El consenso posneoliberal ya está aquí, pero no lo busques en las políticas del presidente estadounidense, Donald Trump. Tras una década de reacciones, ha llegado el momento de aceptar no sólo que el neoliberalismo ha muerto, sino también que un nuevo consenso está ocupando su lugar. Sorprendentemente, segmentos significativos de la izquierda y la derecha en Estados Unidos han llegado a ponerse de acuerdo sobre las líneas generales de la política económica. Los debates en universidades y grupos de reflexión se rigen hoy por un entendimiento común que se aleja significativamente de la ortodoxia neoliberal de los últimos 50 años.
El primer elemento del nuevo consenso es el reconocimiento de que la concentración del poder económico ha llegado a ser excesiva. La preocupación se expresa de diferentes formas por parte de distintos grupos. Algunos se quejan directamente de la desigualdad de ingresos y riqueza y de sus efectos corrosivos en la política. Otros se preocupan por el poder del mercado y sus consecuencias negativas para la competencia. Para otros, el problema clave es la financiarización y la distorsión de las prioridades económicas y sociales que produce.
Los remedios que se ofrecen también varían, desde los impuestos sobre el patrimonio a la aplicación rigurosa de las leyes antimonopolio o la reforma de la financiación de las campañas. Pero el deseo de frenar el poder económico y político de las élites empresariales, financieras y tecnológicas está muy extendido y une a partidarios progresistas como el senador estadounidense Bernie Sanders con populistas como el presentador de podcasts y ex asesor de Trump Steve Bannon.
El segundo elemento del nuevo consenso es la importancia de devolver la dignidad a las personas y regiones que el neoliberalismo dejó atrás. Los empleos de calidad son esenciales para esta agenda. Los empleos no son sólo un medio de proporcionar ingresos. También son una fuente de identidad y reconocimiento social. Los buenos empleos son los que sustentan una clase media robusta, que es la base de la cohesión social y de una democracia sostenible.
Las dislocaciones son inevitables en un mundo de cambios económicos. Hasta los años 90, numerosas salvaguardias –protección del empleo, restricciones comerciales, controles de precios y reglamentos que mantenían a raya a las finanzas– limitaban el impacto sobre los trabajadores y las comunidades. Para los neoliberales, estas salvaguardias eran ineficiencias que había que eliminar. Pasaban por alto la angustia económica y social que producirían las pérdidas de empleo derivadas del cambio tecnológico, la globalización o la liberalización económica.
El tercer componente del consenso emergente es que el gobierno tiene un papel activo que desempeñar en la configuración de la transformación económica necesaria. No se puede confiar en que los mercados por sí solos produzcan resistencia económica, seguridad nacional, innovación para las tecnologías avanzadas, energía limpia o buenos empleos en las regiones en dificultades. El gobierno debe insistir, torcer el brazo y subvencionar. La política industrial ha pasado del margen de mala reputación del debate económico a su centro.
Tomados en su conjunto, estos tres principios proporcionan una nueva comprensión de los objetivos e instrumentos de la política económica que es a la vez novedosa y, en general, loable. Pero el diablo siempre está en los detalles. Los resultados reales vendrán determinados por las políticas concretas que se elijan y apliquen.
Consideremos el objetivo del buen empleo. Aquí la izquierda y la derecha parecen haber alcanzado un consenso sobre la conveniencia de deslocalizar y revitalizar la industria manufacturera. Históricamente, la mano de obra industrial ha desempeñado un papel fundamental en la creación de sociedades equitativas y de clase media. Pero la automatización y otras fuerzas tecnológicas han convertido la industria manufacturera en un sector que pierde mano de obra. Incluso China ha perdido millones de puestos de trabajo en el sector manufacturero en los últimos años. Por lo tanto, incluso si se reactivan la inversión y la producción manufacturera en Estados Unidos y Europa, es probable que el impacto en el empleo sea minúsculo.
Nos guste o no, el futuro del empleo está en los servicios: cuidados, venta al por menor, hostelería, logística, economía colaborativa, etcétera. Cualquier enfoque de los buenos empleos que no se centre en las innovaciones organizativas y tecnológicas en estos servicios será necesariamente decepcionante.
Por supuesto, hay otras razones importantes para apoyar la industria manufacturera. La fabricación avanzada, junto con la economía digital, desempeña un papel enorme en la innovación y la seguridad nacional. Tiene sentido desplegar políticas industriales centradas en estas actividades económicas, además de políticas centradas en los servicios que absorben mano de obra. Pero aquí también importa tanto el cómo como el qué.
Las políticas industriales también tienen sus advertencias. Pueden salir mal cuando fomentan la corrupción o sirven a intereses corporativos estrechos. Desgraciadamente, el enfoque de Trump no es muy alentador en este sentido. Sus políticas comerciales y sus tratos con las empresas tecnológicas han sido erráticos, transaccionales y carentes de una estrategia coherente a largo plazo que sirva al interés público. Peor aún, forman parte de una agenda de creciente autoritarismo y desprecio por el Estado de derecho.
Los principios posneoliberales de la política económica nos proporcionan una amplia lista de control para evaluar los programas reales, y el de Trump fracasa estrepitosamente. Defiende de boquilla los buenos empleos y la política industrial al servicio de la transformación económica, al tiempo que fomenta una concentración aún mayor de la riqueza y el poder. Un modelo de capitalismo de Estado de amiguetes que intenta resucitar una economía industrial muerta hace tiempo no es un antídoto contra el neoliberalismo.
Lo mejor que puede decirse del enfoque económico de Trump es que se trata de una fase experimental en la transición posneoliberal. La buena noticia es que los futuros responsables políticos no tendrán que buscar muy lejos nuevos principios rectores. El nuevo consenso ya está aquí.
Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Harvard Kennedy School, es expresidente de la Asociación Económica Internacional y autor de Shared Prosperity in a Fractured World: A New Economics for the Middle Class, the Global Poor, and Our Climate (Princeton University Press, 2025). Copyright: Project Syndicate, 2025.