¿Por qué sobrevaluamos algo sólo por el hecho de poseerlo? ¿Qué efecto tiene la palabra “gratis” en nuestras preferencias? ¿Por qué procrastinamos cada vez más? ¿Por qué somos felices al hacer algunas cosas, pero ya no lo somos cuando se nos paga por hacerlas? ¿Por qué creemos que una pastilla más cara nos va a curar mejor que una más barata?

Esas son algunas de las interrogantes que busca responder Dan Ariely, doctor en Psicología Cognitiva y en Administración de Empresas. En su libro Previsiblemente irracional, el autor aborda múltiples cuestiones, como la de la falacia de la oferta y la demanda, el costo del “costo cero”, el efecto emocional sobre la toma de decisiones, el problema de la procrastinación y el efecto de las expectativas. Todo ello a través de un menú de investigaciones empíricas que parece interminable. El libro fue publicado en 2008 y se transformó en un best-seller internacional, y hoy se considera uno de los libros fundacionales de la economía comportamental.

Para entender los aportes de esta rama de la economía cada vez más popular es importante abordar sus diferencias con la teoría económica tradicional. Según los supuestos que utiliza la teoría tradicional, todas las decisiones de los seres humanos son racionales, utilizan toda la información necesaria y están motivadas por un cálculo preciso sobre el valor que tienen las cosas y la cantidad de utilidad que es probable que produzcan.

Esta es justamente una de las grandes diferencias con la economía del comportamiento, que asume que los individuos son susceptibles a influencias irrelevantes de su entorno, emociones, miopía y otro tipo de factores. Lo positivo de este enfoque es que reconocer estos errores o desvíos representa una oportunidad de mejora. En efecto, este tipo de comportamiento irracional no es aleatorio ni carece de sentido. Por el contrario, se da de forma sistemática y, al repetirse una y otra vez, se convierte en predecible.

La palabra “gratis” y su efecto emocional

Uno de los experimentos más llamativos y sorprendentes presentados por Ariely, Mazar y Shampanier1 (2007) busca demostrar que cuando nos enfrentamos a la decisión de elegir entre dos o más productos y uno de ellos es gratis, los beneficios asociados a este último son mayores que los que se desprenden del clásico análisis costo-beneficio que una persona haría entre productos con costo. Para entenderlo mejor, consideremos el experimento realizado por los investigadores, que consiste en ofrecer a los individuos dos opciones de chocolate, uno más caro y otro más barato, con sus precios y marca a la vista. El precio inicial del chocolate caro es 15 centésimos y el del barato es apenas 1 centésimo. Frente a esta situación, 73% de las personas eligieron tomar el chocolate caro y 27% optaron por el chocolate barato. Hasta ahí nada sorprendente: las personas sabían la diferencia de calidad y tenían una idea del valor de mercado.

¿Pero qué pasa cuando los investigadores reducen el precio de cada chocolate en un centésimo? Es decir, cuando el chocolate caro baja a 14 centésimos y el chocolate barato pasa a ser gratis. Las preferencias de los consumidores cambian drásticamente: 69% ahora prefiere el chocolate barato y sólo 31% prefiere el caro. ¿Qué fue lo que pasó? La calidad de los chocolates sigue siendo la misma y la reducción del precio fue de igual proporción para ambos. Según la teoría económica tradicional, el análisis costo-beneficio indicaría que la reducción del precio no debería inducir cambios en el comportamiento de los individuos.

¿Cuál sería entonces la explicación de este tipo de comportamiento? ¿Por qué hay una suerte de irracionalidad cuando algo es gratis y nos conduce a elegir algo que en principio no elegiríamos? Según Ariely, la respuesta sería la siguiente: todas las transacciones tienen un lado positivo y un lado negativo, y al entrar en juego el componente gratuito, tendemos a olvidar el lado negativo, la posible pérdida. La palabra “gratis” tiene una carga emocional que nos hace percibir que algo tiene más valor que el que realmente tiene. En otras palabras, el experimento demuestra que, si bien somos irracionales, también somos predecibles en nuestra irracionalidad.

Otro caso interesante que demuestra la influencia que tiene la palabra “gratis” sobre nuestro comportamiento tiene que ver con Amazon y ocurrió hace unos años. La empresa comenzó a ofrecer envíos gratis cuando los productos superaban cierto importe, es decir, si uno compraba un libro por 16,95 dólares terminaba pagando 3,95 adicionales de envío, pero si se utilizaba la promoción para comprar otro libro (que quizás no estaba buscando), el monto aumentaba y el envío de ambos artículos pasaba a ser gratis. Esto representó un éxito comercial para Amazon y uno de sus primeros aciertos en su proceso de expansión. Sin embargo, había un país donde las cifras de ventas no crecían, sino que retrocedían: Francia. ¿Qué estaba pasando? ¿Los franceses eran más racionales que el resto de los habitantes del mundo?

