Más de una vez imaginé las conversaciones entre los noctámbulos del famoso cuadro de Edward Hopper. Incluso imaginé que formaba parte, porque ahí adentro no hay tiempo ni identidades; sólo hay alguien de espaldas, que nos recuerda que cualquiera puede ser protagonista de la conversación. Incluso los muertos.

...decía recién que “por más egoísta que se pueda suponer al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse por la suerte de otros”, ¿escuché bien?

Escuchó bien. Y esos mismos principios “hacen que su felicidad le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla”.

Llamativo, viniendo de alguien como usted.

¿A qué se refiere con “alguien como usted”?

¿Acaso no es usted el profeta del egoísmo? Dice John Maynard Keynes que su pensamiento se funda “en la asombrosa creencia de que los peores motivos de los peores hombres de una u otra manera laboran para obtener los mejores resultados en el mejor de los mundos posibles”.

Debe estar confundiéndome con otra persona.

¿No fue usted quien escribió que “no es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”?

Es correcto. Y también dije que por eso “no invocamos sus sentimientos humanitarios, sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas”. Y por tonto que parezca, entender cómo llega la comida a nuestra mesa representa una de las interrogantes fundamentales de la economía como ciencia, porque para que eso suceda se necesita la coordinación de un sinfín de acciones, que involucran un sinfín de personas, con un sinfín de motivaciones, deseos y restricciones.

Justamente, se necesita la intervención de la mano invisible del mercado, capaz de transformar nuestros actos egoístas en una generosa contribución al bien común. Si actuamos de forma egoísta persiguiendo nuestro propio interés, esa fuerza sobrenatural nos guiará hacia el mejor de los mundos posibles. ¿No fue eso lo que proclamó hace 250 años?

De ninguna manera se me ocurriría sugerir que el egoísmo es el motor del mundo y que obra a través de una mano invisible. Una cosa es la persecución del interés personal y otra muy distinta es el egoísmo. Naturalmente, la preocupación por uno mismo está presente en todo lo que hacemos, y “el amor propio puede ser muchas veces un motivo virtuoso para actuar”. Desconocer eso sería desconocer la esencia de la naturaleza humana. Pero en ningún caso eso es incompatible con la preocupación por los demás. Lo que sí es incompatible con la preocupación por los demás es el egoísmo. Además, ¿una mano invisible? ¡Qué tontería!

¿O sea que nunca postuló a la mano invisible como un principio místico que endiosa la capacidad autoreguladora de los mercados y proscribe la intervención del Estado? De repente, el concepto más relevante e influyente del pensamiento económico ha quedado huérfano. ¿Es eso lo que está diciendo?

No sé ni por dónde empezar. En primer lugar, la mano invisible no es más que una metáfora trillada de mi época, que aparece en las obras de Homero, Shakespeare, Voltaire y otros tantos. Es apenas una referencia literaria popular, que de ninguna manera constituye la base de un principio fundamental de economía. Tampoco es un argumento irrefutable contra la intervención estatal, ni la piedra angular de la doctrina del laissez faire. Eso por un lado. Por el otro, y si no me falla la memoria, la mano invisible aparece únicamente tres veces en toda mi obra y en ningún caso en alusión a semejante mecanismo.

¿Cómo que sólo tres veces?

Así es. La primera aparición es en Historia de la Astronomía y en referencia explícita a la mano invisible de Júpiter, el dios romano. Creo que decía algo así como que “ni la mano invisible de Júpiter fue aprehendida para ser empleada en esos asuntos”. Verá, hace mucho tiempo, las religiones paganas atribuían los fenómenos naturales, como los truenos, a dioses, demonios y brujas. Y en ese contexto, utilicé la metáfora como una ironía para referirme a su credulidad.

Me decía que la usó dos veces más.

Sí, la segunda vez fue en Teoría de los sentimientos morales, mi obra favorita publicada allá por 1759. En esa oportunidad, fue para describir a los señores feudales que dividían su producción entre sus siervos en “aproximadamente las mismas proporciones que se distribuirían si la tierra se hubiera dividido en partes iguales”. Estos señores no están preocupados por la “humanidad” o por la “justicia”, y en su “egoísmo natural y rapacidad” sólo persiguen “sus propios deseos vanos e insaciables”. Sin embargo, emplean a miles de trabajadores pobres para producir y saciar esos deseos. Por eso es que “están dirigidos por una mano invisible para, sin pretenderlo, sin saberlo, promover el interés de la sociedad y la propagación de la especie”.

