En 2024 habrá elecciones en 76 países; es un año récord para la democracia. Pero coincide con un auge alarmante del populismo de derecha, cada vez más habituado a decirles a los votantes que la culpa de sus padecimientos económicos es de las políticas de lucha contra el cambio climático. La izquierda progresista no consigue articular una contranarrativa convincente, a pesar de que las iniciativas de descarbonización tienen un claro potencial para mejorar los ingresos, la productividad y el crecimiento económico. De mantenerse la falsa dicotomía entre prosperidad económica y sostenibilidad ambiental, la transición verde no tendrá el apoyo político que necesita para ser un éxito.

Consideremos el debate que se desarrolla en Reino Unido por el Plan de Prosperidad Verde, con un presupuesto de 28.000 millones de libras (35.500 millones de dólares), que el Partido Laborista británico ha presentado como un instrumento clave para “convertir a Reino Unido en una superpotencia de la energía limpia”. En vez de centrarse en el monto del plan, la conversación debería girar en torno de las medidas necesarias para completar la misión declarada. No es la cantidad de dinero lo que resolverá el problema, sino presentar una estrategia para la movilización a gran escala de la inversión privada y pública hacia un objetivo colectivo.

Para convertir la energía limpia en motor de la estrategia laborista para las áreas de la industria, las finanzas y la innovación, se necesita una narrativa nueva. Los laboristas tienen que mostrar que un Estado orientado al cumplimiento de misiones que colabore con el sector empresarial para invertir e innovar con la mirada puesta en los resultados llevará a la creación de empleos y a mejoras en la capacitación de los trabajadores, la productividad y los salarios.

Hay seis argumentos que los laboristas pueden presentar en defensa de esta idea. En primer lugar, que la acción climática y el crecimiento económico no son objetivos contrapuestos. Reino Unido tiene una enorme industria verde y mercados de capital que puede aprovechar mediante inversiones del sector público orientadas a misiones. En 2050, el valor mundial de las industrias verdes superará los diez billones de dólares, y en Reino Unido crecen cuatro veces más rápido que el resto de la economía.

La inversión pública guiada por una misión clara puede crear nuevos mercados, atraer la inversión privada y aumentar la competitividad a largo plazo. Un buen ejemplo es la producción verde de acero en Alemania: el crecimiento del sector es resultado del programa de préstamos para inversiones verdes del banco público alemán KfW, que ayudó a crear de la nada un mercado para esta clase de producto.

En segundo lugar, la financiación de la acción climática es una inversión, no un costo. Las políticas orientadas a misiones pueden generar inversión privada, al aumentar la capacidad productiva de las empresas y alentar actividades económicas intersectoriales con efectos derrame positivos ahora y en el futuro. La misión Apolo de la NASA y la llegada a la Luna demandaron investigación y desarrollo no sólo en el área de la tecnología aeroespacial, sino también en nutrición, materiales, electrónica y software. Cámaras en los teléfonos, mantas isotérmicas, leche de fórmula, aplicaciones informáticas: son sólo algunas de cientos de innovaciones que todavía nos benefician.

Es posible aplicar la misma idea a las estrategias de lucha contra el cambio climático, invirtiendo en infraestructura, transporte, agricultura, energía e innovación digital. Los primeros países en hallar modos de producir acero y cemento con más eficiencia energética y extraer minerales clave con menos contaminación serán más competitivos cuando se normalicen los estándares ambientales. Y una economía digital que colabore con la descarbonización de diversos sectores atraerá inversiones de todo el mundo. O por poner otro ejemplo, un programa de almuerzos escolares que asegure a todos los niños el acceso a comidas saludables, sabrosas y sostenibles implica mecanismos de compra pública orientados a resultados y cooperar con empresas locales respetuosas del medioambiente en toda la cadena de suministro de los alimentos.

En tercer lugar, las misiones demandan financiación paciente, a largo plazo y con tolerancia a riesgos, y esa financiación puede atraer otros inversores e impulsar transformaciones en diferentes etapas del ciclo de innovación y negocios. Un modelo de financiación pública bien estructurado puede crear mercados nuevos y modificar los ya existentes, mediante la canalización de préstamos, subvenciones, garantías e instrumentos de renta fija y variable hacia empresas que estén dispuestas a invertir en la solución de problemas específicos. A veces se lo presenta como “reducir riesgos”, pero no es una descripción adecuada, ya que en estos casos estamos hablando de asumirlos (y por eso se necesitan mecanismos para la distribución de riesgos y beneficios).

