CAMBRIDGE. Después de décadas de estar relegada a los confines del pensamiento económico, la política industrial está de regreso. Cada vez son más los países que implementan medidas para respaldar a ciertas industrias y crear otras nuevas, y esto hace que el resurgimiento de la política industrial haya sido un tema central en la reunión de este año del Foro Económico Mundial en Davos.
La Ley CHIPS y Ciencia de 280.000 millones de dólares de Estados Unidos es un ejemplo. La nueva legislación apunta a expandir la industria de semiconductores de Estados Unidos para reducir la dependencia norteamericana de China y garantizar su supremacía tecnológica. De la misma manera, la mal llamada Ley de Reducción de la Inflación (IRA) de la administración Biden incluye 370.000 millones de dólares en subsidios para la transición energética.
Los países de la Unión Europea, molestos por la discriminación de los programas norteamericanos contra los proveedores extranjeros y la violación de las reglas internacionales y de la UE que prohíben los subsidios estatales para industrias específicas, piensan responder con una distensión de sus propias reglas de subsidios. Mientras tanto, un tercio de los 1,8 billones de euros (2 billones de dólares) de financiación de inversiones en el Plan de Recuperación Next Generation EU financiará el Pacto Verde Europeo, introducido en 2019, que ayudará a los Estados miembro a invertir en proyectos de energía limpia. Y la tendencia no se limita a los países occidentales: Indonesia impuso una prohibición a las exportaciones de mineral de níquel para promover su industria de baterías para vehículos eléctricos.
Esas políticas han existido desde los albores de la Revolución Industrial. En las últimas décadas, sin embargo, los economistas han cuestionado su utilidad. Su argumento es que los gobiernos no deberían elegir ganadores, sino, más bien, dejar que el mercado asigne los recursos entre las industrias de una manera que refleje las preferencias de los consumidores y las posibilidades tecnológicas. Según la misma lógica, los responsables de las políticas deberían intervenir en el mercado sólo cuando tengan suficiente información de que alguna externalidad provoca un mal funcionamiento del mercado. Y, aún entonces, según los detractores, los gobiernos podrían empeorar las cosas si a los fracasos del mercado le sumaran los suyos propios −por ejemplo, una captura de políticas por parte de los actores en busca de renta−. Con la revolución de Reagan y Thatcher y el surgimiento del llamado Consenso de Washington en los años 1980, estos argumentos se plasmaron en una nueva ortodoxia.
Pero, desde entonces, los teóricos económicos llegaron a reconocer el valor de las políticas industriales. Ahora sabemos que existen muchos casos en los que la intervención del gobierno está justificada. El interrogante, entonces, no es si deberían existir o no las políticas industriales, sino cómo se las debería gestionar.
Por ejemplo, aprender haciendo era visto como un fenómeno importante que exigía intervenciones políticas mucho antes de que los economistas se pusieran de moda. Existe una amplia evidencia de que muchas empresas e industrias mejoran con el tiempo en tanto acumulan experiencia de producción. En 1936, el ingeniero aeronáutico Theodore Wright formuló lo que hoy se conoce como la Ley de Wright, que establece que los costos caen exponencialmente con una producción acumulada. Durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército de Estados Unidos utilizó esta ley en sus contratos de compras para beneficiarse con ahorros en los costos. Pero la idea ingresó en la economía recién con un documento de Kenneth Arrow publicado en 1962. Desde entonces, se la ha utilizado para justificar la protección de industrias incipientes, los compromisos de compra y los subsidios como los que se incluyen en la IRA.
El poder del mercado es otra imperfección que exige una intervención del gobierno. Con ese objetivo, la Ley CHIPS permite a Estados Unidos contrarrestar el predominio de China. El miedo es que China pueda usar su predominio como un arma económica, de la misma manera que Estados Unidos utiliza su predominio en el sistema financiero y ciertas tecnologías para sancionar a otros países. La Ley CHIPS busca reducir la vulnerabilidad de la economía estadounidense a la presión china.
Todas estas intervenciones tienen que ver con influir en los precios de mercado para que ciertas industrias, como la de los semiconductores o la energía renovable, sean más rentables y, por lo tanto, más grandes de lo que serían en caso contrario. Pero otra forma de intervención gubernamental tiene que ver con la complementariedad entre los bienes públicos y privados. Por ejemplo, los autos requieren carreteras, semáforos, reglas de tránsito y policías. Los trenes necesitan vías y estaciones. Los vehículos eléctricos requieren que haya una gran disponibilidad de estaciones de carga. Y todas las industrias dependen de trabajadores con habilidades específicas. Estos insumos se ven afectados explícita e implícitamente por las políticas gubernamentales, que son esenciales para crear las condiciones apropiadas para el crecimiento y para una prosperidad ampliamente compartida.
La única manera en que los gobiernos pueden suministrar la combinación correcta de bienes públicos es involucrándose con la mayor cantidad de industrias posible. Las políticas industriales no tienen que ver con escoger ganadores, sino con garantizar que el suministro de bienes públicos mejore lo más posible la productividad. Como no pueden depender de la mano invisible del mercado para coordinar las acciones de miles de organismos públicos y los efectos de millones de páginas de legislación, los gobiernos deben estar involucrados y comprometidos. Es por eso que, en los países democráticos, hay tantas cámaras de comercio y grupos de lobby que intentan influir en la provisión de bienes públicos de maneras que mejoren las oportunidades de creación de valor de sus industrias. Sin duda, estos grupos también pueden ir tras una búsqueda de rentas, pero la competencia democrática puede mantener este tipo de comportamiento bajo control.
Nada de esto quiere decir que todos los gobiernos deban imitar las políticas costosas que parecen estar de moda en estos días. Los responsables de las políticas deberían centrarse en los problemas reales de sus países y elegir las soluciones más apropiadas. Copiar las soluciones de otros países para resolver problemas que uno no tiene, o centrarse en cuestiones de moda que, en verdad, no son importantes, es una receta para la ineficiencia, si no para el desastre.
Por ejemplo, la diversificación en nuevas industrias −un objetivo clave en muchos países− exige identificar los bienes públicos que requieren estas industrias y ayudarlas en el proceso de aprendizaje. Dado que el proceso de descarbonización va a causar el surgimiento de nuevos mercados e industrias, los gobiernos deben buscar formas de participar en la transición verde. Otros países pueden querer reducir las desigualdades regionales, integrar sus universidades en un ecosistema de innovación dinámico o acelerar el desarrollo ocupándose de los problemas de larga data en la provisión de insumos clave como la electricidad, el agua, la movilidad, la capacitación y los servicios digitales.
Para hacer frente a estos desafíos, los gobiernos deben tener acceso a todas las herramientas políticas que podrían ayudarlos a encontrar soluciones. Desestimar estas herramientas como “política industrial”, como suelen hacer algunos, no las vuelve menos necesarias.
Ricardo Hausmann, exministro de Planificación de Venezuela y execonomista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo, es profesor en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard y director del Harvard Growth Lab. Copyright: Project Syndicate, 2023