Sin lugar a dudas, la propuesta de resolución presentada por el canciller Francisco Bustillo y la ministra Azucena Arbeleche en el Consejo del Mercado Común es ambiciosa. Encarga al Grupo Mercado Común la elaboración, con prioridades, objetivos y plazos, de un Plan de Negociaciones Externas con el mundo y sus alrededores, clasificado en cuatro categorías de países (artículos 5 y 6); luego plantea que los socios podrán negociar de a dos o más estados parte y que cada uno podrá avanzar con base en ofertas, plazos y ritmos ad hoc (art 7), y concluye con que, si las prioridades de algún Estado parte no se ven contempladas en el Plan de Negociación (o si este no fuera presentado o aprobado oportunamente), el insatisfecho podrá iniciar negociaciones individualmente (artículos 8 y 9), extendiendo a sus socios del Mercosur las ventajas eventualmente obtenidas, según la cláusula de Nación Más Favorecida (artículo 10).
Se trata de una especie de “divorcio express” de esa “unión aduanera” tan, pero tan sui géneris (que ya ni siquiera puede definirse como “imperfecta”, de tanto que lo es) que proclama ser el Mercosur.
Disrupción
Más que “ambiciosa”, la propuesta de Uruguay es, en verdad, disruptiva. Especialmente si fuera el propio Brasil quien decidiera lanzarse, por sí y ante sí, en la carrera. En cuyo caso, además de una verdadera redefinición del Mercosur, se podría poner a prueba el real interés como interlocutor comercial de Uruguay individualmente considerado, con lo que se corre el riesgo de concretar aquella sabia advertencia de “ten cuidado con lo que deseas”.
En cualquier caso, una inquietante incógnita detrás de la iniciativa de Uruguay del pasado 26 de abril es, precisamente, si existen países interesados en negociar individualmente con nuestro país.
A no ser, claro está, que en algún ámbito del gobierno se haya definido que lo que verdaderamente interesa es una mejora en el acceso de los productos agropecuarios –es decir, alguna combinación, más o menos precisa, de eliminación o baja de aranceles para cierto número de toneladas–, a cambio de lo cual se esté dispuesto a aceptar aquel texto (“acuerdo”) que la contraparte considere pertinente.
Y sí, la potencia de los intereses agropecuarios (y sus estrechos vínculos políticos y sociales con el gobierno), la debilidad de las comunicaciones públicas de la Cancillería (véase la presentación realizada en la Comisión de Relaciones Internacionales de Diputados)1 y la falta de conocimiento acerca de alguna clase de “estrategia de inserción” en la que se esté trabajando a niveles de gobierno no ayudan a responder la inquietante cuestión acerca de cuál sería, concretamente, la estrategia y quiénes serían los interlocutores a los que se apunta. Por aquello de que “se precisan dos para el tango, vio” (dijera Batlle, Jorge).
Y ello sin evaluar si dicho interés de acordar con Uruguay se mantendría en caso de entrar, por aquello de que los divorcios suelen ser más complicados que lo que aparentan, en alguna clase de conflicto de intensidad variable con los vecinos. Difícil pretender fungir de “puerta de entrada a la región” en caso de puentes cortados o, más actualmente, de canales portuarios sin dragar.
A decir verdad, a ciertos niveles de gobierno, y en cierto grupo de consultores multiterreno, parecería imperar la fantasía de que sería muy sencillo mantener todas las ventajas, es decir las preferencias comerciales de pertenecer al Mercosur, mientras que se obtienen otras aún mayores en la ¿rápida y sencilla? negociación con esa larga y misteriosa lista de países interesados en negociar individualmente con nosotros.
Causa un poco de inquietud, además, escuchar que se sostiene, como si las negociaciones comerciales fueran un juego, que todo aquello se podría hacer reservadamente y, a lo sumo, comunicar las exitosas negociaciones una vez concluidas, junto con alguna clase de pedido de perdón o disculpas.
Mismos problemas, nuevos tiempos
Lo cierto es que, ante las insuficiencias de la integración y las dificultades para concretar una mejor inserción como bloque, los gobiernos de Uruguay llevan mucho tiempo planteando a sus socios la necesidad de tener mayores márgenes para concretar mejoras en su inserción extrarregional (ver la propuesta “Uruguay y el Mercosur” del gobierno de Tabaré Vázquez en 2006).2:
Y, mientras tanto, en el resto del mundo se han ido desplegando acuerdos bilaterales o plurilaterales entre países que se otorgan recíprocamente preferencias comerciales, a la vez que armonizan las reglas de acceso y circulación de bienes, servicios e inversiones entre ellos.
En lo anterior reside una de las principales fuentes de preocupación, que estriba en que países rivales, en términos de la oferta exportable (típicamente de productos de base agropecuaria), mejoran gradualmente su acceso en mercados comunes, mientras que Uruguay, y los restantes países del Mercosur, miran tal proceso “con la ñata contra el vidrio”, debiendo incorporar, sin otra opción, las crecientes desventajas a sus ofertas.
En realidad, la preocupación debería ser aún mayor. En ausencia de una vigorosa resurrección del multilateralismo (la que aún no está en agenda, a pesar de las legítimas expectativas generadas desde que Estados Unidos volvió a contar con un liderazgo razonable), el letargo negociador del Mercosur tiene otras consecuencias para sus integrantes.
