Entre los múltiples argumentos que pueden esgrimirse para justificar la necesidad de introducir ajustes en el diseño del impuesto al valor agregado (IVA) vigente en Uruguay, se encuentra el objetivo de corregir los efectos negativos que tiene este tributo sobre la distribución del ingreso (después del pago de impuestos). Las consideraciones distributivas surgen de reconocer que los impuestos, además de constituir una fuente de ingresos para financiar el gasto público, constituyen un importante instrumento de política pública, por medio del cual el sistema político pone en práctica una determinada concepción de la justicia distributiva.

Obviamente, las controversias en torno al impacto distributivo de los impuestos son alimentadas y condicionadas por intereses económicos particulares de sectores de la sociedad –de aquellos que tienen mayores recursos para expresar sus puntos de vista– y por la existencia de discrepancias acerca de qué se entiende por justicia distributiva (equidad).

Buena parte de los intercambios de argumentos, a favor y en contra, que se plantean hoy en nuestro país acerca del “IVA personalizado” son un claro reflejo de la relevancia del tema y de la importancia que tiene referirse, con la mayor precisión posible, a los conceptos que suelen manejarse en la discusión pública.

En este sentido, desde una perspectiva fundada en la equidad distributiva, corresponde precisar que las controversias no deberían plantearse en términos de la conveniencia y oportunidad de transitar desde un IVA no personalizado hacia uno personalizado. El centro de la cuestión habría que ubicarlo en la forma de “personalización” que se encuentra implícita en el actual diseño del tributo y en el tipo de adecuaciones que habría que introducir en el modo de categorización o “personalización” ya existente, si es que se aspira a mitigar sus efectos distributivos negativos. Esto es especialmente importante, ya que la identificación de los cambios necesarios para lograr un determinado objetivo depende tanto del punto de partida como del destino al que se quiere llegar.

Impuestos: justicia y equidad distributiva

Para evaluar la estructura de un sistema tributario, o un impuesto en particular, se requiere definir los principios o atributos que se consideran deseables. Ya Confucio, 500 años antes de Cristo, estableció una propuesta al respecto. En el listado de los principios considerados como deseables, la distribución justa de la carga tributaria es uno de los que concitan mayor apoyo. Sin embargo, aunque exista acuerdo en dotar de justicia a la distribución de la carga tributaria, no lo hay a la hora de definir qué se entiende por justicia: “Todo el mundo está de acuerdo en que la fiscalidad debe tratar a los contribuyentes de forma equitativa, pero no se ponen de acuerdo sobre lo que se considera un trato equitativo”.1

Los debates acerca de la justicia tributaria presentan dos importantes dificultades, que vuelven especialmente complejas las discusiones. A la compleja tarea de determinar el alcance de lo que se entiende justo, se suma la incertidumbre sobre las consecuencias de los diferentes diseños tributarios. Muchas veces se comete el error de considerar la incidencia legal de los impuestos, cuando lo que debería considerarse es el impacto que efectivamente van a tener, es decir, su incidencia económica. No debe perderse de vista que el legislador propone y el mercado dispone, ya que la determinación de quién paga en última instancia los tributos depende de la capacidad de traslación del impuesto, sea hacia atrás o hacia adelante. La capacidad de traslación depende del poder de mercado de los agentes económicos involucrados en cada caso, que se traduce en las características de la oferta y la demanda en los diferentes mercados de la economía.

En el siglo XVIII, Adam Smith propuso un conjunto de atributos que deberían guiar el diseño de una estructura tributaria, estableciendo que los ciudadanos que disfrutan de la protección del Estado deberían contribuir a su sostenimiento, debiéndose establecer el monto de los aportes de cada contribuyente como proporción de su renta (ingreso). Smith puso así la semilla de lo que, con el tiempo, se estableció como impuesto a la renta de las personas físicas.

Actualmente, es ampliamente aceptado por la teoría moderna de las finanzas públicas que en la definición de la distribución de la carga tributaria se debe tener en cuenta lo planteado por Smith, es decir, que esta debería aumentar pari passu con la renta del contribuyente. En la práctica, se suele dar un paso más en la determinación de la relación deseable entre el monto del impuesto a pagar y el ingreso del contribuyente, basado en definiciones de progresividad y regresividad. En la medida en que estos conceptos no forman parte del lenguaje cotidiano, más adelante se precisa su alcance.

