Hoy más que nunca, parejas de todo tipo luchan por conciliar empleo y familia, vida laboral y vida doméstica. Como sociedades, estamos despertando colectivamente a la importancia de los cuidados, a su valor, para las generaciones presentes y futuras. Empezamos a ser plenamente conscientes de su costo en términos de pérdida de ingresos, carreras profesionales aplanadas y compensaciones entre parejas (heterosexuales y del mismo sexo), así como de las demandas particularmente extenuantes que soportan las madres y los padres solteros. Estas constataciones son anteriores a la pandemia, pero se han visto agudizadas por ella.

En 1963, Betty Friedman escribió sobre las mujeres con estudios universitarios que se sentían frustradas como madres que se quedaban en casa, señalando que su problema “no tiene nombre”. Casi sesenta años después, las licenciadas universitarias están en gran medida en la carrera profesional, pero sus ingresos y ascensos -en relación con los de los hombres con los que se licenciaron- siguen haciéndoles parecer que se les ha apartado. Ellas también tienen un “problema sin nombre”. Pero su problema tiene muchos nombres: discriminación sexual, discriminación por género, techo de cristal, mommy track, leaning out1... elige el que quieras. Y el problema parece tener soluciones inmediatas. Debemos enseñar a las mujeres a ser más competitivas y a negociar mejor. Hay que denunciar los prejuicios implícitos de los directivos. El gobierno debería imponer mandatos de paridad de género en los consejos de administración de las empresas y hacer cumplir la doctrina de igual salario por igual trabajo.

Las mujeres de Estados Unidos y de otros países claman cada vez con más fuerza por una respuesta de este tipo. Sus preocupaciones salpican los titulares nacionales (y las tapas de los libros). ¿Necesitan más empuje? ¿Necesitan más lean in?2 ¿Por qué las mujeres no pueden ascender en la empresa a la misma velocidad que los hombres? ¿Por qué no se las remunera al nivel que merecen por su experiencia y antigüedad?

Otras dudas más privadas acechan a muchas mujeres, dudas que comparten en sus relaciones íntimas o que quedan relegadas a conversaciones privadas con amigos íntimos. ¿Deberías salir con alguien cuya carrera te consuma tanto tiempo como la tuya? ¿Deberías posponer tener una familia, aunque estés segura de quererla? ¿Deberías congelar tus óvulos si no tienes pareja a los treinta y cinco? ¿Estás dispuesta a renunciar a una carrera ambiciosa (tal vez una que has estado preparando desde la universidad) para criar a tus hijos? Si no lo estás, ¿quién preparará los almuerzos, recogerá a tu hijo del entrenamiento de natación y responderá a la llamada de la enfermera del colegio?

Las mujeres siguen sintiéndose menospreciadas. Se quedan atrás en sus carreras y ganan menos que sus maridos y colegas masculinos. Se les dice que sus problemas son cosa suya. No compiten con la suficiente agresividad ni negocian lo suficiente; no reclaman un sitio en la mesa y, cuando lo hacen, no piden lo suficiente. Pero a las mujeres también se les dice que sus problemas no son obra suya, incluso cuando los problemas son su perdición. Se aprovechan de ellas, las discriminan, las acosan y las excluyen del “club de los varones”.

Todos estos factores son reales. Pero ¿son la raíz del problema? ¿Son la causa de la gran diferencia salarial y profesional entre hombres y mujeres? Si todos ellos se solucionaran milagrosamente, ¿el mundo de las mujeres y los hombres, el mundo de las parejas y los padres jóvenes sería completamente diferente? ¿O estamos ante un “nuevo problema sin nombre”?

Convergencia de roles

De los muchos avances de la sociedad y la economía en el último siglo, el papel convergente de hombres y mujeres es uno de los más destacados. Se ha producido un estrechamiento entre hombres y mujeres en cuanto a la educación, cuidado no remunerado y resultados del mercado laboral. Estas partes de la gran convergencia de género ocupan varios capítulos metafóricos en la historia de los roles de género en la economía y la sociedad. Pero ¿qué debe haber en el último capítulo para que haya igualdad real?

