La economía global ha sufrido dos shocks negativos importantes del lado de la oferta, primero por la pandemia de la covid-19 y ahora por la invasión de Ucrania por parte del presidente ruso, Vladimir Putin. La guerra ha alterado aún más la actividad económica y ha resultado en una mayor inflación, porque sus efectos de corto plazo en la oferta y los precios de las materias primas se han combinado con las consecuencias del excesivo estímulo monetario y fiscal en todas las economías avanzadas, especialmente Estados Unidos, pero también en otras.
Dejando de lado las profundas ramificaciones geopolíticas a largo plazo de la guerra, el impacto económico inmediato se ha producido en forma de precios más elevados de la energía, los alimentos y los metales industriales. Esto, junto con alteraciones adicionales en las cadenas de suministro globales, ha exacerbado las condiciones estanflacionarias que surgieron durante la pandemia.
Un shock negativo estanflacionario del lado de la oferta les plantea un dilema a los banqueros centrales. Como a ellos les interesa anclar las expectativas de inflación, necesitan normalizar rápidamente la política monetaria, aunque eso conduzca a una mayor desaceleración y posiblemente a una recesión. Pero como también les preocupa el crecimiento, necesitan proceder a paso lento con la normalización de las políticas, aunque eso amenace con desanclar las expectativas de inflación y con desatar una espiral de precios y salarios.
Los responsables de las políticas fiscales también enfrentan una decisión difícil. En presencia de un shock negativo persistente del lado de la oferta, aumentar las transferencias o reducir los impuestos no es óptimo, porque impide que la demanda privada caiga en respuesta a la reducción de la oferta.
Afortunadamente, los gobiernos europeos que hoy quieren aplicar un mayor gasto en defensa y descarbonización pueden contar estas formas de estímulo como inversiones –y no como un gasto actual– que reducirían con el tiempo los cuellos de botella de la oferta. Aun así, cualquier gasto adicional aumentará la deuda y se sumará a la respuesta excesiva a la pandemia, que acompañó una gigantesca expansión fiscal con relajación monetaria y monetización de facto de las deudas contraídas.
Sin duda, ahora que la pandemia ha cedido (al menos en las economías avanzadas), los gobiernos se han embarcado en una consolidación fiscal muy gradual, y los bancos centrales han dado inicio a programas de normalización de las políticas para frenar la inflación de precios e impedir que se desanclen las expectativas de inflación. Pero la guerra en Ucrania ha introducido una nueva complicación ahora que las presiones estanflacionarias son mayores.
La coordinación fiscal y monetaria fue el sello distintivo de la respuesta a la pandemia. Pero ahora, mientras que los bancos centrales se han aferrado a su flamante postura de línea dura, las autoridades fiscales han implementado una relajación de las políticas (como créditos fiscales y reducción de los impuestos a los combustibles) para aliviar el golpe generado por el alza de los precios de la energía. Así, la coordinación parece haber dado lugar a una división del trabajo: los bancos centrales se ocupan de la inflación y las legislaturas abordan las cuestiones de crecimiento y oferta.
En principio, la mayoría de los gobiernos tienen tres objetivos económicos: sustentar la actividad económica, garantizar la estabilidad de precios y mantener bajo control las tasas de interés de largo plazo o los spreads soberanos a través de una monetización persistente de la deuda pública. Un objetivo adicional es geopolítico: a la invasión de Putin hay que enfrentarla con una respuesta que castigue a Rusia y al mismo tiempo disuada a otros de considerar actos similares de agresión.
Los instrumentos para llevar adelante estos objetivos son la política monetaria, la política fiscal y los marcos regulatorios. Cada uno se utiliza, respectivamente, para hacer frente a la inflación, sustentar la actividad económica y aplicar sanciones. Asimismo, hasta hace poco, las políticas de reinversión y los flujos de capital hacia activos más seguros habían mantenido bajas las tasas de interés a largo plazo al seguir ejerciendo una presión a la baja sobre los rendimientos de los bonos del Tesoro de Estados Unidos y alemanes a diez años.
