Las inundaciones, sequías, olas de calor e incendios que están devastando muchas partes del mundo ponen de manifiesto dos hechos fundamentales. En primer lugar, el daño a los suministros de agua dulce genera cada vez más presión sobre las sociedades (en particular las pobres), con amplias consecuencias respecto de la estabilidad económica, social y política. En segundo lugar, el impacto combinado de las condiciones extremas actuales no tiene precedentes en la historia de la humanidad y supera la capacidad de respuesta de las autoridades.
En África Oriental, una devastadora sequía que ya dura cuatro años ha destruido los medios de vida de millones de personas y ha dejado a más de 20 millones en riesgo de morir de hambre. En Pakistán, las últimas inundaciones han dejado bajo el agua un tercio de la superficie del país; al menos 1500 personas han muerto hasta el momento, y se ha perdido el 45% de la cosecha de este año. En China, una ola de calor nunca antes vista ha causado grave escasez de agua en regiones que equivalen a un tercio de la producción de arroz del país.
Además, sequías e incendios en Estados Unidos y Europa, y graves inundaciones y sequías en toda la India, han reducido la producción mundial de granos y las exportaciones de alimentos; eso resalta hasta qué punto la producción alimentaria depende de grandes volúmenes de agua estables. Con el agravante del efecto de la guerra en Ucrania sobre el suministro de granos y fertilizantes, existe un riesgo sustancial de que esta crisis mundial de alimentos perdure.
“Restricciones al uso del agua, cortes de energía y otras medidas provisorias no pueden seguir ocultando el hecho de que nuestros sistemas de gobernanza y gestión del agua no son adecuados para un mundo de cambio ambiental a gran escala”.
Por primera vez en la historia, la actividad humana pone en peligro el agua en su origen mismo. El cambio climático y la deforestación están alterando la temporada de monzones; eso provoca derretimiento del hielo en la meseta del Tíbet y afecta el suministro de agua dulce del que dependen más de mil millones de personas. El aumento mundial de temperaturas modifica los patrones de evaporación y reduce la retroalimentación de humedad desde los bosques, lo cual altera las precipitaciones viento abajo. Y el hecho mismo de que el ciclo global del agua esté desestabilizado contribuye a agravar el cambio climático. Por ejemplo, el agotamiento del agua en el suelo y en los bosques reduce su capacidad para la captura de carbono.
Restricciones al uso del agua, cortes de energía y otras medidas provisorias no pueden seguir ocultando el hecho de que nuestros sistemas de gobernanza y gestión del agua no son adecuados para un mundo de cambio ambiental a gran escala. Todos nuestros esquemas actuales dependen del supuesto (que ya no es válido) de que el suministro de agua es relativamente estable (dentro de los límites de variabilidad natural), predecible y manejable en forma localizada. Pero la crisis del agua es global, y sólo puede resolverse con un cambio de mentalidad y nuevos modelos de gobernanza.
Debemos reconocer el hecho de que todos los grandes desafíos ambientales que enfrentamos se relacionan con el agua (porque es mucha, porque es poca, o porque está demasiado contaminada para el uso humano). Ahora la tarea es comprender los vínculos entre el agua, el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, y darle al agua una definición, un valor y un modo de gestión adecuados en cuanto bien común global. Esta forma de conceptualizar el agua nos permitirá movilizar la acción colectiva y diseñar nuevas reglas que pongan la equidad y la justicia en primer plano.
La mayoría de los gobiernos lleva demasiado tiempo ignorando los fallos del mercado o respondiendo a ellos con parches, en vez de movilizar a los sectores público y privado en torno de ambiciones compartidas. El sector público debe verse a sí mismo como un actor configurador del mercado, que trabaje con todas las partes interesadas en la economía del agua para abrir senderos a la innovación y a la inversión y garantizar el acceso universal a agua pura y saneamiento y una provisión de agua suficiente a los sistemas alimentarios, energéticos y naturales.
