En los últimos años el mundo ha marchado erráticamente, virando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Cada movimiento del volante ha sido más enérgico y cada cambio de dirección, más brusco. Cada vez más cerca de las banquinas y más lejos del centro, el lugar donde deberían habitar los consensos básicos y los acuerdos fundamentales. El mundo se mueve porque el tiempo corre; por momentos no parece haber más razón.

En esta marcha sinuosa, las fronteras de lo común se han convertido progresivamente en límites contestados y la ciencia se ha transformado paulatinamente en cuestión de fe. Sin embargo, el análisis empírico de la realidad revela desafíos colectivos elementales que requieren respuestas coordinadas e inconvenientemente impostergables. El marco donde se encuadra el desarrollo humano está mutando. Las condiciones de borde del desarrollo determinadas por la biodiversidad, el clima, la disponibilidad de recursos naturales y la calidad ambiental están cambiando, y no necesariamente para bien.

Sobre esto alertaban hace algunos años el químico australiano Will Steffen y algunos colegas notables dedicados a estudiar las ciencias de la Tierra. “En poco más de dos generaciones, la humanidad (o una pequeña fracción de ella) se ha convertido en una fuerza de cambio de escala planetaria”. Hasta mediados del siglo XX “las actividades humanas eran insignificantes en comparación con el funcionamiento biofísico del planeta, y ambos podían operar de manera independiente. Sin embargo, ahora es imposible ver uno separado del otro”. Las tendencias de las últimas décadas han proporcionado una visión clara “del acoplamiento emergente a escala planetaria, a través de la globalización, entre el sistema socioeconómico y el funcionamiento biofísico del planeta”. De acuerdo con Steffen y colaboradores, “ahora estamos viviendo en un mundo sin precedentes”.1

En este mundo inédito y fragmentado, donde cualquier desencuentro es excusa para ocupar una trinchera, vale preguntarse: ¿cómo es posible legitimar acciones consensuadas entre facciones disidentes?; ¿qué criterios son funcionales a la construcción de cimientos sobre los que edificar proyectos sociales comunes a partir de cosmovisiones legítimamente distintas? En tiempos que transitan entre fronteras resquebrajadas, ¿qué acuerdos serían necesarios para sostener las condiciones esenciales que viabilicen no sólo la vida, sino fundamentalmente el buen vivir de todas las vidas?

La ciencia como razón pública en la era de la posverdad

No son pocas ni poco significativas, ni están en retirada las voces que han contravenido recientemente consensos científicos con argumentos insidiosos y funcionales a fines políticos y económicos particulares. Basta mirar al otro lado del charco o seguir el proceso electoral en Estados Unidos para recoger dos claros ejemplos. Ante esta realidad, ¿cómo podrían construirse trayectorias de futuro viables sobre disensos tan sustantivos en democracias liberales?, o lo que es lo mismo, ¿cómo legitimar y justificar un accionar político que se sostenga en el tiempo en sociedades pluralistas ante el universo de ciudadanos?

En la visión de John Rawls, la legitimidad de la intervención política radica en la construcción de consensos fundamentados en razones públicas, es decir, en elementos argumentativos que deriven de “creencias generales y formas de razonamiento aceptadas en el sentido común” o de “métodos y conclusiones de la ciencia cuando estos no son controversiales”.2 ¿Cómo podría entonces la ciencia proveer conclusiones no controversiales? Esta pregunta es, por supuesto, materia de debate. En el artículo “La ciencia como razón pública: un replanteamiento”, Cristóbal Bellolio rescata la idea de que la ciencia no tiene que sostener verdades ontológicas, sino verdades provisionales. Verdades provisionales en el sentido de que deben entenderse como el mejor conocimiento colectivo que poseemos por el momento acerca de la estructura material del mundo. Bellolio reivindica la visión de John Stuart Mill sobre la validez y relevancia de las verdades, no como creencias inmunizadas contra el escrutinio y la crítica (verdades dogmáticas), sino, por el contrario, como ideas que, habiendo sido confrontadas y sometidas a juicio crítico en innumerables ocasiones, han salido robustecidas. La verdad como centro de los sistemas de pensamiento. En este sentido, la ciencia sería material de construcción de razones públicas y, por lo tanto, de fundamentos para la legitimidad del accionar político.3 Un papel nada menor para los tiempos que corren.

Si la ciencia es entonces una herramienta primordial para construir y legitimar la política, el fortalecimiento del sistema científico debería ser un mínimo común en los intercambios que empezarán a tomar forma en la agenda pública por estos días. Sería conveniente haber aprendido alguna lección de las tempestades atravesadas en los últimos años. Más aún, la investigación y la innovación son condiciones necesarias para el desarrollo “en su sentido más amplio” (ver la serie de notas “Investigación e innovación: ejemplos transformadores y su vínculo con el desarrollo económico y social” de Callejas, Tancredi, Alonso, Acerenza y Prieto publicadas en la diaria). Jerarquizar las políticas referidas a la ciencia y la tecnología, avanzar hacia una economía basada en el conocimiento y acompañar las aspiraciones con inversión a la altura de los desafíos parecerían pendientes impostergables para Uruguay.

El deterioro ambiental es una problemática colectiva fundamentalmente regresiva, es decir que sus consecuencias representan una carga proporcionalmente mayor sobre las poblaciones más vulnerables, profundizando brechas socioeconómicas preexistentes y catalizando situaciones dramáticas potenciales.

