdos sectoriales es muy importante para el funcionamiento de nuestro sistema.
Por el lado de los trabajadores la economía política también es complicada porque el sindicalismo uruguayo siempre ha estado estructurado en base a federaciones de rama de actividad. Desarrollar esta estructura de representación capilar a nivel de empresa implica un desafío organizativo importante.
Del lado de los trabajadores, ¿cuáles son los temores que han aparecido en torno a estos esquemas?
Una fuente de escepticismo es que estos sistemas de representación por empresas sean utilizados para debilitar a los sindicatos. Cuando tenés un sistema de negociación por empresa, esta tiene mecanismos para cooptar ese sistema en su beneficio y eso es parte de la complejidad de la economía política. En particular, está el temor a la doble representación y a los “representantes amarillos”, proclives a la influencia de la empresa.
¿Y cómo se han solucionado esos problemas?
Hay diversos mecanismos para lograrlo. Muchas veces los representantes son elegidos entre candidatos sindicales. A veces existen sistemas mixtos donde los representantes de la empresa son en parte elegidos por los sindicatos y en parte surgen de procesos de elección dentro de la fuerza de trabajo de cada empresa. También hay una división de roles, donde los sindicatos siguen teniendo un rol preponderante en cuanto a la negociación salarial pero las estructuras de representación se enfocan en temas referentes a la organización del trabajo, la tecnología u otros aspectos donde pueda existir mayor margen para la cooperación entre ambas partes. Entonces, es importante regular quiénes son los representantes de los trabajadores y las competencias de los distintos ámbitos.
A mi gusto, este es un desafío clave para los sindicatos. Será cada vez más difícil cumplir su tradicional rol redistributivo si no se incorporan estos otros aspectos vinculados a la tecnología, la organización del trabajo y la gestión interna de las empresas. Por eso creo que a la larga está en el interés de los sindicatos plantearse estos esquemas. Hay que decir también que no es que estos sistemas se hayan estabilizado en Europa sin resistencias. Por el contrario, requirieron un fuerte liderazgo político y coaliciones fuertes que catalizaron estos cambios. Además, el montaje de estas instituciones puede tener beneficios que no son inmediatos; operan a mediano y largo plazo e implican costos de experimentación y aprendizaje iniciales.
O sea que no parece que vayamos a ver cambios en un período razonable de tiempo.
Si bien son aspectos deseables que podrían guiar una reconfiguración del sistema a futuro, no creo que sean incorporados a corto plazo.
¿Presumís que estas consideraciones están en la agenda de los principales actores?
No veo planteada esta discusión más global sobre la arquitectura general del sistema de negociación salarial y de relaciones laborales. Creo que en los primeros períodos de negociación colectiva se requirió resetear el sistema y estabilizarlo, obteniendo buenos resultados. La revisión de algunos aspectos se hace un poco más evidente cuando comienzan a aparecer los problemas por el lado del empleo. Sin embargo, esto todavía no ha logrado cuajar a nivel de los actores políticos y del mundo del trabajo, que son en última instancia los que tienen peso en las definiciones. Las narrativas respecto de lo que hay que hacer siguen moviéndose en ese péndulo entre los enfoques más liberales de desregulación, que, repito, en realidad son de regulación del mercado por parte de los empleadores, y los enfoque que se abroquelan en la defensa del modelo de negociación colectiva tradicional. No es un buen escenario para pensar los desafíos de la pospandemia.
En cuanto al futuro del trabajo y la automatización, ¿cómo visualizás los riesgos que potencialmente pueden tener sobre el empleo?
Me parece que es importante evitar las visiones apocalípticas y entender finamente qué es lo que está sucediendo. Tenemos que evitar el sensacionalismo tecnológico. Las primeras estimaciones que se hicieron para Estados Unidos indicaron que un porcentaje muy importante de los puestos de trabajo –cerca de 47%– son altamente vulnerables a la automatización. Estudios con similar metodología para Uruguay sugieren que más de la mitad de los puestos laborales enfrentarían un alto riesgo de automatización. Este tipo de cálculos merecen al menos dos puntualizaciones.
Primero, cuando se considera la heterogeneidad de tareas que hay dentro de cada ocupación y no sólo el potencial abstracto de cierta ocupación para ser sustituida por máquinas, esos porcentajes caen dramáticamente. Esto es lo que hicieron investigadores de OCDE, y encuentra que sólo 9% de los trabajos están sujetos a alto riesgo de automatización.
Segundo, una cosa es hablar de la potencialidad desde el punto de vista tecnológico de que determinadas ocupaciones puedan ser sustituidas. Pero otra cosa es la incidencia efectiva que tienen estas nuevas tecnologías. Si bien el uso de tecnologías de información y comunicación está ampliamente difundido, las tecnologías más avanzadas, y supuestamente más disruptivas, que caracterizarían a esta nueva ola de cambio tecnológico (robots, aplicaciones de inteligencia artificial) todavía tienen una utilización limitada y concentrada en pocas empresas. Y esto es lo que sucede en los países desarrollados con estructuras productivas de mayor complejidad y sofisticación. Y cuando uno ve que pasa en empresas que incorporan robots, lo que observa es que en la mayoría de los casos expanden el empleo.