La respuesta puede sorprender, según Goldin. La solución no pasa necesariamente por la intervención del Estado. No tiene que mejorar la capacidad de negociación de las mujeres ni su deseo de competir. Y no tiene por qué hacer a los hombres más responsables en el hogar (aunque no estaría de más). Pero debe implicar alteraciones en el mercado laboral, en particular cambiar cómo se estructuran y remuneran los trabajos para aumentar la flexibilidad temporal. Las diferencias salariales entre hombres y mujeres se reducirían considerablemente e incluso podrían desaparecer si las empresas no tuvieran incentivos para recompensar de forma desproporcionada a las personas que trabajan muchas horas y a las que trabajan determinadas horas. Este cambio ya se ha producido en varios sectores, pero no en los suficientes.

Career and Family: Women’s Century-Long Journey Toward Equity ofrece un relato detallado de la evolución histórica de los roles de género en Estados Unidos (el análisis es igualmente relevante para el público internacional) y su impacto en la vida profesional y personal de las mujeres.

Diferencias salariales entre hombres y mujeres

La pandemia amplió algunos problemas, aceleró otros y sacó a la luz otros tantos que llevaban enconándose mucho tiempo. Pero el tira y afloja entre los cuidados y el trabajo al que nos enfrentamos precedió en muchas décadas a esta catástrofe mundial. De hecho, el camino hacia la consecución, y luego el equilibrio, de la carrera profesional y la familia lleva en marcha más de un siglo.

Durante gran parte del siglo XX, la discriminación de la mujer fue un obstáculo importante para poder desarrollar una carrera profesional. Los documentos históricos de los años 30 a los 50 revelan indicios evidentes de prejuicios y discriminación en el empleo y los ingresos. Incluso durante el tenso mercado laboral de finales de la década de 1950, los representantes de las empresas afirmaban categóricamente: “No se contrata a madres de niños pequeños”, “No se anima a las mujeres casadas con [...] bebés a que vuelvan a trabajar” y “El embarazo es causa de dimisión voluntaria [aunque] la empresa se alegra de que las mujeres vuelvan cuando los niños estén, quizás, en la escuela secundaria”.

Los obstáculos al matrimonio -leyes y políticas empresariales que restringían el empleo de las mujeres casadas- estuvieron muy extendidos hasta la década de 1940. Se transformaron en prohibiciones de embarazo y políticas de contratación que excluían a las mujeres con bebés y niños pequeños. Innumerables puestos de trabajo estaban restringidos por sexo, estado civil y, por supuesto, etnia. Actualmente, ya no se ven armas humeantes tan explícitas. Los datos muestran que la verdadera discriminación salarial y laboral, aunque importante, es relativamente pequeña. Esto no significa que muchas mujeres no sufran discriminación y prejuicios o que el acoso y la agresión sexual no existan en el lugar de trabajo.

Entonces, ¿por qué persisten las diferencias salariales cuando la igualdad de género en el trabajo parece estar por fin a nuestro alcance y en un momento en que hay más profesiones abiertas a las mujeres que nunca? ¿Reciben las mujeres un salario inferior por el mismo trabajo? En general, ya no tanto. La discriminación salarial en términos de ingresos desiguales por el mismo trabajo representa una pequeña fracción de la brecha salarial total. Hoy en día, el problema es otro.

Algunos atribuyen las diferencias salariales entre hombres y mujeres a la “segregación ocupacional”, es decir, a la idea de que las mujeres y los hombres se seleccionan a sí mismos, o son empujados, a determinadas profesiones estereotipadas en función del género (como enfermera frente a médico, maestra frente a profesor), y que esas profesiones elegidas se pagan de forma diferente. Los datos son algo distintos. En las casi quinientas profesiones que figuran en el censo de Estados Unidos, dos tercios de las diferencias salariales entre hombres y mujeres se deben a factores internos de cada profesión. Incluso si las ocupaciones de las mujeres siguieran la distribución masculina -si las mujeres fueran los médicos y los hombres las enfermeras- sólo se eliminaría, como mucho, un tercio de la diferencia de ingresos entre hombres y mujeres. Por lo tanto, sabemos empíricamente que la mayor parte de la diferencia salarial se debe a otras causas.