Los comunes planetarios como faro para navegaciones turbulentas

El mundo sin precedentes del que alertaban hace algunos años Will Steffen, Paul Crutzen y John McNeill, entre otros, tiene como característica novedosa el acoplamiento entre las actividades humanas y el funcionamiento biofísico del planeta. A modo de ejemplo, julio de 2024 registró el día más cálido desde que se llevan observaciones instrumentales, y probablemente el más cálido en decenas de miles de años. Junio de 2024 fue el junio más caluroso registrado hasta la fecha y prolongó a 13 el número de meses consecutivos en que se repite el mismo récord. Además, cerró un año corrido en el que las temperaturas medias mensuales estuvieron siempre por encima de 1,5 ºC respecto del período preindustrial (si bien esto no significa quebrantar el objetivo establecido en el Acuerdo de París que refiere a promedios en períodos largos de tiempo). Los registros de temperatura en la superficie de los océanos y la cobertura de superficies heladas también se han ubicado en valores récord durante los últimos meses, y los ejemplos de esta naturaleza podrían seguir por páginas. La emergencia del mundo sin precedentes es difícil de ignorar.

En la visión del científico sueco Johan Rockstrom, “en pocas décadas hemos pasado de ser un mundo pequeño dentro de un planeta grande, donde podíamos permitirnos tener un crecimiento insostenible sin percibir impactos, a ser ahora un mundo grande dentro de un planeta pequeño, donde no se puede descartar la desestabilización del sistema”.4 Justamente, el último artículo de Rockstrom y colaboradores, “Los comunes planetarios: un nuevo paradigma para salvaguardar los sistemas reguladores de la Tierra en el Antropoceno”, revisa la concepción clásica de los bienes comunes globales a la luz de los últimos datos y plantea un abordaje novedoso, que, entre otras cosas, fortalece el principio de las responsabilidades comunes pero diferenciadas (todos tenemos responsabilidad sobre los problemas globales, pero estas responsabilidades varían según capacidad de respuesta y grados de contribución al origen de los problemas).

En particular, los autores plantean la pertinencia de cambiar el foco de la gobernanza ambiental internacional, haciendo una transición desde el gobierno de elementos del sistema (por ejemplo, las aguas internacionales, el lecho marino o el continente Antártico) hacia el gobierno colectivo de funcionalidades de regulación del sistema (por ejemplo, el ciclo hidrológico, la integridad de la biósfera, los sistemas monzónicos o las bombas de carbono oceánicas). Este nuevo foco requeriría un cambio fundamental: pasar de centrarse sólo en gobernar recursos compartidos no excluibles más allá de la jurisdicción nacional a asegurar funciones críticas del sistema terrestre, instaurando una “obligación de custodia” sobre ellos, independientemente de las fronteras nacionales.

En definitiva, el nuevo marco que se propone (los “comunes planetarios”) difiere del marco actual (los “comunes globales”) al incluir no sólo regiones geográficas compartidas, sino también sistemas biofísicos críticos que regulan la resiliencia y el estado de la Tierra y, por lo tanto, su condición de planeta habitable.5 El aporte fundamental de este trabajo radica en reconocer simultáneamente la naturaleza integrada del sistema y la importancia vital de sus funciones. Un paso largamente necesario.

Con la evidencia acumulada hoy, el curso problemático de las condiciones ambientales globales (y locales) sería una conclusión de la ciencia no controvertida y, por lo tanto, constituiría una razón pública a partir de la cual construir consensos y legitimar políticas. Además, el deterioro ambiental es una problemática colectiva fundamentalmente regresiva, es decir que sus consecuencias representan una carga proporcionalmente mayor sobre las poblaciones más vulnerables, profundizando brechas socioeconómicas preexistentes y catalizando situaciones dramáticas potenciales. En consecuencia, las claves para diagramar trayectorias futuras viables y justas deberían asentarse ineludiblemente sobre los bienes comunes, sin atajos argumentativos, sin evasión de responsabilidades y sin análisis autocomplacientes. Desde estas latitudes es crítico además reivindicar miradas que den cuenta de los procesos históricos y las realidades locales, para lo cual es clave la existencia de sistemas científicos fortalecidos en todas sus dimensiones.

Las condiciones de habitabilidad son de interés común para todos, en todas partes. Son centrales para mantener los fundamentos del desarrollo y sostener los marcos esenciales que aseguran condiciones de justicia social e intergeneracional. A pesar de la aparente lejanía con asuntos, quehaceres y distracciones coyunturales, este ejercicio de acoplar piezas pretende reivindicar a los bienes comunes como ineludibles cimientos de futuros viables, a la participación inclusiva e informada como principio fundamental para su gobierno y al imprescindible papel de la ciencia en la construcción y legitimación de un accionar político verdaderamente transformador.


  1. Steffen, W, Broadgate, W, Deutsch, L, Gaffney, O, y Ludwig, C (2015). The trajectory of the Anthropocene: The Great Acceleration. The Anthropocene Review, 2(1), pp. 81-98. 

  2. Rawls, J (2005[1993]). Political Liberalism. Nueva York: Columbia University Press. 

  3. Bellolio, C (2018). Science as Public Reason: A Restatement. Res Publica 24(4), pp. 415-432. 

  4. Rockstrom, J (2017). Beyond the Anthropocene. Presentación en el Foro Económico Mundial. 

  5. Rockström, J, Steffen W et al. (2024). The Planetary Commons: A New Paradigm for Safeguarding Earth-Regulating Systems in the Anthropocene. Proceedings of the National Academy of Sciences, p. 121.