Una enseñanza clave de los desafíos del pasado que demandaron innovación sistémica es que se necesita definir una misión clara que organice nuestros esfuerzos. Las políticas orientadas a una misión permiten a los gobiernos dirigir la innovación y el conocimiento práctico directamente al logro de objetivos críticos. Cuando las guía una mirada inclusiva basada en el “bien común” tienen una capacidad única para entregar soluciones a desafíos que demandan niveles inmensos de coordinación y financiación a lo largo de muchos años. El cambio climático, la pérdida de biodiversidad y las crisis hídricas son ejemplos exactos de esa clase de desafíos.
Las estrategias basadas en el concepto de misión pueden ayudar a los gobiernos a innovar con un sentido de propósito, dirección y urgencia. Pero para que sean eficaces, es necesario que las autoridades oigan la experiencia y la sabiduría de la ciudadanía, de las comunidades y de los innovadores que saben cómo prosperar en un mundo de escasez de agua, de temperaturas más altas y de alteración de los sistemas costeros y fluviales.
Debemos reconocer las amenazas contra el sistema global de agua dulce y convertir esa conciencia en acciones colectivas. Como la escasez de agua pondrá en peligro todos los Objetivos de Desarrollo Sostenible, debe reafirmar nuestra determinación colectiva a limitar el aumento de temperaturas a no más de 1,5 °C por encima de los niveles preindustriales (como estipula el Acuerdo de París sobre el clima) y a preservar los sistemas naturales que garantizan pautas estables de lluvia y escurrimiento.1
Al responder a estos desafíos globales, debemos integrar los principios de equidad y justicia como parte esencial de cualquier nuevo sistema que pensemos. Ninguna comunidad puede prosperar sin un suministro fiable de agua pura. Pero para proteger este bien común global se necesita un cambio de políticas y de sistemas.
“Ahora la tarea es comprender los vínculos entre el agua, el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, y darle al agua una definición, un valor y un modo de gestión adecuados en cuanto bien común global”.
Es necesario reorientar la legislación y la economía hacia el acceso universal a agua potable, saneamiento e higiene y hacia la creación de sistemas alimentarios más resilientes y sostenibles. Se necesita un cambio de incentivos para que el sector privado pueda hacer su parte en la provisión de acceso a tecnología e innovación a países pobres y ricos por igual. Esto demandará financiación a largo plazo y mecanismos novedosos para regular los modos de colaboración entre los sectores público y privado.
La Conferencia de Naciones Unidas sobre el Agua en 2023 (la primera en casi cincuenta años) será una ocasión trascendental para que la comunidad internacional empiece a imaginar un futuro que sirva para todos.2 A modo de preparación, podemos encontrar inspiración en Nicholas Stern, que reescribió la economía del cambio climático,3 y en Partha Dasgupta, que hizo lo mismo con la economía de la biodiversidad.4 En nuestro carácter de copresidentes de la Comisión Mundial sobre la Economía del Agua, nuestro objetivo es transformar la visión que tiene el mundo respecto de su economía y de su gobernanza, para que se le dé mucha más importancia a la equidad, la justicia, la eficacia y la democracia.
Todavía podemos redefinir nuestra relación con el agua y rediseñar las economías para que se la valore como un bien común global. Pero el tiempo se agota. Para tener una chance de evitar una catástrofe climática y adaptarnos a los cambios inevitables, tenemos que asegurar un futuro hídrico resiliente para todas las sociedades, pobres y ricas por igual.
Este artículo contiene aportes de Quentin Grafton, Joyeeta Gupta y Aromar Revi, expertos principales de la Comisión Mundial sobre la Economía del Agua. Mariana Mazzucato, fundadora y directora del Instituto para la Innovación y el Propósito Público en el University College de Londres, preside el Consejo sobre la Economía de la Salud para Todos de la Organización Mundial de la Salud. Ngozi Okonjo-Iweala, directora general de la Organización Mundial del Comercio, fue ministra de Finanzas y de Asuntos Exteriores de Nigeria y directora gerente del Banco Mundial. Johan Rockström es director del Instituto de Investigación del Impacto Climático de Potsdam. Tharman Shanmugaratnam, ministro principal del gabinete de Singapur, preside el Grupo de los Treinta. Copyright: Project Syndicate, 2022. www.project-syndicate.org