Los datos longitudinales permiten ver que nada más salir de la universidad, los salarios de hombres y mujeres son sorprendentemente similares. Hombres y mujeres empiezan casi en igualdad de condiciones. Tienen oportunidades muy similares, pero hacen elecciones algo diferentes.

No es hasta más adelante en sus vidas, unos diez años después de la graduación universitaria, cuando se hacen evidentes las grandes diferencias salariales entre hombres y mujeres. Trabajan en diferentes sectores del mercado, para diferentes empresas. Como era de esperar, estos cambios suelen comenzar uno o dos años después del nacimiento de un hijo y casi siempre repercuten negativamente en la carrera profesional de las mujeres.

La brecha salarial de género es el resultado de la brecha profesional. La brecha profesional está en la raíz de la desigualdad de pareja. Para comprender realmente lo que esto significa, tenemos que hacer un viaje a través del papel de la mujer en la economía estadounidense y considerar cómo se ha transformado a lo largo del último siglo.

La autora se centra en las mujeres universitarias, ya que son las que han tenido más oportunidades de conseguir una carrera profesional y su número lleva tiempo creciendo. Las mujeres, por supuesto, no siempre superaron a los hombres en número de licenciados universitarios. En 1980, la ventaja de los hombres se había evaporado. Desde entonces, cada año se gradúan más mujeres que hombres de licenciaturas. Y no sólo se gradúan en un número récord, sino que cada vez apuntan más alto. Ahora más que nunca, estas graduadas aspiran a obtener títulos de posgrado de primer nivel y a desarrollar carreras profesionales exigentes.

El tiempo es un gran ecualizador. Todos tenemos la misma cantidad y debemos tomar decisiones difíciles a la hora de repartirlo. El problema fundamental para las mujeres que intentan alcanzar el equilibrio entre una “carrera profesional de éxito” y una “familia feliz” son los conflictos de tiempo. Estas grandes decisiones sobre la distribución del tiempo de las mujeres universitarias comienzan en torno al momento en que obtienen su licenciatura y tienen consecuencias dinámicas.

En 1961, la píldora había sido inventada, aprobada por la FDA3 y adquirida por un gran número de mujeres casadas. La píldora proporcionó a las universitarias una nueva capacidad para planificar sus vidas y obviar la primera de las restricciones. Podían matricularse en estudios de posgrado que requerían mucho. El matrimonio y los hijos podían retrasarse el tiempo suficiente para que una mujer pudiera sentar las bases de una carrera profesional sostenible. Fue entonces cuando las cosas empezaron a cambiar radicalmente. A partir de 1970, la edad del primer matrimonio empezó a aumentar, y siguió subiendo año tras año.

Esquina de las calles Sarandí y Juncal, Ciudad Vieja, en la década de 1910.

Esquina de las calles Sarandí y Juncal, Ciudad Vieja, en la década de 1910.

Foto: CdF, s/d de autor

Para las mujeres que quieren tener una familia, esperar hasta los treinta y tantos años para tener su primer hijo es un obstáculo para tener éxito en la parte familiar. Sin embargo, las mujeres con estudios universitarios han conseguido vencer las probabilidades por diversos medios, incluido el uso de tecnologías de reproducción asistida. La proporción de mujeres con hijos ha aumentado sorprendentemente entre las que han cumplido recientemente los 45 años. El aumento de la tasa de natalidad no disminuye las frustraciones, la tristeza y el dolor físico de quienes lo intentaron y no lo consiguieron. Para las que sí lo consiguieron, no significa que puedan mantener sus carreras. El momento es brutal.

