Eran las 4.01 de la madrugada en Chicago cuando el teléfono comenzó a sonar. Minutos después, otra llamada, y luego unas cuantas más: 4.02, 4.04, 4.07... Es que, mientras James A Robinson dormía profundamente, en Estocolmo anunciaban que había obtenido el Premio Nobel de Economía. Finalmente, fue su esposa la que terminó atendiendo el teléfono, una hora y media después. Todavía aturdido por el sueño, Robinson se preparó un café, y antes de las seis de la mañana ya tenía al equipo de prensa de la universidad organizándole sus primeras entrevistas.
Robinson, conocido y galardonado por su trabajo pionero sobre las instituciones y su impacto en el desarrollo económico, asistió a una de las conferencias regionales más prestigiosas de la disciplina, que este año tuvo a la Universidad de la República como sede. Durante la entrevista, Robinson se mostró profundamente preocupado por el colapso del “ethos democrático” que atraviesa al mundo y el nuevo viraje hacia sociedades más jerárquicas. Su preocupación se extiende principalmente sobre Estados Unidos, tras la nueva victoria de Donald Trump, y la amenaza que puede suponer para las instituciones estadounidenses.
Esta es una preocupación que comparte con su colega y coautor Daron Acemoğlu, que también recibió esta distinción en reconocimiento del trabajo conjunto que han hecho durante las últimas décadas para desentrañar cómo el lenguaje “institucional” es capaz de capturar las causas del éxito o del fracaso de los países en su tránsito hacia el desarrollo.
A nivel regional, no dudó en calificar la experiencia de Javier Milei en Argentina como “un desastre total”, señalando las enormes dificultades de implementación que tienen sus propuestas en un contexto institucional frágil y anticipando, más temprano que tarde, un triste desenlace para esta “utopía libertaria”. También se refirió a los problemas y desequilibrios estructurales de Latinoamérica, con un amplio conocimiento de la realidad de varios países de la región, poniendo el foco sobre lo que llamó el “Estado mágico”, una idea que identifica entre los factores que han impedido abordar seriamente los desafíos inherentes al desarrollo.
¿De dónde proviene tu interés por el rol de las instituciones en el devenir de los países?
Cuando éramos estudiantes de pregrado, tanto el profesor Daron Acemoğlu como yo leímos el libro El ascenso del mundo occidental, de los historiadores Douglass C North y Robert Paul Thomas. Lo leímos en un contexto académico, en el que también estudiábamos otras obras sobre la revolución industrial y el surgimiento del capitalismo, como La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber, además de enfoques más orientados hacia un análisis puramente economicista. Ahí comenzamos a entender que había algo en esa narrativa sobre el papel de las instituciones que parecía particularmente acertado.
Yo luego hice mi doctorado en teoría económica pura. Sin embargo, muchas de las inquietudes tempranas que habían surgido de aquellas lecturas seguían latentes, aunque no sabía cómo estudiarlas. Por eso fue que estrechamos el vínculo con Acemoğlu, dado que ambos compartíamos el mismo impulso intelectual; pensábamos igual sobre las cosas que nos interesaban, como la historia, el papel de las instituciones y la política. El tema es que nadie estudiaba eso en economía, y nos tomó años comprender cómo usar las herramientas propias de nuestra formación académica para abordar esas preguntas que nos inquietaban desde aquellas primeras lecturas.
Además, esos libros, en particular el de North y Thomas, trataban exclusivamente sobre Europa occidental, porque ellos nunca habían estudiado realmente lo que había sucedido en el mundo que estaba en vías de desarrollo, que era donde estaba nuestro principal interés. Entonces, a medida que comenzamos a explorar más a fondo lo que pasaba en esos países, y a realizar trabajo de campo allí, tomamos conciencia de lo clave que eran las instituciones para el desarrollo, de la potencia que tenía ese lenguaje para estos contextos. A partir de ahí, entendimos que los problemas en muchos de estos países se debían a que las energías de las personas estaban mal canalizadas –por ejemplo, hacia la búsqueda de rentas o de intereses particulares–, o bien a que el sistema político no funcionaba correctamente, careciendo de mecanismos adecuados de rendición de cuentas, entre otras disfuncionalidades.
Desde entonces, coincidimos con Acemoğlu en que el enfoque institucional era el más adecuado para explicar las diferencias entre las trayectorias de los países. En efecto, el enfoque de las instituciones nos pareció que era fundamental para comprender por qué hay sociedades que alcanzan determinados niveles de desarrollo y otras que no, así como las consecuencias de las estructuras que configuran esas instituciones.
¿Por qué te enfocaste particularmente en América Latina?
