La diversidad como problema
Como advirtió Diane Coyle, profesora de la Universidad de Cambridge, “no es posible hacer buena ciencia social siendo tan poco representativos de la sociedad”. Si bien se refería al déficit de mujeres dentro del mundo académico de la economía, la afirmación se sostiene en un sentido más amplio. Pero vamos por partes.
Claudia Goldin, la renombrada catedrática de Harvard que impulsó un programa específico para incentivar la especialización de las mujeres en este campo, llamó a esto la “demográfica de la economía”, que tiene que ver con cómo los economistas “nacen” cuando comienzan sus estudios universitarios, cómo se convierten en estudiantes graduados y cómo persisten luego en un campo u otro de la disciplina.
La característica saliente de esta demografía es la elevada “mortalidad” femenina, que se manifiesta tempranamente dentro de este singular ciclo de vida. “Hay dos hombres por cada doctora, tres hombres por cada profesora asistente y profesora asociada, y seis hombres por cada profesora titular. La fracción femenina entre los profesores titulares más que se duplicó en los últimos 20 años (pasó de 6% a 14%), pero para los estudiantes universitarios la proporción de hombres y mujeres realmente no ha cambiado mucho” (dos tercios, un tercio).
Esto es problemático desde diversos puntos de vista y por múltiples razones. “Una razón es que los economistas y las economistas parecen tener intereses diferentes, como evidencian sus campos de especialización”. Según su investigación, las mujeres se han inclinado más hacia campos como el trabajo, la educación, la salud y la organización industrial, y menos hacia la macroeconomía, la econometría y las finanzas.
Por este motivo, la “creación de conocimiento” y el “mundo de las ideas” serían muy diferentes con menos mujeres.1 ¿Cómo se habrían desarrollado estos campos en su ausencia? ¿Cuánto más se habrían desarrollado si la “mortalidad” femenina no fuera tan alta? ¿Qué otros campos podrían haberse desarrollado en ausencia de esta asimetría histórica? No lo sabemos.
Pero el problema de la representatividad no se agota ahí, como alertó recientemente el economista turco Dani Rodrik.2 Según él, “aunque los economistas finalmente están abordando los desequilibrios raciales y de género dentro de la profesión, otra fuente clave de conocimiento y percepción permanece ausente de la discusión: la falta de voces fuera de América del Norte y Europa”.
Para desarrollar su argumento toma como punto de partida la importancia que tuvo para Joseph Stiglitz su extensa estadía en Kenia, y los problemas y “rarezas” a las que se enfrentó analizando la economía local, particularmente la aparcería (sharecropping). En palabras del propio Stiglitz: “El tiempo que pasé en Kenia fue fundamental para el desarrollo de mis ideas sobre la economía de la información”. Y el desarrollo de estas ideas fue fundamental para el desarrollo de la ciencia económica, motivo por el cual recibió el Premio Nobel en el año 2001.
También destaca la importancia que tuvo para Albert Hirschman su experiencia en Nigeria estudiando el monopolio público del transporte, que fue el germen de su “fenomenal e influyente” libro Exit, Voice, and Loyalty, publicado en 1970. Si bien Hirschman no ganó un Premio Nobel, dicen que lo tenía más que merecido.
Estas historias, según Rodrik, “dan fe del valor de poder ver el mundo en toda su variedad”, porque “las ciencias sociales se enriquecen cuando el conocimiento recibido se enfrenta a comportamientos o resultados anómalos en entornos desconocidos, y cuando se considera plenamente la diversidad de circunstancias locales”.
Sin embargo, esto no es algo que suceda con frecuencia. De acuerdo a una investigación reciente, cerca de 90% de los autores que publicaron en las ocho revistas académicas principales tienen sede en Estados Unidos y Europa.
Siendo que estos países representan solamente un tercio del PIB mundial, “la concentración extrema no puede explicarse totalmente por la insuficiencia de recursos o por una menor inversión en educación y capacitación en el resto del mundo, aunque estos factores seguramente desempeñen algún papel”.
A modo ilustrativo, Rodrik llama la atención sobre el caso del sudeste asiático. Pese a que también genera un tercio de la producción mundial, sus economistas contribuyeron con menos de 5% al acervo de artículos publicados en las principales revistas arbitradas.
¿Qué es lo que sucede entonces? Que el acceso a las redes adecuadas es clave para la “generación y difusión del conocimiento” y que la atención que pueda suscitar una investigación depende críticamente de que “el autor haya ido a las escuelas adecuadas, conozca a las personas adecuadas y viaje dentro del circuito de conferencias adecuado”.
Es cierto que la “economía se ha vuelto más internacional” y que los profesionales nacidos en países emergentes y en desarrollo representan una proporción cada vez mayor dentro de los departamentos de economía y de las redes de investigación en Estados Unidos y Europa. Sin embargo, también es cierto que eso no sustituye “el conocimiento y la percepción locales” y que los economistas nacidos en el extranjero terminan siendo absorbidos por un “entorno intelectual dominado por los problemas y las preocupaciones de los países ricos”.
Las experiencias de Stiglitz y de Hirschman son excepciones, accidentes fortuitos cuya replicabilidad es limitada. Y si bien “la economía atraviesa actualmente un período de examen de conciencia con respecto a sus desequilibrios raciales y de género”, la diversidad geográfica permanece al margen de la discusión. De esta manera, “la economía no será una disciplina verdaderamente global hasta que no hayamos abordado también este déficit”.
Y si no logra convertirse en una disciplina verdaderamente global, diversa e inclusiva, poco podrá hacer para enfrentar los enormes desafíos que legará la pandemia. En definitiva, una pandemia tensiona al máximo el problema político de la humanidad, que según John Maynard Keynes consiste en combinar tres principios: eficiencia económica, justicia social y libertad individual.