Aun con todas estas dificultades, muchas cosas han cambiado históricamente en sentido positivo, acercándonos a una mayor autoeficacia de las mujeres y a una mayor igualdad de género. Las mujeres controlan mejor su fertilidad. Se casan más tarde. Las mujeres son ahora la inmensa mayoría de los licenciados universitarios. Multitud de ellas acceden a programas profesionales y de posgrado y se gradúan entre las mejores de sus clases. Las mejores empresas, organizaciones y departamentos las contratan. ¿Qué ocurre, entonces?

Si la carrera de una mujer tiene posibilidades de prosperar y consigue tener hijos, surge el conflicto temporal definitivo. Los hijos requieren tiempo. Las carreras llevan tiempo. Ni siquiera las parejas más ricas pueden contratar todos los cuidados.

La limitación de tiempo fundamental es negociar quién estará de guardia en casa, es decir, quién dejará la oficina y estará en casa en caso de apuro. Ambos padres podrían estarlo. Esa equidad de pareja supondría el reparto definitivo al cincuenta por ciento. Pero ¿cuánto costaría a la familia? Mucho, una realidad de la que las parejas son ahora más conscientes que nunca.

¿El nuevo problema sin nombre? Trabajos codiciosos

Los trabajos codiciosos hacen que las parejas con hijos u otras responsabilidades de cuidado salgan ganando si se especializan un poco. Esta especialización no significa volver a los cincuenta. Las mujeres seguirán ejerciendo carreras exigentes. Pero un miembro de la pareja estará de guardia en casa, listo para abandonar la oficina o el lugar de trabajo en cuanto se le avise. Una persona tendrá un puesto con una flexibilidad considerable y normalmente no se esperará que responda a un correo electrónico o a una llamada a las diez de la noche. El otro padre, sin embargo, estará de guardia en el trabajo y hará justo lo contrario. El impacto potencial en el ascenso y los ingresos es obvio.

Los empleos que exigen más horas de trabajo y menos flexibilidad se han pagado desproporcionadamente más, mientras que los ingresos en otros empleos se han estancado. Las mujeres han estado nadando contracorriente, aguantando el tirón, pero yendo contra una fuerte corriente de desigualdad endémica de ingresos. El trabajo codicioso también significa que se ha desechado, y se seguirá desechando, la equidad de pareja por el aumento de los ingresos familiares. Y cuando la equidad de pareja se tira por la ventana, la igualdad de género generalmente se va con ella, excepto entre las uniones del mismo sexo. Las normas de género que hemos heredado se refuerzan de muchas maneras para asignar a las madres una mayor responsabilidad en el cuidado de los hijos y a las hijas mayores una mayor responsabilidad en el cuidado de la familia.

Pensemos en un matrimonio: Isabel y Lucas (inspirado en una pareja que Goldin conoció hace varios años). Ambos se licenciaron en la misma universidad y más tarde obtuvieron idénticos títulos en tecnología de la información (TI). Luego fueron contratados por la misma empresa, a la que llamaremos InfoServices.

InfoServices les dio a elegir entre dos puestos. El primer puesto tiene un horario estándar y ofrece la posibilidad de flexibilidad en las horas de entrada y salida. El segundo tiene horas de guardia imprevisibles por la noche y los fines de semana, aunque el número total de horas anuales no aumenta necesariamente mucho. El segundo puesto se paga un 20% más, para atraer talento dispuesto a trabajar con horarios y días inciertos. También es el puesto a partir del cual InfoServices selecciona a sus directivos. Es el puesto “codicioso”, y tanto Isabel como Lucas optaron inicialmente por él. Igual de capaces e igual de libres de obligaciones externas, los dos pasaron unos años trabajando al mismo nivel y con el mismo sueldo.