Debido a esta confluencia de factores, el sistema ha alcanzado un equilibrio temporario, donde cada uno de los tres objetivos se puede abordar en parte. Pero señales recientes del mercado –el significativo aumento de las tasas de interés de largo plazo y los diferenciales en la zona del euro– sugieren que esta combinación de políticas terminará siendo inadecuada y producirá nuevos desequilibrios.
En un escenario de esas características, todos los responsables de las políticas tomarían conciencia de las limitaciones de sus propias herramientas.
Un estímulo fiscal adicional y las sanciones a Rusia pueden alimentar la inflación, echando por la borda en parte los esfuerzos de los responsables de las políticas monetarias. Asimismo, la intención de los bancos centrales de domar la inflación a través de tasas de política más altas se tornará inconsistente con políticas de balances acomodaticias, y esto podría resultar en tasas de interés de más largo plazo y diferenciales soberanos más altos. De hecho, ya están subiendo marcadamente.
Los bancos centrales tendrán que seguir haciendo malabares con los objetivos incompatibles de domar la inflación y, al mismo tiempo, mantener bajas las tasas de largo plazo (o los diferenciales dentro de la eurozona) a través de políticas de mantenimiento de balances. Y mientras tanto los gobiernos seguirán alimentando las presiones inflacionarias con estímulo fiscal y sanciones persistentes.
Con el tiempo, las políticas monetarias más ajustadas pueden causar una desaceleración del crecimiento o directamente una recesión. Pero otro riesgo es que la política monetaria esté restringida por la amenaza de una trampa de deuda. Ahora que los niveles de la deuda privada y pública están en picos históricos como porcentaje del PIB, los banqueros centrales pueden implementar una normalización de las políticas hasta ahí nomás sin correr el riesgo de una crisis financiera en los mercados de deuda y bursátiles.
En ese momento, los gobiernos, bajo presión de los ciudadanos disgustados, pueden verse tentados de salir al rescate con topes de precios y salarios y controles administrativos para domar la inflación. Estas medidas resultaron un fracaso en el pasado (causando, por ejemplo, racionamiento) –sobre todo en los estanflacionarios años 1970–, y no hay motivos para pensar que esta vez sería diferente. En todo caso, algunos gobiernos empeorarían aún más las cosas, por ejemplo, si vuelven a introducir mecanismos de indexación automática de los salarios y las pensiones.
En un escenario de esas características, todos los responsables de las políticas tomarían conciencia de las limitaciones de sus propias herramientas. Los bancos centrales verían que su capacidad de controlar la inflación está circunscripta por la necesidad de seguir monetizando las deudas pública y privada. Y los gobiernos verían que su capacidad para mantener las sanciones contra Rusia está limitada por los impactos negativos en sus propias economías (en términos tanto de actividad general como de inflación).
Hay dos desenlaces posibles. Los responsables de las políticas pueden abandonar uno de sus objetivos, lo que conduciría a una mayor inflación, un menor crecimiento, tasas de interés de largo plazo más altas o sanciones más blandas –acompañados quizá por índices bursátiles más bajos–. Alternativamente, los responsables de las políticas pueden decidir alcanzar cada objetivo sólo en parte, lo que derivaría en un resultado macro insuficiente de mayor inflación, menor crecimiento, tasas de interés de largo plazo más altas y sanciones más blandas –con índices bursátiles más bajos y monedas fiduciarias degradadas y luego en alza–. Como sea, los hogares y los consumidores se verán afectados, y esto tendrá implicancias políticas en el futuro.
Nouriel Roubini, profesor emérito de Economía en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York, es economista jefe en Atlas Capital Team. Brunello Rosa, CEO de Rosa & Roubini Associates, es profesor visitante en la Universidad Bocconi. Copyright: Project Syndicate, 2022. www.project-syndicate.org