¿Entonces también es responsable de la teoría del derrame?

¿De qué teoría me habla? Yo lo que le quiero decir es que la mano invisible es un apoyo literario para facilitar la comprensión de mi argumento, es decir, para aterrizar una explicación compleja sobre la cadena de eventos que conecta una motivación personal (satisfacer deseos) con sus consecuencias no deseadas pero positivas para los demás (repartir sobras). Esa es precisamente la definición de una metáfora: un “recurso retórico” para describir de forma “llamativa e interesante” un “objeto”.

¿La dependencia mutua entre el señor feudal y sus siervos es el objeto?

Exacto. Y es la gula de estos personajes la que alimenta a los pobres. A través de ella, la producción y la riqueza gotean hacia los que están abajo. Cuando los señores contemplan la cosecha de sus campos se imaginan consumiéndola toda, pero la “capacidad de sus estómagos no es proporcional a la inmensidad de sus deseos”. Y dado que les sobra, y que necesitan de sus siervos para la próxima siembra, no tienen otra que distribuir. Es el exceso de lo producido que no puede ser absorbido por su capacidad estomacal lo que desborda, lo que derrama, lo que gotea sobre quienes están en la base de esa estructura piramidal. Más que la mano, es la gula invisible la que opera.

¡Por eso! Es el germen de la teoría del derrame.

No me siga atribuyendo teorías que me son ajenas, le pido por favor.

Bueno, discúlpeme y cuénteme de la tercera mención a la mano invisible.

Esa es en La riqueza de las naciones, en un capítulo sobre el comercio exterior y la política mercantil. En aquel entonces, Gran Bretaña no promovía el libre comercio. Por el contrario, mantenía un monopolio sobre sus colonias que restringía los intercambios comerciales en favor de los comerciantes británicos, que formaban “un ejército sobresaliente que intimidaba a la legislatura” para su provecho. Como las colonias no podían comerciar con otros países, el capital británico extraía ganancias superiores a las que correspondería en ausencia de esas barreras. Por eso era atractivo comerciar e invertir del otro lado del océano, aunque no era una actividad exenta de riesgos. Las distancias eran largas y muchas cosas podían salir mal.

¿Y eso qué tiene que ver?

Que muchos preferían el comercio y la inversión doméstica, porque si bien el beneficio era menor, ganaban en tranquilidad. Y cuando alguien “prefiere la actividad económica de su país a la extranjera, únicamente considera su propia seguridad, y al dirigir esa industria de tal manera, sólo piensa en su beneficio propio; pero en este como en otros muchos casos, es conducido por una mano invisible a promover un fin que no era parte de sus intenciones”. Acá la metáfora alude a la inseguridad de esos comerciantes que temían por los riesgos inherentes a las aventuras trasnacionales. No es la mano invisible la que actúa, es la cautela. La metáfora es un recurso didáctico para aterrizar la conexión entre ser precavido y beneficiar a la industria nacional.

Y si no entiendo mal, su crítica no es a la intervención del Estado, sino a su captura por parte de los comerciantes.

Por supuesto. Es al Estado mercantilista al servicio del lobby de esos grupos de interés, que confabulan para favorecerse sin el más mínimo resguardo por el interés público. Su interés “en cualquier rama particular del comercio o de la producción siempre es en algunos aspectos distinto y hasta opuesto al de la población”. Por eso “cualquier iniciativa de una nueva ley o regulación que provenga de ellos deberá siempre ser escuchada con precaución y nunca deberá ser adoptada hasta que haya sido examinada larga y cuidadosamente, con la atención más escrupulosa y llena de desconfianza”.

¿Por qué lo dice?

Porque “procede de un tipo de hombres cuyo interés nunca es exactamente el mismo que el de la población; que tienen generalmente un interés en engañarla e incluso en oprimirla, y que, de hecho, en ocasiones, la han engañado y oprimido”. No quiero generalizar, pero tampoco ignorar que muchas veces se juntan para amañar el partido. “Podría decirse que, al igual que las leyes de Dracón, las leyes que han obligado a los legisladores a aprobar para amparar sus monopolios absurdos y déspotas están escritas en sangre”.

Un poco fuerte, ¿no le parece?

