El debate sobre la herencia fiscal suele estar marcado por narrativas políticas que simplifican una realidad económica mucho más compleja. A pesar del machaqueo constante sobre “las luces rojas” en materia fiscal que caracterizó el discurso de campaña en 2019, y del supuesto énfasis en el “cuidado de los dineros de la gente”, la administración de Luis Lacalle Pou dejó un déficit fiscal de 4,3% del PIB, exactamente el mismo nivel que el que recibió en 2020.

Sin embargo, cuando se analiza en profundidad la situación, el cuadro cambia. Lo que a simple vista parece ser una situación fiscal equivalente implica, en realidad, un deterioro. Esto plantea desafíos importantes para la nueva administración, que deberá resolver cómo enfrentar sus compromisos de gobierno en un marco más exigente que el previsto.

En primer lugar, en aparente contradicción con el discurso oficialista de austeridad, el gasto público como porcentaje del PIB no ha disminuido durante esta administración; al contrario, ha aumentado. Y, sin embargo, esto no implicó que se haya reforzado la inversión en áreas clave como educación, salud o protección social. En lugar de reducir el peso del Estado, como ha sostenido el gobierno, se lo ha incrementado, pero, lo que es más importante, sin que eso haya repercutido en más o mejores servicios públicos.

En segundo lugar, si bien los déficits fiscales observados que dejó el gobierno del Frente Amplio y el que recibe la nueva administración pueden parecer similares en la magnitud reportada, la situación real es distinta. En el traspaso de mando en 2020, el déficit incluía todos los gastos efectivamente ejecutados y registrados. En cambio, bajo la actual administración, hay una serie de gastos que han sido diferidos para no registrarlos en las cuentas correspondientes a 2024.

Esto implica que el gobierno entrante enfrentará obligaciones financieras que no están reflejadas en las cifras oficiales, aumentando de manera efectiva el déficit real. Un ejemplo claro de esto es el pago por disponibilidad del Ferrocarril Central correspondiente al año pasado (por lo que ya se ha anunciado un arbitraje internacional) por cerca de 160 millones de dólares. Lo son también las facturas encajonadas en ASSE (registradas y no registradas), que superan los 100 millones de dólares.

Si bien las autoridades entrantes han manifestado que se encuentran relevando este fenómeno, el monto total de estas operaciones no es despreciable y podría llegar a superar medio punto del PIB. De esta manera, el déficit de 4,3% que se estimó para el año pasado podría ser en realidad superior al 4,8%.

Foto del artículo 'Espejismo: entre los números oficiales y la realidad fiscal'

Finalmente, en la órbita de la deuda pública, el nivel actual es claramente superior con respecto a la situación heredada en 2020. Mientras que en aquel año el nivel de endeudamiento neto rondaba el 44,4% del PIB, hoy se encuentra en el entorno del 53,3%, un incremento de casi diez puntos porcentuales (cerca de 8.000 millones de dólares).

Si bien es cierto que este aumento se dio fundamentalmente durante la pandemia, no dejan de ser compromisos que deberán asumir las generaciones futuras, y que se debió haber extremado la precaución fiscal en los años siguientes, al contrario de lo que sucedió.

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El resultado de estas políticas es claro: un gobierno que prometió responsabilidad fiscal deja un país con mayor deuda, un déficit efectivo mayor al registrado y un gasto público que no paró de crecer. La nueva administración tendrá el desafío de gestionar esta realidad económica mientras se enfrenta a una narrativa que intenta plantear una panacea de números (para no aludir a la metáfora de la Ferrari).

En efecto, el nuevo gobierno se encuentra frente a un escenario desafiante. Es urgente, ante el incremento de la pobreza y la desigualdad observada, fortalecer la protección social (estos temas serán objeto de análisis en las próximas columnas). Para eso, en el contexto descrito previamente, es necesario encontrar los espacios fiscales que permitan viabilizarlo protegiendo la estabilidad macroeconómica, los dos componentes clave del desarrollo sostenible. En ese sentido, serán fundamentales la gradualidad en las políticas y la mejora de la institucionalidad fiscal. La mejora en las condiciones de vida de la gente requiere menos relato y más rumbo.