Lo que sucedió fue que, en la división francesa, en lugar de enviar los productos de manera gratuita cuando superaban cierto monto, decidieron cobrar un franco por el envío, tan sólo uno. Eso llevó a las personas a no comprar el libro adicional, ya que no contemplaba la promoción del envío gratuito, más allá de que terminarían pagando menos por un libro adicional más ese franco extra de envío. Los franceses estaban reaccionando frente a otra oferta. Por lo que, una vez alertado sobre lo que estaba pasando, Amazon modificó su promoción en Francia y las cifras de ventas repuntaron como en el resto de los países.

¿Por qué procrastinamos cada vez más? ¿Podemos evitarlo?

Otro experimento interesante realizado por Ariely junto con su colega Klaus Wertenbroch2 (2002) tiene que ver con una palabra cada vez más común en los tiempos que corren: “procrastinación”. El lunes empiezo la dieta, el martes empiezo el gimnasio, el mes que viene empiezo a ahorrar y así sucesivamente. Los investigadores tomaron tres clases diferentes que dictaban en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y en cada una de ellas se les presentaron tres opciones diferentes para entregar los tres trabajos escritos que debían presentar en el marco de un curso de 12 semanas.

A los del primer curso Ariely les comunicó que no había un plazo específico para entregar esas tres tareas, pero sí les pedía que indicaran en qué semana se comprometían a entregar cada una de ellas; por ejemplo: “Me comprometo a entregar la tarea 1 en la semana 4, la tarea 2 en la semana 8 y la tarea 3 en la semana 12”. Un estudiante rápido de reflejos le indicó que, con ese esquema, el incentivo para ellos sería establecer el plazo de entrega de las tres tareas en la última fecha posible. El profesor le indicó que no había problema.

A los del segundo curso se les dijo que no debían elegir fecha de entrega para presentar los trabajos, sólo debían entregarlos el último día de clases. Podían entregarlos antes, pero eso no tendría ningún beneficio. Por último, a los estudiantes del tercer curso se les presentó una alternativa un poco más dictatorial: los tres trabajos debían ser entregados cada cuatro semanas.

¿Qué curso obtuvo las mejores notas? ¿El primero, que tuvo cierta flexibilidad, el segundo, que tuvo absoluta flexibilidad, o el tercero, que enfrentó plazos fijos inmodificables? Según los resultados, las notas más altas correspondieron a este último. En segundo lugar quedaron los estudiantes que gozaron de cierto margen de flexibilidad (primer curso) y en último lugar terminaron los del segundo curso, que no tenían restricción ni pauta alguna. En efecto, los estudiantes, y todos los seres humanos, tendemos a procrastinar. Por eso, restringir de cierta manera esa libertad y darles herramientas para ello ofrecen la mejor cura contra la procrastinación.

¿Por qué sobrevaluamos algo sólo por el hecho de poseerlo?

Otro aspecto que explora Ariely en su libro refiere a la existencia de un efecto emocional que nos conduce a atribuirles un valor más alto a determinados bienes sólo por el hecho de poseerlos. Esto es lo que se conoce como “efecto dotación” (ver Kahneman, Knetsch y Thaler)3 y fue investigado junto con Ziv Carmon4 (2000) en la Universidad Duke. Esta universidad, que está ubicada en el estado de Carolina del Norte, se caracteriza por tener una fuerte tradición basquetbolística, pero un gimnasio relativamente pequeño. Como consecuencia, ante la elevada demanda de entradas, muchas personas acampan durante días para conseguirlas.

Ante esta situación, los investigadores se contactaron con personas que lograron comprar entradas luego de una larga espera y también con aquellas que esperaron la misma cantidad de tiempo, pero sin haber tenido suerte. El planteo fue el siguiente: ¿a qué precio estarían dispuestos a vender su entrada quienes la consiguieron y cuánto pagarían por una quienes no pudieron hacerlo?

Luego de consultar a más de 100 estudiantes del pool de poseedores y no poseedores de entradas, los autores notaron que los extremos de las ofertas de compra y venta estaban muy alejados. Quienes no las habían conseguido estaban dispuestos a pagar, en promedio, hasta 170 dólares por entrada, ya que comparaban ese precio con el costo de mirar el partido en un bar, comer y tomar algo. Por otro lado, quienes habían comprado entradas no estaban dispuestos a desprenderse de ellas por menos de 2.400 dólares –en promedio–, ya que les asignaban un valor emocional muy grande. Es más, ni siquiera uno de los individuos con entrada se mostró dispuesto a vender su entrada a un precio que otro estuviese dispuesto a pagar. ¿Qué fue lo que diferenció la importancia y el valor que ambos grupos le daban a la entrada? La posesión o no de esta.