La construcción de vínculos entre los sectores económicos nacionales y sus redes empresariales, con las diferentes cadenas de valor regionales y globales, que los acuerdos pueden facilitar y potenciar (según cómo se negocien), se ve debilitada en sus posibilidades. Y ello fragiliza, a su vez, la siempre presente aspiración a la diversificación productiva y el agregado de valor en las producciones locales conectadas a las citadas cadenas.
De hecho, quienes se oponen a toda clase de acuerdos deberían considerar que tal estado de situación únicamente coadyuva a que la oferta exportable se concentre aún más en aquellos sectores “naturalmente” más competitivos, es decir los agroexportadores.
Es más complejo
La historia no es, sin embargo, tan lineal como algunos la cuentan. De la mano, urbi et orbi, de la insatisfacción creciente de los ciudadanos con los resultados de la globalización (incluyendo aquella formateada por acuerdos que concretan reglas de juego de inspiración desreguladora y, más en general, neoliberal) y, ahora, acelerada por las nuevas realidades que impone la maldita pandemia, soplan otros vientos.
Vientos, y más concretamente agendas y políticas, que impulsan un cierto redespliegue nacional de la producción, o más bien de aquellos “eslabones” de cadenas globales de valor juzgados por los gobiernos como “estratégicos” (basta escuchar a Biden, Macron y Merkel, y analizar las políticas productivas que comienzan a desplegarse en Estados Unidos y la Unión Europea). En el mismo sentido, se fortalecen tendencias proteccionistas en el plano comercial, fundamentadas en que los impulsos fiscales que los gobiernos despliegan beneficien directamente a las redes de producción nacionales y generen empleos a nivel local.
Por si fuera poco, los gobiernos deben gestionar los impactos de las tecnologías, y de la economía digital, sobre el mundo de la producción y el trabajo, una tendencia existente previa a la pandemia, pero acelerada y potenciada por esta. A lo que se agrega el problema ambiental, con el consiguiente conjunto de regulaciones y políticas productivas asociadas.
Es con todos estos factores y tendencias que debería “dialogar”, y lidiar, la agenda de negociaciones externas del Mercosur. O, en su defecto, la de sus países individualmente considerados.
Dos “bajadas a tierra” al “Mercosur realmente existente” vinculadas a las tendencias descriptas anteriormente. Es razonable discutir si es oportuno rebajar “unilateralmente” el arancel externo común (AEC) transitando un intenso proceso negociador. Lo que no parece razonable es plantear que dos sucesivas y espaciadas rebajas lineales y uniformes de 10% del AEC suponen una desprotección inadmisible sobre una supuestamente incipientemente potente “industria naciente” brasileña y argentina. La cerrada negativa argentina a considerar tal rebaja, pasando a esquemas de grupos de productos con rebajas diferenciadas, luce digna de otra clase de escenarios de apertura, de magnitudes y consecuencias que no son las planteadas.
En otro sentido, la esperanza de la ratificación y la implementación del ya negociado Acuerdo Mercosur-Unión Europea parece disiparse, con la consiguiente frustración de una herramienta que, más allá de concretar preferencias comerciales en uno y otro sentido, tiene la potencialidad de contribuir decisivamente en el cada vez más necesario “emprolijamiento” de las propias reglas de juego del Mercosur. Es que, más allá de las declaraciones del gobierno brasileño en el sentido de aceptar un protocolo adicional en temas ambientales, difícilmente los gobiernos europeos, y sus sociedades, acepten acordar con una administración conducida por Jair Bolsonaro.
Más y mejor participación
“Los Estados Partes deciden constituir un Mercado Común, que deber estar conformado al 31 de diciembre de 1994, el que se denominará ‘Mercado Común del Sur’”, rezaba el artículo 1 del Tratado de Asunción. En el mismo artículo se desarrollaba lo que ello implicaba en relación con la libre circulación de bienes, servicios y factores productivos, el establecimiento de un arancel externo común, la adopción de una política comercial común y la coordinación de políticas macroeconómicas y sectoriales, entre otros aspectos.
La plegaria, es decir la conformación de un “mercado común” para el 31 de diciembre de 1994, no fue, como se sabe, escuchada, así como tampoco otros tantos aspectos. La obligación de la negociación comercial conjunta, con alguna escasa excepción, fue, sin embargo, mantenida. La propuesta de Uruguay, de adoptarse, acaba con tal obligación, y para todos. Y, de no adoptarse, significará también una nueva etapa.
Quizás todo termine en alguna clase de “flexibilidad autocontenida” que le permita a Uruguay iniciar, durante un espacio de tiempo acotado, algunas negociaciones de forma individual.
Para las concepciones políticas y económicas progresistas, el desafío parece ser asumir las carencias del proceso de integración –incluso aquellas que se manifestaron durante el llamado “período progresista” en la región, y que dejaron un legado tan frágil en materia productiva e institucional– y entender plenamente la necesidad de mejorar la inserción económica del país sin contribuir a que se generen dinámicas de conflicto entre los socios y evitando que se incorporen formatos que dificulten las posibilidades de la integración, y del propio desarrollo económico.
En todo caso, la inserción económica del país es un tema demasiado serio como para que no se debata y se defina con la participación política y social más amplia posible. Lo que aún no ha sucedido.