Esto no significa que el cambio tecnológico no genere transiciones complicadas para algunos grupos de trabajadores y presiones sobre la desigualdad. Además, hay que tener en cuenta los efectos generales, porque si hay empresas que se expanden hay que ver qué pasa con las empresas que pierden posición competitiva y cómo impacta eso en el empleo. Por eso es importante el rol de las políticas públicas y las instituciones laborales.
¿Y cómo ves los beneficios?
Las nuevas tecnologías son una enorme oportunidad para mejorar el bienestar social. Eso es indudable por el potencial aumento de la productividad. Más para un país demográficamente envejecido como el nuestro que necesita mejorar la capacidad productiva de las personas ocupadas; el cambio tecnológico para Uruguay no es opción, es necesidad. También encierra enormes oportunidades en cuanto a la ampliación del tiempo de ocio y de la eliminación de tareas y trabajos poco gratificantes y que demandan esfuerzos físicos desmedidos.
¿Qué desafíos tenemos para mitigar los riesgos y explotar las oportunidades?
Hay desafíos que van por el lado de la educación. De cómo preparamos a las nuevas generaciones para participar de este nuevo mundo laboral y complementar la tecnología. La pandemia agrega preocupaciones adicionales, porque vamos a tener que atender los rezagos y desigualdades de aprendizaje producto de la presencialidad intermitente. Hay que desarrollar iniciativas de gran escala para compensar eso.
También tenemos el desafío de continuar ajustando nuestro sistema de protección social. Partimos de una muy buena base, pero creo que hay que introducir ajustes para garantizar que las transiciones vinculadas al desafío tecnológico sean suaves y no generen pérdidas de bienestar para las personas afectadas. Por ejemplo, sabemos desde hace tiempo que un problema crónico de los programas focalizados es que generan incentivos a trabajar en la informalidad. Debemos revisar la coherencia de los distintos instrumentos.
Otro punto importante refiere a la negociación colectiva y a la democratización de las empresas, que fue lo que ya conversamos, y a cómo los trabajadores expuestos a estos procesos pueden capacitarse y reasignarse a otras tareas u ocupaciones. Ahí los sistemas de representación de los trabajadores a nivel de empresa han tenido un rol muy importante al permitir compartir los beneficios del proceso. Las nuevas tecnologías muchas veces requieren modificar los sistemas de trabajo y cambios organizacionales complementarios para realizar su potencial de mayor productividad. Esto requiere movilizar el conocimiento productivo de los trabajadores en las empresas y mayor participación. Es fascinante ver la convergencia que se da en los países nórdicos, hacia fines de los 70, en las discusiones sobre la automatización, el diseño de los puestos de trabajo, la participación de los trabajadores y la cogestión de las empresas. Comenzaron a moldear el futuro del trabajo hace 40 años.
¿Qué son y qué pasa con las tecnologías “ni fu ni fa”?
El término es de Daron Acemoğlu y Pascual Restrepo (“so-so technologies”); refiere a tecnologías que desplazan trabajadores sin generar incrementos de productividad importantes. Son rentables para las empresas, pero destruyen empleos sin generar aumentos de productividad suficientes para compensar los costos sociales asociados. Los autocajeros son el ejemplo clásico.
En algunos casos puede haber beneficios para los consumidores, menores precios. Pero no siempre esos beneficios están claros, y si el proceso de incorporación de tecnología está exclusivamente orientado por el mercado y el cálculo privado, podemos experimentar problemas. Es una suerte de falla de mercado, donde las empresas en sus decisiones no internalizan algunos costos sociales. Ahí la política pública, incluyendo los sistemas tributarios, debe orientar los incentivos privados hacia aquellas elecciones tecnológicas que generen mayores beneficios sociales.
¿Cómo confluyen las dinámicas de la pandemia y del cambio tecnológico?
Parece claro que habrá cierta inercia hacia una mayor incidencia del teletrabajo en las economías pospandemia, dado que trabajadores y empresas han experimentado y encuentran que tiene sus ventajas. Eso plantea nuevos desafíos regulatorios sobre temas vinculados a la salud laboral, condiciones de trabajo, privacidad, el derecho a desconectarse, reparto de los costos asociados al teletrabajo, etcétera.
Tanto la pandemia como la automatización tienen la potencialidad de generar en la sociedad nuevas demandas redistributivas y de aseguramiento social. Estamos viviendo un momento donde se han generalizado determinados riesgos sociales. Ya no es que la posibilidad de perder el empleo o sufrir una contingencia que nos desvíe de nuestra trayectoria productiva sea algo que afecte sólo a algunas personas o grupos. Estamos todos en el mismo barco. Esto puede volver a alimentar demandas para estructurar sistemas de protección social mucho más potentes. Pensar cómo se puede estructurar y dar respuesta a esas demandas para aumentar el bienestar y promover sociedades más igualitarias es un desafío político, intelectual y técnico significativo.