Además, todavía no tenemos claro cuál será efectivamente ese legado, porque la cosa pinta para largo. Como señalaba esta semana Michael Spence, quien casualmente compartió con Stiglitz el Premio Nobel en 2001, el mundo de hoy luce muy distinto al de hace tres meses, cuando la “economía global parecía ir camino a una recuperación relativamente robusta”.3
La variante Delta se está propagando rápidamente y la “cadena de suministro de las vacunas está fallando”, principalmente porque los países desarrollados tienen contratos para adquirir más dosis que las que necesitan. Eso alarga la cola y profundiza las vulnerabilidades de los países emergentes y en desarrollo, que, partiendo de situaciones más frágiles, han tenido menos espalda para amortiguar los golpes.
Y esa no es la única cadena que está fallando. “Las cadenas de suministro globales se han visto más alteradas que lo que se pensaba en un principio. Hoy es evidente que la escasez que resultó de ello no va a desaparecer en el corto plazo”. Es más, estas alteraciones “todavía no se entienden del todo bien y probablemente sean difíciles de revertir”. Pero eso no es todo. Si la historia sirve de lección, la resaca de la pandemia podría extenderse durante años, proyectando una “larga sombra de inestabilidad social”.4
En definitiva, la superación de este atípico accidente, que puso en entredicho muchos paradigmas y preconceptos de la disciplina, demandará una cuota importante de creatividad e innovación; será necesario “pensar fuera de la caja”, como dicen algunos. Elevar la amplitud de miradas, integrando la mayor cantidad de perspectivas posibles, podría contribuir a tales efectos.
La diversidad como solución
El problema es que no es sólo la pandemia y sus disrupciones lo que desafía al futuro, sino la conjunción de otras transformaciones que la anteceden y que se retroalimentan a partir de ella. Antes de escuchar hablar del coronavirus, el mundo ya estaba siendo atravesado por la cuarta revolución industrial, un cambio estructural profundo que afecta, para bien y para mal, la organización del sistema económico, social y político.
Paralelamente, el avance de la globalización en las últimas décadas generó crecientes tensiones entre los ganadores y los perdedores del proceso. Estas tensiones dificultaron la conducción política y económica y tuvieron importantes implicancias sociales. Los beneficios de la integración mundial no derramaron por igual, y eso generó un descontento que luego fue alimentado por dos grandes crisis y capitalizado inteligentemente por una clase particular de líderes políticos.
Los auges populistas, el nacionalismo, la polarización y el proteccionismo son todos hijos de este fenómeno. Por si eso fuera poco, como telón de fondo, la disputa hegemónica entre Oriente y Occidente continúa escalando. Un mundo bipolar y conflictivo difícilmente contribuya a mejorar las cosas.
Como advirtió Enrique Iglesias hace un mes: “El mundo del futuro no va a ser un mundo más libre, como el que queremos tener. Me preocupa un poco el conflicto entre las grandes potencias y es muy posible que haya que defender un poco ese ideal en el futuro, porque va a ser un mundo más interferido por estos conflictos. Si realmente no se dirimen en torno a una mesa negociadora, el mundo que vendrá puede ser más cerrado”.5
Más cerrado, menos cooperante y también más caliente. Según Spence, el “desenlace más llamativo de los últimos tres meses ha sido el drástico incremento en la frecuencia, la gravedad y el alcance global del clima extremo”. A comienzos de agosto el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático publicó su último informe, que fue definido como “un código rojo para la humanidad”; “las alarmas son ensordecedoras y la evidencia es irrefutable”.
Sobre esto había advertido la semana pasada Marcelo Caffera desde su cuenta de Twitter: “La temperatura global de la Tierra en julio de 2021 fue la más alta de las registradas en cualquier mes de los últimos 142 años”.
Según señaló, hay “récords de temperaturas en British Columbia, inundaciones en Alemania, Bélgica, China, Nigeria, Pakistán, Bangladesh, incendios en Turquía, Grecia, Chipre y Siberia, olas de calor más largas que las normales en Israel, nieve en Brasil... Quizás, por primera vez, si miramos el planeta en su conjunto, la cantidad de eventos extremos parece empezar a derrotar el argumento (cierto) de que un evento no demuestra cambio climático. La nueva normalidad no solamente tiene que ver con el coronavirus”.
Abordar cualquiera de estos fenómenos implica, por sí solo, un desafío titánico. Si se toman conjuntamente, porque conjuntamente están ocurriendo, resulta hasta difícil encontrar calificativos adecuados para dimensionar la magnitud del problema. Estamos ante una colisión de cambios estructurales con el potencial de marcar una era.
Y una cosa es lidiar con una era de cambios, pero otra muy distinta es lidiar con un cambio de era. Para lidiar con un cambio de era, asumo de atrevido, se necesita repensar capacidades, rediseñar herramientas y, por qué no, repensar algunas de las preguntas fundamentales que nos formulamos desde la disciplina como directriz de la acción. En definitiva, requiere barajar y dar de nuevo, pero agregando más cartas al mazo.
De ahí la importancia de promover un abordaje disciplinario más amplio y diverso, que integre las visiones que históricamente han sido omitidas o marginadas.
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“Why are there so few women economists?”, Chicago Booth Review. ↩
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“Economics Has Another Diversity Problem”, Project Syndicate. ↩
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“A World of Heat and Headwinds”, Project Syndicate. ↩
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“La resaca de las pandemias: consecuencias y posibilidades de construir futuro”, la diaria. ↩
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“Las tres fortalezas históricas de Uruguay y cómo mantenerlas a futuro según Enrique Iglesias”, El Observador. ↩