De esto, Ariely destaca tres conclusiones: nos enamoramos de lo que poseemos, nos enfocamos en lo que podemos perder, más que en lo que podemos ganar, y asumimos que las otras personas verán la transacción de la misma manera que nosotros la vemos.

El efecto de las expectativas y por qué una pastilla más cara nos parece más efectiva

En 2006 Ariely, en conjunto con Carmon, Shiv y Waber,5 desarrollaron un experimento que involucraba el reclutamiento de 82 voluntarios de la salud para probar una nueva pastilla llamada Veladone. Según se leía en el folleto que fue entregado a los voluntarios, “estudios clínicos muestran que más de 92% de los pacientes que tomaron Veladone en estudios controlados experimentaron una disminución significativa del dolor en diez minutos y con un efecto que duraba hasta ocho horas”. El costo era de 2,5 dólares la dosis.

Luego de los correspondientes controles médicos a manos de profesionales, los voluntarios recibirían shocks de electricidad para testear su percepción y tolerancia al dolor. Después de esa primera etapa, recibirían una de las pastillas, que debía hacer efecto en no más de diez o 15 minutos. Tras ese período, se sometían nuevamente a una serie de shocks eléctricos. ¿Qué pasó luego de esta segunda etapa? Sea por el efecto de la pastilla, o vaya uno a saber por qué, los voluntarios sintieron menos dolor. De hecho, algunos no experimentaron dolor en absoluto. De esta manera, los participantes finalizaron el experimento con un muy buen concepto sobre la nueva droga, y esperaban que se encontrara pronto en las farmacias locales.

¿Pero de qué se trataba esta nueva droga? Era simplemente una cápsula de vitamina C. El efecto había sido emocional, producido en sus mentes a raíz de las expectativas que generó la información que recibieron sobre la eficacia del nuevo medicamento. Con esto como base, los investigadores fueron un paso más y repitieron el experimento con otro grupo de personas, pero introduciendo un pequeño cambio: removieron el precio original de la pastilla (2,5 dólares) del folleto y establecieron un precio de oferta de tan sólo diez centésimos.

¿Qué resultados obtuvieron con este nuevo grupo de estudio? ¿Cambió en algo su reacción en relación al primero, que recibió la pastilla con un costo mayor? En el caso de este último grupo, sólo la mitad de los participantes sintieron una mejora luego de tomar la pastilla, cuando en el grupo anterior fueron todos quienes la experimentaron. Como concluyeron los investigadores, en temas de medicina, uno obtiene lo que paga. El precio puede cambiar la experiencia, más allá de que se trate de la misma droga y de la misma prueba.

Conclusión

Estas investigaciones, junto con muchas otras que están recogidas en el libro –que recomiendo, pues no tiene desperdicio–, nos dejan algunas lecciones interesantes. Creemos que tenemos el control final sobre muchas decisiones que tomamos en nuestras vidas, cuando esto dista de ser así. Esto es, en parte, debido a nuestro deseo de vernos como nos gustaría y no cómo somos en realidad.

Muchos de estos experimentos evidencian que existen fuerzas –emociones, relatividad y muchas otras más– que influyen en nuestro comportamiento y que subestimamos o ignoramos, y no precisamente por falta de conocimiento, debilidad o algo puntual. Simplemente pasa porque somos seres humanos previsiblemente irracionales.

Lo positivo de todo esto, como señala Ariely, es que una vez que podemos determinar dónde estamos siendo irracionales, podemos mejorar nuestras reacciones y actitudes y contar con mejores herramientas al momento de tomar decisiones. Esto también les brinda, a las empresas y principalmente a los formuladores de políticas, una gran oportunidad para revisar y rediseñar sus políticas.


  1. Shampanier, K., Mazar, N. y Ariely, D. (2007). Zero as a Special Price: The True Value of Free Products, en Marketing Science, pp. 742-757. 

  2. Ariely, D. y Wertenbroch, K. (2002). Procrastination, Deadlines, and Performance: Self-Control by Precommitment, en Psychological Science, pp. 219-224. 

  3. Kahneman, D., Knetsch, J. y Thaler, R. (1991). Anomalies: The Endowment Effect, Loss Aversion, and Status Quo Bias, en Journal of Economic Perspectives, pp. 193-206. 

  4. Ariely, D. y Carmon, Z. (2000). Focusing on the Forgone: How Value Can Appear So Different to Buyers and Sellers, en Journal of Consumer Research, pp. 360-370. 

  5. Waber, R., Shiv, B. y Carmon, Z. (2008). Commercial Features of Placebo and Therapeutic Efficacy, en The Journal of the American Medical Association, pp. 1016-1017.