La delincuencia violenta en América Latina y el Caribe se ha cobrado durante décadas muchísimas vidas y medios de subsistencia. Fuera de las zonas afectadas por las guerras, la región es la más violenta del mundo, a la cabeza en tasas de asesinatos, robos a mano armada y otros delitos violentos. Pero las consecuencias económicas son igualmente devastadoras. Entender en qué medida la delincuencia actúa como un impuesto sobre el desarrollo —un impuesto que la región ya no puede darse el lujo de pagar— podría ayudar a los gobiernos de América Latina y el Caribe a diseñar sus respuestas políticas.
Nuestro estudio reciente de 22 países de América Latina y el Caribe le pone precio a la violencia delictiva de la región: cada año se pierde el 3,4% del PIB (o 192.000 millones de dólares) en costos relacionados con el crimen. Esto equivale al 78% del gasto en educación de la región, y al doble de lo que se destina a programas de asistencia social. Este despilfarro representa muchas oportunidades perdidas de crecimiento y desarrollo. Peor aún, esta cifra coincide con nuestras conclusiones a partir de 2017, que ponen de relieve la naturaleza persistente de la crisis de delincuencia.
Los homicidios le cuestan a la región el 0,45% del PIB, y la región del Caribe es la que soporta la carga más pesada, con un 0,71%. La maquinaria dedicada a hacer cumplir la ley —la policía, las cortes y las cárceles— consume otro 1,08%. Más allá de los costos directos de construcción y mantenimiento de los complejos penitenciarios, el encarcelamiento crea un efecto dominó de pérdida de productividad que se extiende de generación en generación. Quizá lo más preocupante sea el impuesto al espíritu empresarial: las empresas gastan el 1,6% del PIB en medidas de seguridad.
Pero esas cifras apenas arañan la superficie del verdadero costo de la delincuencia para las economías de la región. Los inversores extranjeros, especialmente en sectores vitales como las finanzas y la agricultura, huyen de ella. Las mujeres abandonan el mercado laboral, exacerbando las desigualdades de género existentes. Los resultados educativos se resienten, ya que las escuelas en las zonas de alta criminalidad tienen dificultades para mantener la asistencia y ofrecer una enseñanza de calidad. La confianza —la infraestructura invisible de una economía que funciona— se erosiona, no sólo en las instituciones sino también entre los ciudadanos. Incluso el medio ambiente sale perjudicado, ya que la explotación de los recursos naturales y la degradación de los ecosistemas por parte de las organizaciones criminales quedan fuera de control.
Superar la crisis de la delincuencia supondría un gran impulso para las economías de América Latina y el Caribe. Según nuestro estudio, si se redujera la tasa de delincuencia al nivel promedio de seis países europeos -República Checa, Irlanda, Países Bajos, Polonia, Portugal y Suecia-, la región podría desbloquear el equivalente a alrededor del 1% del PIB (o 57.000 millones de dólares). Estos recursos podrían reorientarse hacia medidas que construyan comunidades más fuertes y fomenten el crecimiento sostenible. Un estudio del Fondo Monetario Internacional sugiere que la reducción de las tasas de homicidio en los países de la región al promedio mundial podría impulsar el crecimiento económico anual en 0,5 puntos porcentuales —alrededor de un tercio del crecimiento de la región entre 2017 y 2019—.
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID), donde ambas trabajamos, ha compilado una base de datos de intervenciones contra la delincuencia de eficacia probada. Los resultados sugieren que la reducción de la violencia requiere un enfoque múltiple. Los responsables de las políticas de América Latina y el Caribe deben implementar reformas institucionales para mejorar la eficiencia del gasto en seguridad, y la eficacia y equidad de los sistemas judiciales. De igual importancia son los programas sociales específicos que abordan las causas profundas de la delincuencia y fomentan la creación de empleo en las comunidades vulnerables.
Por ejemplo, cuando Brasil aplicó estrategias policiales basadas en datos y resultados, los homicidios disminuyeron hasta un 17%. Esto demuestra que el cambio es posible cuando existe la voluntad política de adoptar reformas basadas en pruebas.
Pero los desafíos actuales exigen una respuesta coordinada a escala regional. Las redes delictivas son cada vez más transnacionales y están cada vez más interconectadas, y se han vuelto más sofisticadas a la hora de evitar ser detectadas, mientras que los esfuerzos para combatirlas siguen estando fragmentados. Para mejorar la cooperación regional, el BID se asoció con 18 países para lanzar la Alianza para la Seguridad, la Justicia y el Desarrollo. Esta alianza permitirá a los gobiernos elaborar políticas de lucha contra la delincuencia basadas en pruebas y coordinar su implementación. El Banco Mundial, Interpol y la Organización de Estados Americanos (OEA) se encuentran entre las 11 organizaciones que se han sumado a la iniciativa.
Los países de América Latina y el Caribe poseen un potencial extraordinario: son ricos en biodiversidad y en los minerales que impulsarán el cambio de la economía global hacia la energía verde, y tienen los recursos agrícolas para alimentar al mundo. Aunque la violencia ha obstaculizado el crecimiento de la región, no tiene por qué definir su futuro. Si fomentamos la colaboración para reforzar las instituciones públicas e implementar políticas contra la delincuencia basadas en pruebas, podemos conseguir que los países de la región no sean noticia por el aumento de la violencia, sino por la mejora de sus estándares de vida.
Nathalie Alvarado es jefa de Seguridad Ciudadana y Justicia del Banco Interamericano de Desarrollo. Ana María Ibáñez es vicepresidenta de Sectores y Conocimiento del Banco Interamericano de Desarrollo. Copyright: Project Syndicate, 2024.