En el caso de las fuentes de energía renovables, ya muchos bancos nacionales de desarrollo en todo el mundo han hecho inversiones arriesgadas en tecnologías que todavía no tienen un modelo de comercialización a escala. Tomando la delantera en proyectos con alto riesgo y gran demanda de capital, en sus primeras etapas, la financiación pública puede actuar como inversor de primera instancia (en vez de prestamista de última instancia) y desempeñar un papel fundamental en la creación y formación de nuevos mercados verdes.

En cuarto lugar, hay que prestar atención a las capacidades del sector público. Una misión nacional ambiciosa para la energía limpia demanda gobiernos decididos, competentes y bien equipados en los niveles nacional, regional y local, que trabajen juntos para aplicar una variedad de herramientas, por ejemplo, modelos de compra pública e inversión orientados a resultados. Para poner en práctica con eficacia un plan de acción climática por 28.000 millones de libras, las industrias verdes y los organismos públicos de Reino Unido necesitarán personal capacitado. Pero muchos gobiernos (y esto incluye a Reino Unido) se han vuelto ultradependientes de grandes consultoras con modelos de negocio extractivos, en detrimento de las capacidades del Estado. Es evidente la necesidad de un cambio de mentalidad: hasta el Partido Laborista ha cuadruplicado su dependencia de consultores.

En quinto lugar, una transición verde justa exige un nuevo contrato social, lo cual implica redefinir el típico acuerdo de asociación entre el Estado y las empresas. En momentos en que la tasa de ganancia es alta en todo el mundo, la tasa de inversión es reducida; esto se debe a la creciente financierización de las finanzas y de las empresas. En Estados Unidos y Reino Unido sólo el 20% de los fondos invertidos se destinan a la economía productiva; el resto fluye hacia otros ámbitos más especulativos: las finanzas, la provisión de seguros y los bienes raíces.

Para tener una economía centrada en el interés público, además de políticas redistributivas (como un impuesto progresivo a la riqueza), también se necesitan medidas predistributivas. Por ejemplo, el Partido Laborista debería incorporar a su Plan de Prosperidad Verde condicionalidades que aseguren el acceso de los consumidores a bienes y servicios o el reparto de las ganancias resultantes del apoyo público entre una variedad más amplia de partes interesadas, incluidos los trabajadores. Las empresas que reciban apoyo público deben comprometerse a reinvertir las ganancias en innovación verde y en mejorar las condiciones de trabajo y los salarios. Y como muestra la reciente victoria en Estados Unidos del United Auto Workers, los sindicatos son esenciales para garantizar que la descarbonización de la economía produzca una mayor capacitación de los trabajadores y que las mejoras de productividad se trasladen a mejoras salariales.

Finalmente, el plan de 28.000 millones de libras debe verse como una inversión en el futuro financiero del país. Aunque la inversión pública pueda aumentar el déficit a corto plazo, la expansión económica que descarbonice la capacidad productiva en los sectores industriales y de servicio reducirá en última instancia el cociente deuda/PIB. La austeridad fiscal de los últimos 15 años debilitó no sólo el tejido social, sino también la economía y su potencial de crecimiento (como el brexit, que restó volumen de mercado a la industria británica). Proveyendo un núcleo dinámico para las inversiones e innovaciones verdes de toda la economía (por ejemplo, con servicios públicos como la movilidad sostenible), un gobierno orientado a misiones puede mejorar la posición fiscal del país a largo plazo. Para el clima y para la sociedad, la inacción es la opción más costosa.

Esto se puede financiar de muchas maneras; un ejemplo son los green gilts británicos (bonos públicos diseñados específicamente para iniciativas verdes), así como las propuestas de reformar la obsoleta normativa británica aplicada a las cuentas públicas: hoy los préstamos otorgados por bancos de inversión estatales se incluyen en la deuda pública total y no se contabilizan los rendimientos que le generan al Estado. Esta extraña norma infla artificialmente las cifras de deuda pública. Con sólo alinear sus reglas con los estándares internacionales, Reino Unido podría hacer un uso más eficaz de sus bancos públicos (por ejemplo, el UK Infrastructure Bank).

En un año con tantas elecciones, es imprescindible una narrativa verde progresista. Para persuadir a los votantes, debe mostrar de qué manera nuevas inversiones públicas y privadas orientadas a resultados social y ambientalmente beneficiosos pueden crear un multiplicador de crecimiento en toda la economía, con efectos positivos para la gente y el planeta.

Mariana Mazzucato es fundadora y directora del Instituto para la Innovación y el Propósito Público en el University College de Londres y preside el Consejo sobre la Economía de la Salud para Todos de la Organización Mundial de la Salud. Traducción: Esteban Flamini. Copyright: Project Syndicate, 2024.