La pandemia de la covid-19, la inflación y las guerras han alertado a los gobiernos sobre las realidades de lo que hace falta para hacer frente a las crisis masivas. En tiempos extraordinarios, los responsables de las políticas muchas veces redescubren su capacidad para tomar decisiones audaces. La velocidad acelerada con que se desarrolló y se distribuyó la vacuna contra la covid-19 fue un buen ejemplo.

Pero prepararse para otros desafíos requiere de esfuerzos más sostenidos en un “gobierno orientado por misiones”. En una suerte de evocación del lenguaje y de las estrategias exitosas del sueño lunar de la era de la Guerra Fría, los gobiernos de todo el mundo están experimentando con alianzas público-privadas y programas políticos ambiciosos en búsqueda de objetivos sociales, económicos y ambientales específicos. Por ejemplo, en Reino Unido, la plataforma de campaña de cinco misiones del Partido Laborista ha provocado un debate agitado sobre si crear o no una “economía de misiones” y cómo hacerlo.

Un gobierno orientado por misiones no tiene que ver con alcanzar una observancia doctrinal a algún conjunto original de ideas; se refiere a identificar los componentes esenciales de las misiones y aceptar que los diferentes países pueden necesitar estrategias diferentes. Tal como están las cosas, el panorama emergente de las misiones públicas se caracteriza por una nueva rotulación o reconversión de las instituciones y políticas existentes, con comienzos más titubeantes que arranques acelerados. Pero eso está bien. No deberíamos esperar que un cambio radical en las estrategias de confección de políticas se produzca de la noche a la mañana, o inclusive durante un ciclo electoral.

En especial en las democracias liberales, un cambio ambicioso exige el compromiso de un amplio rango de sectores para garantizar la aceptación pública, y asegurarse de que los beneficios se compartan ampliamente. La paradoja en el corazón de un gobierno orientado por misiones es que persigue objetivos políticos ambiciosos y claros en su articulación a través de infinidad de políticas y programas basados en la experimentación.

Este abrazo de la experimentación es lo que separa las misiones de hoy de las misiones de la era del sueño lunar (aunque sí refleja la estrategia experimental de la administración Roosevelt durante el Nuevo Trato de los años 1930). Los desafíos sociales importantes, como la necesidad urgente de crear sistemas alimentarios más equitativos y sustentables, no se pueden abordar de la misma manera que un alunizaje. Este tipo de sistemas consta de múltiples dimensiones tecnológicas (en el caso de los alimentos, estas van de la energía hasta la gestión de desechos) e involucra a agentes muy extendidos y muchas veces desconectados, y a un conjunto de normas, valores y hábitos culturales.

La transformación de estos sistemas complejos requiere de un conjunto de programas destinados a un objetivo común, no a una estrategia que dictamine de qué manera cada sector o empresa debería resolver la parte del desafío que le corresponde. En lugar de intentar eliminar la complejidad, las misiones exitosas de hoy harán que esta sea central en la confección de las políticas.

En consecuencia, el éxito depende de entender qué misiones se supone que no lo son. Por empezar, las misiones no son ejercicios de planificación verticalista dirigidos por responsables de políticas omniscientes. El proceso depende de que el descubrimiento y la competencia empresarial en el sector privado pujen junto a la experimentación necesaria para descifrar qué soluciones funcionan.

Las misiones tampoco son sinónimo de política industrial, pero pueden (y, seguramente, deberían) forjar este tipo de políticas y aclarar sus propósitos o métrica de éxito. Por ejemplo, ¿qué significa que una política impulse la competitividad? ¿Estamos hablando de aumentar la productividad, las exportaciones y el PIB, o de salarios y formas de crecimiento más sustentables? Esto último requeriría una directiva de misiones, porque los mercados por sí solos no necesariamente arrojarían los resultados deseados.