Porque quería aprender sobre el resto del mundo, básicamente. Sabía mucha matemática y teoría, y quería sumergirme en un contexto diferente. Yo ya había trabajado en África y en aquel momento tenía un amigo colombiano, Ricardo Ortega, que trabajaba en la Universidad de los Andes y que un día me invitó a enseñar en una escuela de verano que tenían allá. Cuando llegué, lo primero que pensé fue “por Dios, esto es realmente interesante”. Me gustó mucho la universidad y los estudiantes eran fantásticos. Fue una gran oportunidad para profundizar mi comprensión de un mundo diferente, porque, si bien podía sentarme y leer libros al respecto, esa aproximación no era suficiente para mí.
¿Cuáles son las conexiones entre las agendas de desarrollo de América Latina y África?
En mi perspectiva, diferentes partes del mundo tienen tipos de equilibrios muy diferentes. Diría que África es muy distinta a América Latina porque, por ejemplo, en África existen muchas instituciones tradicionales que son muy fuertes, instituciones sociales e instituciones políticas tradicionales. En algunas partes de América Latina también se da eso, como en Bolivia o Guatemala, donde la cultura indígena sigue siendo muy fuerte. Pero, por ejemplo, hace unos años, justo antes de la pandemia, hice trabajo de campo en Bolivia con un economista boliviano. Visitamos pueblos y comunidades rurales en Oruro, y era como estar en África: comunidades muy fuertes, instituciones políticas tradicionales, cocinas comunales, trabajos comunales e incluso legislación comunal. Eso es muy parecido a las tradiciones africanas.
Sin embargo, creo que hay muchas diferencias en términos de las herramientas culturales con las que cuentan las distintas regiones del mundo para construir estados y sociedades modernas. No estoy seguro de que sea sencillo conciliarlas. Y durante los últimos 30 años lo que he estado explorando son justamente esas diferencias para tratar de caracterizarlas, en lugar de pensar qué pueden aprender los colombianos de los africanos o viceversa. Más bien, creo que los académicos en Occidente, especialmente en Estados Unidos, necesitan aprender mucho más sobre el resto del mundo; realmente no prestan atención. Y para mí ese es uno de los problemas más grandes: la falta de atención al estudio de otras sociedades. Hay diferencias enormes entre estas sociedades en términos culturales y filosóficos que aportan a la comprensión de estas problemáticas, y fue por eso que fui deslizando mi interés hacia las economías en desarrollo y en particular hacia esta región.
Desde una perspectiva institucional, ¿cómo explicás el declive en el apoyo a la democracia?
Creo que se trata de una desilusión con la democracia como idea. Piensa en América Latina, cuando se dio la llamada “tercera ola de democratización” en los años 80: Bolivia se democratiza, lo mismo Perú, Argentina y Uruguay; los militares desaparecen. Centroamérica, por otra parte, se democratiza durante los años 90. La gente tenía grandes expectativas y pensaba que sus vidas cambiarían drásticamente. Pero resulta que construir una democracia funcional es difícil. La democracia puede ser clientelista, corrupta, no necesariamente transformadora. Las instituciones estatales son muy débiles, y la democracia no siempre genera los incentivos correctos para fortalecer esas instituciones. Por eso, creo que la gente está desilusionada y busca algo diferente, dado que no visualiza el impacto transformador que les fue prometido. Por otro lado, yendo a un nivel más profundo, también diría que los seres humanos somos buenos justificando jerarquías y encajando en ellas. Si mirás en profundidad la historia de la humanidad, nuestros parientes primates más cercanos –gorilas, chimpancés– son extremadamente jerárquicos. De alguna manera, los Homo sapiens emergieron con un modelo más igualitario y con mecanismos para controlar esas jerarquías. Pero para mí siempre existe una lucha, una tensión, entre la jerarquía y una visión más igualitaria de la sociedad. Desde esa perspectiva, ante la desilusión que comentaba, lo que sucede ahora (la vuelta hacia una estructura más jerárquica) parece algo natural.
En ese sentido, creo que ahora lo que estamos viendo es un colapso de ese ethos democrático y un retorno a ese modelo más jerárquico. Piensa en Thomas Hobbes en el siglo XVII o en Platón, ese modelo sigue reapareciendo en la historia humana. Y creo que eso es lo que está pasando ahora: la gente está perdiendo confianza en la democracia. ¿Cuál es la alternativa? Algo mucho más jerárquico, depositar toda la confianza en un líder, el Leviatán.
¿Identificás amenazas específicas en términos de degradación institucional con un segundo mandato de Donald Trump?