Puede ser, pero imagino que sabrá que el monopolio “es uno de los peores enemigos de la buena gestión, pues esta sólo puede lograrse en un país por medio de la competencia libre y general”. Y si no lo sabe, permítame advertirle “que la gente del mismo rubro rara vez se reúne, incluso para alegría y diversión, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público o en algún acuerdo para elevar los precios”. Y eso es injusto, porque la ley “autoriza o al menos no prohíbe sus asociaciones, pero sí prohíbe la de los trabajadores. Carecemos de leyes del Parlamento contra las confabulaciones que pretenden rebajar el precio del trabajo; pero hay muchas contra las confabulaciones que aspiran a subirlo”.

¿Entonces la mano invisible es sólo una metáfora que nada tiene que ver con las bondades del libre mercado?

Así es. Soy un amante del mercado, pero ese amor nunca me encandiló ni me impidió reconocer sus limitantes. Nunca empañó mi juicio a tal punto de ignorar sus puntos ciegos. Todo lo contrario. En mi concepción, la intervención del Estado no puede restringirse sólo al rol de juez y gendarme. Pero cuidado, que “lo que más rápidamente aprende un gobierno de otro es el arte de sacar dinero del bolsillo de la gente”. Hay que buscar un balance.

¿Qué sugiere que debe hacer entonces?

Además de nivelar la cancha, debe atender aquellas actividades que no son rentables para los privados, pero que operan en beneficio de toda la sociedad. Por ejemplo, tiene que encargarse del gasto en obras públicas y del mantenimiento de las instituciones que atienden las necesidades del pueblo.

¿Ejemplo?

La educación, porque “si no existieran instituciones públicas para la educación, no se enseñaría ningún sistema o ninguna ciencia para la cual no existiese cierta demanda, o si las circunstancias de la época no considerasen esa enseñanza conveniente o necesaria, o por lo menos requerida por los mandatos de la moda”. Además, fíjese qué paradoja. Por un lado, la división del trabajo ha sido fundamental para aumentar la productividad y por esa vía la prosperidad. “Puede decirse que, en todas partes, la más importante mejora de las capacidades productivas del trabajo y la mayor parte de la habilidad, la destreza y el juicio con que es dirigido o aplicado tiene su origen en la división del mismo”.

¿Es su famoso ejemplo de la fábrica de alfileres?

Ese mismo. Si pensamos en esa fábrica, podemos imaginar que “un hombre estira el alambre, otro lo endereza, un tercero lo corta, un cuarto lo afila, un quinto lo lima en un extremo para colocar la cabeza” y así sucesivamente. Así, la producción de un alfiler se divide en hasta dieciocho operaciones diferentes. Gracias a este proceso, son muchísimos más los alfileres que pueden ser fabricados que si todo lo hiciera una sola persona. Por eso la división del trabajo ha sido fundamental para el desarrollo.

Pero mencionaba una paradoja, ¿no es así?

Claro, porque la destreza que adquiere un trabajador al reproducir infinidad de veces la misma tarea la adquiere “a costa de la virtud intelectual, social y atlética”. Por eso, alguien que se haya dedicado exclusivamente a esmaltar la cabeza de un alfiler toda su vida corre el riesgo de convertirse en “alguien perfectamente estúpido e ignorante”. Suena duro, pero déjeme desarrollar.

Adelante...

Me refiero a que, “con los progresos en la división del trabajo, la ocupación de la mayor parte de las personas que viven de su trabajo, o sea la gran masa del pueblo, se reduce a muy pocas y sencillas operaciones”. Y una persona que destina todo su día a esas operaciones “no tiene ocasión de ejercitar su entendimiento o adiestrar su capacidad inventiva”. Por eso, “aun en las sociedades labradas y civilizadas, este es el nivel al que necesariamente decae el trabajador pobre, o sea la gran masa del pueblo, salvo que el Gobierno se esmere en evitarlo”. Y es fundamental que lo haga, porque yo le pregunto: “¿Debe considerarse una mejora en las clases más bajas del pueblo como una ventaja o un inconveniente para la sociedad?”.

Como una ventaja.

¡Pues claro! “La respuesta inmediata es evidente. Los sirvientes, trabajadores y obreros constituyen, de lejos, la parte más abundante de cualquier gran sociedad política. Y lo que mejore la condición de la mayor parte nunca puede ser inconveniente para el conjunto. Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable. Además, es justo que aquellos que proporcionan alimento, vestido y alojamiento para todo el cuerpo social reciban una cuota del producto de su propio trabajo, suficiente para estar ellos mismos bien alimentados, vestidos y alojados”. Por eso el Estado debe jugar su papel. ¿Se da cuenta a qué nivel me han caricaturizado?

Siendo la división del trabajo clave del progreso y fuente de ignorancia, la intervención estatal es necesaria.