Las misiones no tienen que ver exclusivamente con la ciencia, la tecnología y las políticas de innovación. Invertir en educación de alta calidad e investigación básica no requiere de una misión. Ya sabemos que hacer esto ofrece amplios beneficios sociales y económicos. Pero cuando queremos que la educación y la investigación nos ayuden a enfrentar un desafío específico, necesitamos una misión. Por ejemplo, si Reino Unido pretende apalancar su sistema de innovación para hacer frente a la desigualdad, debe garantizar que el financiamiento contribuya a la diversidad de lo que se está estudiando, investigando o desarrollando.

En el mismo sentido, el crecimiento general no es una misión. Por supuesto, las misiones pueden fomentar la colaboración, la innovación y las inversiones intersectoriales en búsqueda de un objetivo común, provocando así derrames tecnológicos, contribuyendo a la productividad y a la creación de empleos y, en definitiva, generando crecimiento económico. Pero debe incluirse la reciprocidad en los contratos: los subsidios, los préstamos y las garantías deberían estar condicionados al sector comercial que invierta en aquella innovación que conduzca a mejores sistemas de producción y distribución (más inclusivos y sustentables).

Por ejemplo, la Ley Chips y Ciencia de Estados Unidos requiere que las empresas de semiconductores que reciben fondos públicos reinviertan las ganancias (en lugar de recomprar sus propias acciones) en mejores condiciones laborales y cadenas de suministro eficientes en materia energética. Cuando se las estructura correctamente de esta manera, las misiones pueden tener un efecto multiplicador, que genere una mayor inversión comercial y, en definitiva, impulse más el PIB por cada dólar invertido.

No basta, simplemente, con ponerse de acuerdo sobre objetivos ambiciosos y socialmente relevantes. Las misiones requieren que se repiensen de manera fundamental las herramientas y procesos para la formulación de las políticas. En efecto, prescribir soluciones específicas, generar gráficos (de gestión de proyectos) Gantt y acumular cuantiosos requerimientos de reporte no entusiasmará a nadie. Pero también es cierto que ofrecer subsidios ilimitados y sin condiciones a las empresas no producirá el tipo de crecimiento que queremos, ni tampoco servirá al bien común.

Las misiones requieren de una inversión significativa en capacidad del sector público. Sin ello, siempre oiremos decir que el gobierno orientado por misiones es una ilusión, precisamente el argumento que se ha utilizado para justificar años de tercerización a consultores privados.

Cuanto menos creamos que los gobiernos pueden hacer algo más que reparar las fallas del mercado, menos invertiremos en el potencial más amplio del sector público. Si bien no es fácil dirigir la innovación a través de políticas orientadas a los resultados, innovación ascendente entre sectores y procesos interministeriales, es posible. El problema es que recordamos esto solo durante las guerras o crisis. Una razón por la que fundamos el Instituto para la Innovación y el Propósito Público de University College London fue cambiar la manera en que se percibe la función pública orientada a los resultados y poner en uso en el mundo real un “nuevo pensamiento económico” sobre las políticas de configuración del mercado.

Desde Australia y Suecia hasta Brasil, podemos encontrar excelentes ejemplos de agencias de innovación que experimentan con nuevas maneras de trabajar, probando soluciones a través de proyectos piloto e incorporando programas exitosos en carteras de intervenciones más amplias. Estos esfuerzos también han exigido innovaciones organizacionales, desde crear nuevos roles hasta fomentar nuevas culturas de gestión.

El gobierno orientado por misiones es esencial para alcanzar un crecimiento económico sustentable e inclusivo, y para abordar los grandes desafíos a los que se enfrentan los países. No hace falta que siga un camino determinado. Pero sí exige cambios fundamentales en la manera en que funcionan los gobiernos, junto con una mayor inversión en capacidades del sector público.

Mariana Mazzucato, directora fundadora del Instituto para la Innovación y el Propósito Público de University College London, es presidente del Consejo sobre Economía de la Salud para Todos de la Organización Mundial de la Salud. Rainer Kattel es vicedirector y profesor de Innovación y Gobernanza Pública en el Instituto para la Innovación y el Propósito Público de University College London. Copyright: Project Syndicate, 2024.