Sí, creo que el mayor problema es que hay muchos desafíos en Estados Unidos. La mayoría de los estadounidenses no están mejor ahora que hace 50 años. La movilidad social se ha desacelerado, los buenos empleos han desaparecido y la gente es infeliz. Trump de alguna manera entiende eso, no sé cómo, pero lo entiende, mientras los demócratas no parecen entenderlo. Sin embargo, las políticas que propone no abordan esos problemas. Por ejemplo, la causa de estos problemas no son los inmigrantes latinoamericanos. Trump se enfoca en temas que no van a resolver estas problemáticas, por lo tanto, esos problemas no desaparecerán, seguirán allí en cuatro años y probablemente se acentúen. Por ejemplo, el impacto de las tarifas y los aranceles, el efecto de los recortes de impuestos a los ricos sobre el déficit fiscal o la erosión de la independencia de la Reserva Federal.
En cuatro años los problemas seguirán ahí y probablemente la cosa sea peor. Su popularidad disminuirá y, entonces, ¿qué hará? Sabe que no puede dejar que las elecciones ocurran y tratar de influir en el resultado posteriormente. Por eso, lo que sabe es que tiene que asegurarse de controlar la elección desde el principio. Creo, en ese sentido, que intentará arreglar las elecciones en el futuro. Él será muy impopular y todo será caótico. Ese es, para mí, el gran desafío.
¿Cómo visualizás el auge de Javier Milei? ¿Es un modelo que puede funcionar?
Es un desastre, un desastre total. Tendrá 18 meses de éxito y luego colapsará en hiperinflación o algo así. La pobreza ya supera el 50%. Para mí, la economía está incrustada en la sociedad y en la política. Esta idea de que hay algo llamado “la economía” y que si la arreglamos el resto de la sociedad seguirá adelante es absurda. Creo que hemos visto fallar esa idea muchas veces. Esa fue precisamente la idea que primó durante la década de los 90, con Carlos Menem. ¿Y cómo terminó eso? Muy mal, con el corralito y todo lo que sucedió después. Y eso es lo que tendremos ahora. No sé en qué forma se manifestará todo eso, si en una suerte de corralito 2.0 o en alguna otra expresión, pero algo sucederá; está acabado. El utopismo libertario es un modelo que está totalmente desconectado de la realidad de la sociedad argentina.
Has señalado que hay tres desequilibrios clave que dan forma a las sociedades latinoamericanas, incluido el que denominás “Estado mágico”. ¿Cómo definirías este concepto?
Es una idea con la que estamos jugando, asociada al concepto de realismo mágico. Lo que dije en mi conferencia es que hay muchas cosas en América Latina que no entiendo, y no creo que los científicos sociales las comprendan bien. Entonces, estamos tratando de desarrollar una forma de hablar sobre algunas de ellas. Pienso que hay una historia de utopismo en América Latina, de un tipo de utopismo, una tradición de imaginar una sociedad ideal. Ese es el concepto, o la premisa, que está detrás de esa noción de “Estado mágico”. Mover la Navidad para que empiece antes, como propuso Nicolás Maduro, es una utopía, por poner un ejemplo.
Por supuesto, esto interactúa con otras cosas. Por ejemplo, ¿por qué existe este Estado mágico en Venezuela? Bueno, tienen todo ese petróleo, lo que permitió que ciertas cosas sucedieran. Pero no es sólo el petróleo. Les pongo uno de mis ejemplos favoritos sobre este país, que proviene de los años 50, y es el de la llamada Torre Polar. ¿Han oído hablar de ella? La Torre Polar fue de los primeros edificios en el mundo con ventanas especiales de piso a techo, con un tipo de arquitectura específica que ahora no recuerdo cómo se llama y que tenía un enorme problema: el edificio está en los trópicos y no tenía aire acondicionado, así que fue inhabitable durante una década porque era completamente impráctico para el clima. Esto fue antes del auge del petróleo y muestra un tipo de utopismo que está fuera de sintonía con la realidad de la sociedad. Es otro ejemplo puntual, pero es el tipo de problemática a la que me refiero.
¿Considerás que los latinoamericanos todavía buscamos y demandamos estas ideas utópicas?
Sí. Mirá lo que está pasando en México con el presidente López Obrador. Está prometiendo una utopía, básicamente. Creo que esto ocurre todo el tiempo, excepto en algunos casos. En términos generales, la discusión sigue siendo muy utópica. Se propone lo ideal, pero al ser utópico no funciona. Y lo que vemos es que cuando esos proyectos fracasan, en América Latina no se ajustan, sino que vuelven con un proyecto utópico nuevo. Esa demanda de utopías está fuertemente conectada al encanto del populismo y es una consecuencia del período colonial.
Desde la perspectiva del crecimiento inclusivo, ¿cómo visualizás el papel de las élites latinoamericanas hoy en día? Especialmente considerando cómo la desigualdad moldea élites que muchas veces son disfuncionales para el crecimiento.