Eso mismo. “La educación del pueblo llano requiere quizás más la atención del Estado en una sociedad civilizada y comercial que la de las personas de rango y fortuna”. El trabajo de los pobres comienza a edades muy tempranas y “será tan constante y severo que dejará poco tiempo de ocio y menos inquietud para hacer y ni siquiera para pensar en ninguna otra cosa”.

Entiendo que la división del trabajo es la clave de la productividad, y que sus efectos negativos deben ser contrarrestados por el Estado, ¿pero qué rol juega el comercio?

Volviendo a los alfileres, contésteme qué puede hacer una nación con tantos alfileres. Poco y nada, dirá. Y estará en lo correcto. Pero ahí es justamente donde entra el comercio, porque “la división del trabajo es limitada por la extensión del mercado”. Si es muy chico, nadie se animará a especializarse en una única tarea. Por eso es tan importante el comercio. Esto puede parecer evidente ahora, pero créame que hace más de dos siglos no lo era. ¿O acaso no escuchó hablar de los mercantilistas?

No, cuénteme.

Antes se pensaba que la fuente de la riqueza derivaba de la acumulación de metales preciosos. Por ese entonces, “las naciones asumieron que su objetivo consistía en arruinar a los países contiguos” y “se acostumbraron a envidiar la prosperidad de aquellas con las que comerciaban y a considerar una derrota las ganancias ajenas”. El comercio era visto como una forma distinta de hacer la guerra, y el proteccionismo era el arma más potente. Es una idea que proviene de un “prejuicio y una animadversión nacionalista”, pero “no vale la pena perder el tiempo en demostrar que la riqueza no consiste en el dinero, el oro y la plata, sino en todo lo que el dinero puede comprar”. Y obviamente, es más lo que puede comprar en presencia del comercio que en su ausencia. El auge británico no fue producto de apilar metales, sino de la capacidad para dividir el trabajo y comerciar.

Si tomo por ciertas sus palabras, no habría pensador más malinterpretado que usted. Eso me recuerda al llamado “Das Adam Smith problem”, postulado por la Escuela histórica alemana.

¿Qué dice ese problema?

Que hay una contradicción entre sus dos libros. Más precisamente, entre el rol que desempeña el interés propio en la Riqueza de las naciones y el que tiene la empatía en la Teoría de los sentimientos morales.

¡Qué tontería! No existe tal contradicción porque abordan dos esferas separadas de la vida. El primero describe cómo nos comportamos en un mundo de intercambios impersonales, donde la mayoría de las interacciones, producto de la división del trabajo, son con extraños. En ese mundo la persecución del interés propio desempeña un papel central, porque coordina espontáneamente las acciones descentralizadas de una multiplicidad de individuos. Y esos individuos son, en la gran mayoría de los casos, completos desconocidos.

¿Y la segunda esfera?

Es en la que concurren la familia, los amigos y hasta los conocidos con los que generamos vínculo. Es la esfera de las relaciones personales, de donde derivamos el verdadero placer de existir. Cuando escribí que “el gran objetivo de la vida humana es eso que denominamos el mejorar nuestra propia condición”, no me refería sólo a la condición material. Ese es un asunto para tratar en un libro de economía, como lo hice. Pero la condición humana mejora cuando se eleva mucho más allá de eso. Ese es un asunto para tratar en un libro de moral, como también lo hice. Y en ese libro, no es el interés personal el que importa, sino la empatía. Y la empatía “no puede, en ningún sentido, ser considerada como un principio egoísta”.

¿La empatía?

¡Por supuesto! Nada es más importante que nuestra capacidad de reconocer los sentimientos de otros, de proyectarnos en su lugar y asumir su situación. Quizás en este dominio sí pueda existir una mano invisible, pero de la moral.

Sería algo así como que todos juntos, actuando espontáneamente, contribuimos a establecer una sociedad moral.

Exacto. Cada uno de nosotros aporta, con sus pequeñas y sutiles acciones cotidianas, a la generación de una sociedad moral con estándares mínimos de amabilidad, civilidad y buena convivencia. Cuando nos comportamos honorablemente, cuando somos empáticos y amables, y evitamos discriminar y burlarnos de otros, contribuimos a mejorar esa sociedad. Lo mismo cuando celebramos y reconocemos ese comportamiento en el resto. Pero, obviamente, lo mismo funciona en el sentido contrario. Y cuando somos crueles y nos reímos de otros, o cuando discriminamos y somos deshonestos, contribuimos a su degradación; cada paso que nos aleja de la amabilidad nos aleja de la civilización. Quizás, ante tanta crispación y polarización, ante tanta intolerancia, esa sea la lección más importante de mi obra.