Al final de la veintena, Isabel decidió que necesitaba más flexibilidad y espacio en su vida, para poder pasar más tiempo con su madre enferma. Se quedó en InfoServices, pero optó por un puesto que, aunque exigía el mismo número de horas, era más flexible en cuanto a las horas que había que trabajar. Era menos codicioso en sus exigencias y menos generoso en su remuneración.

Cuando la pareja decidió tener un hijo, al menos uno de los padres tenía que estar disponible de guardia. No podían trabajar los dos en el puesto que tenía Lucas, con su horario inflexible e imprevisible. Si lo hacían, ninguno de los dos estaría disponible en caso de que llamara la enfermera del colegio o la guardería del niño cerrara de repente en mitad del día. Si el puesto requería que estuvieran en la oficina los jueves exactamente a las once de la mañana, tendrían que limitarse a esperar que su hijo no se cayera del columpio a esa hora o que un familiar mayor no tuviera cita con el médico en ese momento.

Ambos podrían haber trabajado en el puesto de Isabel. Pero, sobre todo porque estaban planeando una familia, no podían permitirse esa decisión. Hacerlo significaría que cada uno renunciara a la cantidad de ingresos adicionales por semana que aportaba Lucas. Si querían compartir el cuidado de los niños al cincuenta por ciento, tenían que sopesar ese deseo con lo que les costaría. Podría ser mucho, lo suficientemente importante como para que tuvieran que sacrificar el ingreso de la pareja a cambio de unos mayores salarios familiares. Como ocurre con la mayoría de las parejas heterosexuales que esperan un hijo, Isabel se quedó en la posición flexible mientras que Lucas se quedó en la más codiciosa.

Lucas siguió ganando más que Isabel, y la diferencia de ingresos no hizo más que aumentar después de tener hijos. Él consiguió los ascensos; ella, no. Para otras parejas en puestos similares, la diferencia salarial podría aumentar aún más antes de tener hijos, ya que las parejas que planean formar una familia suelen trasladarse para optimizar las posibilidades de empleo, sobre todo las del marido. Esta es una gran parte de las razones por las que la diferencia salarial entre hombres y mujeres sigue siendo sustancial.

Elegir horarios largos y exigentes está bien para las mujeres que acaban de salir de la universidad y para las que tienen menos responsabilidades domésticas. Pero cuando llega el bebé, las prioridades cambian. Los cuidados primarios consumen mucho tiempo y, de repente, las mujeres están de guardia en casa. Para estar más disponibles para sus familias, deben estar menos disponibles para sus jefes y clientes. En consecuencia, tienden a reducir el horario o a aceptar empleos en sectores del mercado que ofrecen más flexibilidad, y ganan mucho menos. Estas responsabilidades se reducen a medida que los hijos crecen y se hacen más independientes, y los ingresos de las mujeres aumentan en relación con los de los hombres en esos momentos. Pero otras exigencias familiares suelen aparecer algo más tarde en la vida, sustituyendo a las menores exigencias de los hijos.

La historia de Isabel y Lucas no es inusual. Cuando los licenciados universitarios encuentran pareja y empiezan a planificar una familia, se enfrentan a la disyuntiva de elegir entre un matrimonio de iguales o un matrimonio con más dinero.

Y, entonces, ¿qué debe contener el último capítulo?

Al principio del viaje en el que nos pilotea Goldin, cuando había enormes diferencias entre la educación de hombres y mujeres y cuando llevar una casa requería mucho más tiempo y trabajo, nadie podía imaginar cuáles serían los últimos impedimentos para la igualdad de condiciones: la estructura del trabajo y nuestras instituciones de cuidados.

Cada generación de mujeres del siglo XX dio un paso más en este camino, mientras una serie de avances en el hogar, la empresa, la educación y la anticoncepción allanaban el camino para este progreso. Cada generación amplió sus horizontes, aprendiendo de los éxitos y fracasos de la generación precedente y dejando lecciones para la siguiente oleada de mujeres. Cada generación pasó el bastón a la siguiente. El viaje nos ha llevado de la disyuntiva de tener una familia o una carrera a la posibilidad de tener una carrera y una familia. También ha sido un viaje hacia una mayor igualdad salarial y de pareja. Es una progresión complicada y polifacética que sigue desarrollándose.