No estoy seguro de que haya habido mucho cambio, para ser honesto. Creo que hay grandes diferencias dependiendo del país. Por ejemplo, di una charla en Chile y alguien organizó una reunión con varios líderes empresariales. Fue muy interesante porque todos ellos parecían comprender la importancia de los problemas actuales, el descontento de la gente, y estaban tratando de entender por qué. ¿Por qué hay disturbios? ¿Por qué las personas destruyen el metro? ¿Por qué están tan descontentos?
Por otro lado, y en contraste, participé en una cena en Bogotá con oligarcas empresariales colombianos y fue completamente diferente. Estaban en un estado de total negación, pensaban: “Somos geniales, este país no sería nada sin nosotros”. Era un enfoque totalmente distinto. Por eso, creo que varía mucho dependiendo de con quién hables y en qué país estés.
¿Considerás que las redes sociales, por su impacto, pueden caracterizarse como una nueva institución o como algo que será moldeado por las viejas instituciones? Por ejemplo, tomando como referencia el rol de Elon Musk y el derrotero de X.
No estoy seguro de cuál es la respuesta a eso. Cuando Trump ganó la primera vez, todos decían que su éxito se debía a que estaba todo el tiempo en Twitter [ahora X]. Pero ahora no estuvo y ha ganado más apoyo aún. Sobre esto hay una investigación muy interesante de Matthew Gentzkow, un economista de Stanford, que realizó un experimento utilizando Facebook. Concretamente, les pagaron a personas para que no usaran Facebook durante tres meses y analizaron el impacto de eso en sus actitudes políticas. ¿Qué mostraron los resultados? Un impacto casi nulo.
Mi entendimiento es que Twitter es algo elitista. Los estadounidenses de clase trabajadora no usan Twitter. Es más para personas como nosotros. Por eso, creo que enfocar todo en las redes sociales es un error. Los problemas reales en Estados Unidos no tienen nada que ver con eso. Trump acaba de obtener una victoria masiva y decir que eso fue por las redes sociales es una excusa y minimiza los problemas fundamentales que enfrentan las personas. Pero reitero, no estoy seguro de cuál es la respuesta a la pregunta y no creo que haya una respuesta sencilla.
Las instituciones, incluidas las redes sociales, dependen de cómo están organizadas y reguladas. La democracia ha florecido en contextos donde la mayoría de los medios son privados y están en manos de oligarcas. Por ejemplo, en Colombia, los dos periódicos más grandes son propiedad de las dos personas más ricas del país, El Tiempo y El Espectador. Sin embargo, no interfieren en los contenidos porque entienden que un periodismo independiente ayuda a mantener los procesos de rendición de cuentas y a fomentar un país más funcional. Es un ejemplo interesante de cómo algunos actores entienden el panorama general. Colombia podría ser como Guatemala y tener un tercio del nivel del PIB que tiene, pero entonces ellos no ganarían tanto dinero y además vivirían en un país peor. Así que, en cierto modo, internalizan eso y actúan de esa manera, en lugar de ir por un enfoque más cortoplacista censurando noticias o interviniendo de otras formas.
Mirando hacia adelante, ¿sos optimista o pesimista sobre el futuro?
No lo sé. Creo que claramente habrá un retroceso en la globalización y que el crecimiento económico será más lento. Eso será malo para América Latina, porque los precios de las materias primas caerán. Pero, al final del día, el problema es que América Latina tampoco ha logrado construir con éxito un crecimiento sostenible basado en esos recursos. Recuerdo una vez que participé en una conferencia en Venezuela y noté cómo se genera un desastre cuando el precio del petróleo baja, pero también cuando sube. En ese sentido, los ejemplos exitosos en el mundo, como Corea, Taiwán, China o Singapur, no se basan en recursos naturales, sino en invertir en personas y en construir instituciones.
Por eso, para América Latina, el panorama más amplio incluye desafíos a la democracia, obviamente, un crecimiento económico más lento y mercados en contracción para las exportaciones. Además, podríamos ver una mayor fragmentación geopolítica a partir de las acciones proteccionistas de Estados Unidos y de otros desarrollos que están ocurriendo en el mundo. ¿Una nueva Guerra Fría? Es difícil de predecir. Tampoco sabemos con exactitud cuál es la estrategia de China, o qué es lo que están tratando de hacer. Eso también es difícil de predecir. Pero está claro que el próximo decenio será complicado.
Agradecemos a los organizadores de la conferencia, en particular a Verónica Amarante, Leandro Zipitría, Florencia Amábile, Maira Colacce, Mauricio De Rosa y Luis Frones.