Yo pensé que la principal lección era sobre el origen de la riqueza de las naciones.

La jerarquía de una lección no es algo estático; depende de la época. Pero si me apura, le diré que ese origen descansa en un autoengaño a gran escala sobre la naturaleza y el origen real de la felicidad.

¿A qué se refiere?

A que, por un lado, “el esfuerzo uniforme, constante e ininterrumpido de cada uno para mejorar su condición es el principio del que emana la riqueza pública y privada”. Sin embargo, por el otro, “la felicidad consiste en la tranquilidad y el placer”, que es lo que sacrificamos en ese esfuerzo. Quizás sea esta la mayor paradoja de la condición humana, joven amigo, así que permítame contarle lo que aprendí por viejo y no por zorro.

¿Qué aprendió?

Que durante toda la vida perseguimos la idea de una “holgura artificiosa y galana” que, incluso si la alcanzamos, no es en modo alguno “preferible a esa humilde seguridad y contentamiento que por ella abandonamos”. Y es en los “últimos trances” de la vida, con “el cuerpo agotado por la fatiga y la enfermedad, y el alma amargada con el recuerdo de mil injurias”, cuando caemos en cuenta de que “las riquezas y honores son meras chucherías de frívola utilidad, en nada más idóneas para procurar el alivio del cuerpo y la tranquilidad del alma”. Es ahí cuando “el poder y la riqueza se ven tal como son: gigantescas y laboriosas máquinas destinadas a proporcionar unas cuantas insignificantes comodidades para el cuerpo que consisten en resortes de lo más sutiles y delicados que deben tenerse en buen estado mediante una atención llena de ansiedades, y que, a pesar de toda nuestra solicitud, pueden en todo momento estallar en mil pedazos y aplastar entre sus ruinas a su desdichado poseedor”. Toda la vida detrás de una zanahoria que no es más que una proyección de nuestra miopía. Este es el mayor de los autoengaños; una verdadera tragedia.

Sabiendo que es así, ¿por qué persiste la tragedia con los siglos?

Quizás porque “la humanidad está dispuesta a simpatizar más enteramente con nuestra dicha que con nuestra pena, que hacemos ostentación de nuestra riqueza y ocultamos nuestra pobreza”. Y esta es otra tragedia, porque nuestra “disposición a admirar a los ricos y poderosos, y a menospreciar o ignorar a las personas pobres o de origen humilde, es la causa principal y más extendida de la corrupción de nuestros sentimientos morales”.

Si conociera las redes sociales...

No me diga que es otro mecanismo de ordenamiento social espontáneo.

Algo así, pero ese es otro tema... Antes de dejarlo ir, me gustaría preguntarle si guarda algún arrepentimiento.

Podría arrepentirme de haber trabajado como agente de aduanas durante los últimos años de mi vida. “El gran adalid del librecambio aceptó una tarea repetitiva cobrando aranceles para el Gobierno de su majestad”, ironizaron algunos. Pero la verdad es que no me arrepiento. Mi padre y muchos de mis parientes desempeñaron esa tarea, así que fue una forma de honrar una tradición familiar. También podría arrepentirme de no haberme casado. Pero como apuntó Friedrich Nietzsche, “un filósofo casado es, para decirlo claro, una figura ridícula”. Así que, pensándolo bien, no guardo grandes arrepentimientos. Estoy en paz.

Y en paz lo dejo entonces. Muchas gracias por su tiempo, Sr. Smith.

Referencias

  • La teoría de los sentimientos morales. Libro de Adam Smith
  • How Adam Smith Can Change Your Life: An Unexpected Guide to Human Nature and Happiness. Libro de Russ Roberts.
  • Adam Smith en contexto. Libro de Leónidas Montes Lira
  • El infiel y el profesor. Libro de Dennis Rasmussen
  • Kennedy, G. (2009). Adam Smith and the Invisible Hand: From Metaphor to Myth
  • Rothschild, E. (1994). Adam Smith and the Invisible Hand
  • Wight, J. B. (2007). The Treatment of Smith’s Invisible Hand
  • Inman, P. (2011). Beware false sightings of Adam Smith’s invisible hand

Nota
(*) Conversaciones imaginarias en el universo de Hopper. Volumen I: Friedrich Hayek. la diaria. Conversaciones imaginarias en el universo de Hopper. Volumen II: John Maynard Keynes. la diaria.