En 1999, miles de activistas se convocaron en Seattle para protestar contra una reunión ministerial de la Organización Mundial del Comercio. La “batalla de Seattle”, como se la bautizó, desconcertó a muchos miembros del Partido Demócrata, en particular quienes habían crecido con el evangelio del libre comercio. Después de todo, había sido un demócrata (el presidente Bill Clinton) el defensor de un “comercio libre y justo” que encabezó la creación de la OMC, en cumplimiento del deseo de posguerra de crear una organización global similar al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial para los temas referidos al comercio.
Los manifestantes de Seattle se oponían no sólo a la globalización comercial, sino también al “Consenso de Washington”: el nombre que acuñó el economista John Williamson en 1989 para las diez reformas de política económica que los funcionarios estadounidenses querían aplicar a los países latinoamericanos en situación crítica. El consenso no tardó en hallar adherentes que lo promovieron por todo el mundo como la medicina adecuada para los países con problemas económicos (Williamson no fue uno de ellos).
En todos los casos, la receta era básicamente la misma: disciplina fiscal, liberalización del mercado, privatización, desregulación y apertura al capital internacional. Por desgracia, el resultado en todos los casos también fue el mismo: una camisa de fuerza de austeridad que provocó enormes padecimientos económicos a la gente común y corriente de los países deudores en todo el mundo.
En vista de este historial, los economistas, activistas y funcionarios deberían tomar nota de una publicación reciente de LSE Press, The London Consensus: Economic Principles for the 21st Century. Editado por Tim Besley, Irene Bucelli y Andrés Velasco (ministro de Hacienda de Chile entre 2006 y 2010), todos ellos miembros de la London School of Economics, el libro incluye 17 capítulos escritos por economistas, profesionales de la formulación de políticas y politólogos de todo el mundo sobre una amplia variedad de temas económicos y políticos.
En vez de tratar de resumir el contenido del volumen (que se puede descargar en forma gratuita1), quiero recalcar su valor para cualquier persona interesada en el futuro del capitalismo en este siglo. Los cinco principios básicos del libro son muy pertinentes para cualquier intento de renovar o reinventar la formulación de la política económica en cualquier país del mundo. El primer principio dice que “no es sólo cuestión de dinero: el bienestar es la clave”. Es una afirmación radical viniendo de economistas ortodoxos: en las clases de Introducción a la Economía se enseña con convicción que la tarea de los economistas es aumentar el “tamaño del pastel” (sobre todo a través de los mercados), mientras que su distribución es asunto para la política.
Esta implícita “separación entre equidad y eficiencia” fue un principio rector del Consenso de Washington. Pero los autores del Consenso de Londres están dispuestos a trascender el dinero como medida de la felicidad. Según escriben los editores, “la autoestima, el respeto, el estatus social y el reconocimiento público también cuentan, y en gran medida. Son intrínsecamente importantes y no se los puede descartar en virtud de una idea materialista del bienestar”.
Este giro intelectual se basa en un conjunto de investigaciones en economía conductual y econometría que valieron a sus autores el Premio Nobel. Hoy, esas investigaciones sirven de base para la búsqueda de indicadores que trasciendan el PIB y el desempleo y que midan una “economía del bienestar” en vez de sólo el crecimiento. Este espíritu animó a la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern, cuando en 2019 introdujo un “presupuesto de bienestar”, y a Gales cuando aprobó una Ley de Bienestar de las Generaciones Futuras.
Del énfasis en el bienestar se desprende como corolario otro principio del Consenso de Londres: que los gobiernos deben ayudar a construir resiliencia contra la turbulencia socioeconómica y la inestabilidad. “Los formuladores de políticas deben situar la lucha contra cualquier forma de volatilidad en el centro de sus preocupaciones” y orientar en torno a este principio el diseño de políticas como la seguridad social.
El centro excluyente de las preocupaciones del Consenso de Washington eran los grandes trastornos provocados por los procesos inflacionarios, que por lo general derivaban de la inyección de un exceso de dinero en la economía por parte de los gobiernos. Pero el Consenso de Londres reconoce que hay muchas otras fuentes de volatilidad que pueden alterar la vida de las personas, como la pérdida de empleo, la enfermedad, la discapacidad o no contar con ahorros suficientes para la jubilación. Todo ello puede tener “graves consecuencias para la salud y el bienestar” para las que el mercado no podrá o no querrá brindar un mecanismo de seguro asequible; y esto exige la intervención del Estado.
El Consenso de Londres también afirma que “no hay buena economía sin buena política” y que ninguna economía o sociedad puede prosperar sin un “Estado capaz”. Estos dos principios están estrechamente relacionados. Hay un chiste clásico acerca de economistas que, frente al problema de cómo abrir una lata, empiezan diciendo: “Supongamos que tenemos un abrelatas”. El caótico y a menudo imprevisible mundo de la política es, precisamente, ese abrelatas.
En lugar de ver la política como “la gran restricción que usan políticos influidos por intereses especiales y obsesionados por su supervivencia para impedir a tecnócratas bienintencionados aplicar la política económica ‘correcta’”, esos mismos tecnócratas deberían pensar en la política como “el gran facilitador”. Una buena política puede conducir a una buena economía, porque la política persigue objetivos que incluyen “el estatus, el respeto y la dignidad”, no sólo beneficios monetarios.
Por supuesto, después de que gobiernos con la suficiente destreza política logran aprobar programas económicos y sociales adecuados, hay que implementarlos y mantenerlos. Aunque parezca obvio, hay que recordar que para la implementación hace falta un Estado capaz, lo que a su vez demanda instituciones honestas con funcionarios públicos provistos de los conocimientos y recursos que necesitan para hacer su trabajo.
Esta enseñanza es universal. Aunque los autores del Consenso de Londres se ocupan ante todo de los países en desarrollo, la capacidad estatal también es un tema dentro de la “agenda de la abundancia” que está ganando terreno en Estados Unidos. El problema no es necesariamente la falta de recursos, ya que algunos países pobres se las arreglan para dar educación a sus niños y otros no. Se trata más bien de dónde y cómo los gobiernos deciden invertir los recursos que tienen, y de si cuentan con el apoyo de prestamistas e inversores internacionales que comprendan el valor de un funcionariado público comprometido y talentoso.
Pasar del Consenso de Washington al Consenso de Londres supone un cambio no sólo económico, sino también geopolítico. En un momento en que Estados Unidos renuncia a los principios para anteponer la fuerza bruta, un grupo multinacional de economistas en Londres piensa en cómo viven y sienten las personas reales. Ojalá puedan llevar a más países de la austeridad a la prosperidad.
Anne-Marie Slaughter, exdirectora de Planificación de Políticas del Departamento de Estado de Estados Unidos, directora ejecutiva del Centro de Estudios New America, profesora emérita de Política y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y autora de Renewal: From Crisis to Transformation in Our Lives, Work, and Politics (Princeton University Press, 2021). Traducción: Esteban Flamini. Copyright: Project Syndicate, 2025.
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Besley, T, Bucelli, I y Velasco, A (eds.) (2025). The London Consensus: Economic Principles for the 21st Century. London: LSE Press. doi.org/10.31389/lsepress.tlc. Disponible para descarga: press.lse.ac.uk/books/e/10.31389/lsepress.tlc. ↩