Aunque hemos alcanzado una era de igualdad sin precedentes entre hombres y mujeres en lo económico, en cierto modo seguimos viviendo en la Edad Media. Nuestras estructuras laborales y de cuidados son reliquias de un pasado en el que sólo los hombres tenían carrera y familia. Toda nuestra economía está atrapada en una vieja forma de funcionar, obstaculizada por métodos primitivos de dividir las responsabilidades. Algo tiene que ceder.

A medida que aumenta el número de mujeres que aspiran a tener una carrera profesional, una familia y una pareja igualitaria, y a medida que aumenta el número de parejas que se enfrentan a demandas de tiempo que compiten entre sí, es imperativo que entendamos lo que la brecha económica de género revela realmente sobre nuestra economía y nuestra sociedad, para que podamos trabajar hacia soluciones que la cierren y hagan que el trabajo y la vida sean más equitativos para todos.

El último capítulo debe referirse a cómo se asigna, utiliza y remunera el tiempo de los trabajadores y debe implicar una reducción de la dependencia de la remuneración de determinados segmentos de tiempo. Debe implicar una mayor independencia y autonomía para determinados tipos de trabajadores y la capacidad de los trabajadores para sustituirse sin problemas. La flexibilidad en el trabajo se ha convertido en una ventaja apreciada, pero la flexibilidad tiene menos valor si tiene un alto precio en términos de ingresos. Los distintos tipos de flexibilidad temporal requieren cambios en la estructura del trabajo para que su coste sea reducido.

Hay muchas profesiones y sectores que han evolucionado hacia una flexibilidad menos costosa. Cuando los clientes perciben que hay un mayor grado de sustituibilidad entre los trabajadores, surge un esquema de pagos más lineal.

Algunos cambios se han producido de forma orgánica, a menudo debido a las economías de escala, otros han sido impulsados por la presión de los empleados y otros se han producido porque las empresas quieren reducir los costes laborales. No todos los puestos pueden cambiarse. Siempre habrá puestos 24/7, con empleados y directivos de guardia y a todas horas. Pero, dicho esto, la lista de puestos que pueden cambiarse es considerable.

Lo que debe contener el último capítulo para la igualdad de género no es un juego de suma cero en el que las mujeres ganan y los hombres pierden. Este asunto no es sólo cosa de mujeres. Muchos trabajadores se beneficiarán de una mayor flexibilidad, aunque los que no valoran esta comodidad probablemente perderán por su menor precio. Los sectores de rápido crecimiento de la economía y las nuevas industrias y ocupaciones parecen avanzar en la dirección de una mayor flexibilidad y una mayor linealidad de los ingresos con respecto al tiempo trabajado. El último capítulo necesita que otros sectores sigan su ejemplo.

Por otra parte, lean out es un movimiento en contra del último y desmiente la sabiduría convencional sobre la brecha de género. Sugiere que el paradigma de liderazgo actual surge de una visión masculina del mundo, y que el éxito depende de que las mujeres actúen más como hombres.


  1. “Techo de cristal” es un término empleado para referirse a las barreras invisibles, difíciles de traspasar, que representan los límites a los que se enfrentan las mujeres en su carrera profesional, no por una carencia de preparación y capacidades, sino por la misma estructura institucional. El término mommy track alude a una carrera que permite a la madre un horario de trabajo flexible o reducido, pero que tiende a frenar o bloquear la promoción profesional. 

  2. Lean in es un término acuñado por Sheryl Sandberg que habla de animar a las mujeres a perseguir sus ambiciones y de cambiar la conversación de lo que no podemos hacer a lo que “podemos hacer”. Animar a las mujeres a ser más firmes, especialmente en el lugar de trabajo. 

  3. La Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) es una agencia del Departamento de Salud y Servicios Humanos de los Estados Unidos.