En la jerga económica el término bioeconomía se encuentra vinculado a la cuarta revolución del sistema de producción, luego de la agrícola, la industrial y la digital. La bioeconomía basada en el conocimiento refiere a una transformación económica y social impulsada por la integración del conocimiento, la biotecnología y las tecnologías de la información en los sectores agrícolas y en la base biológica de la producción.
El concepto de bioeconomía no es nuevo para el país, como tampoco lo es la preocupación desde el Estado para su desarrollo. En particular, el sector de la biotecnología ha recibido diferentes impulsos desde el sector público, incluyendo el diseño del Plan Nacional de Biotecnología, la inclusión del sector en los beneficios tributarios de la Ley de Promoción y Protección de Inversiones, la creación de fondos concursables y hasta su inclusión en un programa de desarrollo de proveedores, entre muchos otros mecanismos promocionales.
En un artículo previo me referí a la pérdida de participación de Uruguay en el mercado de la bioeconomía de alto valor frente a los mercados de bioeconomía básica. El costo de la dinámica que se ha venido observando en el transcurso de los últimos años, asociado a quedar fuera de las grandes oportunidades que abre la bioeconomía, tiene implicaciones en términos de empleo, de acumulación de conocimientos y del cuidado del medioambiente. En esta oportunidad intento profundizar en aspectos que pueden aportar a los debates planteados, considerando algunos de los desafíos que enfrentan las empresas.
El primer desafío, que es transversal a prácticamente todo el ecosistema empresarial, es la necesidad de contar con adecuado apoyo financiero. En este sentido, corresponde interrogarse acerca de si el actual apoyo financiero a este sector puede considerarse suficiente. Esto implicaría, por cierto, adentrarse en dimensiones más amplias que no se abordarán aquí, como la (in)suficiencia del apoyo público a la investigación básica en esta materia.
En términos más generales, habría que evaluar si el esfuerzo económico que debería hacer la sociedad en su conjunto para contribuir al desarrollo del sector empresarial de la bioeconomía, vis à vis de apoyar el desarrollo o la inversión en otros sectores más consolidados y tradicionales (como el de comercio minorista, distribución de productos farmacéuticos, y otros), guarda alguna relación con la prioridad que, en los papeles, ha ocupado este sector en las políticas públicas. Basta con ver la presencia relativa de ambos tipos de empresas –emprendimientos innovadores de la bioeconomía versus proyectos de inversión propuestos por empresas vinculados a sectores tradicionales– en la lista de proyectos promovidos y, particularmente, los montos de renuncia fiscal asociados a unos y otros para apoyar la necesidad de un debate nacional para abordar este tema.
El segundo desafío que enfrentan, al menos algunas empresas que incursionan en los mercados más nuevos y dinámicos dentro de la bioeconomía, refiere a la necesidad de sortear las dificultades para obtener certificaciones, permisos y habilitaciones. Este tipo de obstáculos resultan particularmente importantes cuando se trata de actividades que producen bienes que se utilizan en la cosmética, en la producción de alimentos y en la salud humana y animal. En estos casos pueden existir contradicciones entre los objetivos de los distintos organismos reguladores, las que atentan contra la posibilidad de planificación en un marco razonable de certezas para las empresas, especialmente para las de menor dimensión económica.
Un caso particular de estas inconsistencias se pudo apreciar, recientemente, en el desarrollo de la cadena del cannabis. Acerca de estas cuestiones, no existe una solución sencilla y mucho menos única, pero puede afirmarse que la coordinación efectiva entre los distintos ministerios competentes debería asumirse como una prioridad. Los consejos sectoriales constituyen ejemplos de la forma en que podrían alcanzarse niveles apropiados de coordinación al interior del sector público.
Un tercer desafío se vincula con la posibilidad de atenuar los obstáculos que enfrentan las empresas para acceder al conocimiento patentado, lo que genera dificultades reales para que estas puedan explorar nuevos productos y procesos. En general, el tema de la propiedad intelectual divide aguas, no sólo en Uruguay, y debe ser discutido en profundidad y de manera rigurosa. El debate informado sobre estas cuestiones es, especialmente, importante cuando se encuentran involucrados sectores “sensibles”, como es el caso de las biotecnologías, en que se entrecruzan dimensiones tanto económicas como éticas. Esta discusión se ha dado ampliamente con foco en el sector de los laboratorios farmacéuticos, y se ha laudado, en general, que un gran porcentaje de los medicamentos más ampliamente utilizados no tiene protección de patentes actualmente. En el caso de los avances en la bioeconomía, la inmadurez relativa del sector puede justificar la necesidad de abrir nuevamente el debate, fundamentalmente con miras al diseño de estrategias de integración internacional y regional.
Es importante tener en cuenta que, en general, en Uruguay son muy pocas las innovaciones que se patentan por locales con relación a las patentes de extranjeros, llegando a 24 la relación entre las segundas y las primeras.1 Esta realidad se extiende y se exacerba en el caso de la bioeconomía, en el que las empresas optan por proteger sus avances mediante estrategias como el secreto. Esta estrategia también limita la posibilidad de cooperación y generación de hubs de conocimiento.
Una pregunta pertinente que puede formularse un lector que no se encuentra familiarizado con el tema tiene que ver con el papel que cumplen las patentes y otras formas de protección de las innovaciones en el desarrollo de nuevos emprendimientos. En la misma línea podría plantearse qué implica la existencia de patentes para la acumulación de conocimiento en áreas tecnológicas de vanguardia y, sobre todo, por qué se discute acerca de la adhesión a sistemas internacionales de patentes. En lo que sigue, se resumen algunas de las principales posiciones sobre el tema, desde aquellas a favor del sistema de patentes para el conocimiento aplicado, hasta las que son contrarias a este.
La escasa propensión a patentar de las empresas uruguayas implica una desventaja respecto de empresas de otros países, en particular las grandes empresas multinacionales, que incorporan a sus procesos productivos avances tecnológicos protegidos por patentes, tema que cobra relevancia cada vez que se ha discutido la conveniencia de firmar acuerdos de integración profunda con terceros países, que exigen la adhesión a sistemas como el Tratado de Cooperación en Materia de Patentes.
Se entiende que el sistema de patentes concedidas sobre la base de solicitudes internacionales es adecuado para estimular las inversiones y asegurar la transferencia de tecnologías. Asimismo, para las medianas y pequeñas empresas nacionales, que llevan adelante programas de innovación, el beneficio de patentar se asocia a la capacidad de obtener financiamiento para consolidarse y expandirse, sobre todo en un campo técnico complejo como es el de la biotecnología y en un entorno en que predominan los inversores aversos al riesgo. Es por ello que no proteger las innovaciones con mecanismos de propiedad intelectual puede generar una falta de credibilidad para la empresa, especialmente desde el punto de vista de un nuevo inversor.2
En la posición contraria, el premio Nobel Joseph Stiglitz es uno de los principales detractores del Acuerdo de la OMC sobre Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio y, en general, de la protección de las innovaciones mediante patentes. Los fundamentos de su posición se basan, en primer lugar, en la imposibilidad de fraccionar el conocimiento, al ser este un proceso acumulativo. En segundo lugar, Stiglitz aduce que existen motivos de eficiencia social, considerando que es más eficiente distribuir el conocimiento libremente a todo el mundo que restringir su uso. En tercer lugar, dependiendo del producto en cuestión, la patente se puede considerar como un impuesto a los beneficios, en la medida en que el sobrecosto del producto lo pagarían sólo las personas que lo necesitan, lo cual, según el autor, es injusto, sobre todo cuando se trata de desarrollos que puedan afectar la salud animal o humana y la producción sustentable.
Por supuesto que ir contra el sistema de patentes no es parte de una discusión razonable sobre el futuro de los sectores más dinámicos de la economía, en particular cuando la mayoría de los países son parte del sistema. Sin embargo, la discusión sobre la estrategia de Uruguay en esta materia, a la luz del impacto que puede tener sobre nuestra inserción internacional, debería abordarse poniendo mayor énfasis en la identificación de mecanismos alternativos que contribuyan a fomentar la innovación y promover el acceso al conocimiento acumulado en las distintas áreas que conforman la bioeconomía.
Una posibilidad sería que se emule el movimiento de código abierto que, como bien señala Stiglitz, ha tenido especial éxito en el sector del software. Este tipo de experiencias permite aprovechar las propias ventajas de la diferenciación asociada a ser “los primeros en el mercado”, al tiempo que podría contribuir a promover la cooperación con otros países de la región con los que existe una mayor integración y carreras paralelas en temas de bioeconomía. Finalmente, sería oportuno fortalecer los programas de ciencia básica en la materia y favorecer un mayor acercamiento entre academia y empresa mediante programas de transferencia tecnológica entre las universidades y las empresas.
Flavia Rovira, investigadora del Cinve. Candidata a doctora en Economía por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República. Entrada escrita para el blog Suma del Cinve.