Existe un aspecto que no debería soslayarse cuando se evalúan políticas públicas: la presencia de juicios de valor que condicionan los análisis. Estos están presentes de manera explícita o implícita en la evaluación de los instrumentos tributarios, como lo es determinar si la carga de un impuesto se distribuye de manera justa o equitativa. No ocurre lo mismo cuando se dice que la velocidad de aceleración con la que cae un objeto sobre la tierra en el vacío es de 9,8 metros por segundo. En este caso, detrás de la afirmación no hay un juicio de valor. En cambio, cuando se hace referencia a que tal o cual política pública mejora el bienestar social, o si una medida representa un aporte en favor de la justicia distributiva, hay siempre detrás un juicio de valor.

El criterio de equidad horizontal dice que dos sujetos en idéntica situación deben soportar iguales cargas de impuestos. Este criterio se complementa con el de equidad vertical, que refiere a que dos personas en situaciones distintas deben soportar cantidades distintas de impuestos.

Si se utilizan los ingresos como indicador del nivel de bienestar de un individuo, este criterio lleva a definir impuestos proporcionales, progresivos o regresivos. Cuando se hace referencia a un sistema tributario progresivo se indica, en última instancia, que soportan más carga de impuestos quienes tienen más capacidad contributiva (mayores ingresos o patrimonio superior). Si ocurre lo contrario, se habla de un sistema tributario regresivo, donde soportan la mayor carga tributaria quienes tienen menor capacidad contributiva.

Más precisamente, se dice que un impuesto es progresivo cuando la carga tributaria resultante representa un porcentaje del ingreso que crece más que proporcionalmente con el nivel de ingreso del contribuyente.2 Por ejemplo, si se estableciera un impuesto del 10% sobre todos los ingresos de las personas, la carga tributaria de los contribuyentes crecería con el ingreso, pero en forma proporcional, por tanto, no sería un impuesto progresivo3 (ver recuadro).

Regresividad y “personalización” del IVA

El formato tradicional del IVA es inherentemente regresivo. El IVA grava el consumo, por tanto, el sentido común y la evidencia empírica muestran que la carga impositiva representa una proporción menor del ingreso de los hogares a medida que este aumenta. Lo mismo puede expresarse diciendo que el ahorro de los hogares crece a medida que aumenta su ingreso. Esta es una de las principales regularidades que se observan en los comportamientos de ahorro (consumo) en las economías modernas.

En el caso de Uruguay, según la última Encuesta de Gastos e Ingresos de los Hogares del Instituto Nacional de Estadística (INE), el 10% de los hogares de menores ingresos (decil 1) consume en promedio 12% por encima de su ingreso, es decir, que parte de su gasto de consumo lo financian con endeudamiento crónico. En el otro extremo, el 10% de los hogares de mayor ingreso (decil 10) consume el 72% de sus ingresos, es decir, ahorra en promedio el 28%.

Como consecuencia, a mayor ingreso, menor es el porcentaje de este que representa la base imponible del IVA (consumo). Si se considera una tasa del 22% para todos los bienes y servicios, el porcentaje del ingreso que los hogares más pobres destinarían al pago del IVA se ubicaría 55% por encima del correspondiente a los hogares de mayor ingreso. En el gráfico 1 se ilustra cómo disminuye la carga por concepto de IVA en este caso hipotético, expresando el pago del impuesto como porcentaje del ingreso (tasa efectiva en relación al ingreso), lo que indica la regresividad del impuesto.

Si en lugar de considerar la tasa del 22% para todos los bienes y servicios se considerara la existencia de bienes y servicios gravados con la tasa mínima y las exoneraciones vigentes, la situación no se revierte, sino que empeora. Esto es lo que explica que el IVA sea un impuesto regresivo, ya sea que se considere o no la existencia de la tasa mínima y las exoneraciones. Esta regresividad impacta fuertemente en la distribución de la carga impositiva en nuestro país. La entidad de los efectos distributivos regresivos del tributo se ve amplificada debido a que el IVA representa cerca de la mitad de la recaudación total que realiza la Dirección General Impositiva (DGI).

En ausencia total de “personalización”, la tasa de IVA sobre el gasto (tasa efectiva con relación al consumo) sería la misma para todos los hogares. Para que esto ocurriera, la tasa debería ser aplicada de manera uniforme sobre la totalidad de la canasta de bienes y servicios. En este caso, el diseño del IVA no tendría componentes explícitos ni implícitos de “personalización” y, en ausencia de evasión, la tasa efectiva con relación al consumo (no al ingreso) sería idéntica para todos los hogares.

A pesar de la ausencia absoluta de “personalización”, en este caso el IVA tendría efectos regresivos sobre la distribución del ingreso, debido a que quienes gastan una proporción mayor de sus ingresos en compras de bienes y servicios gravados con IVA pagarían una tasa efectiva sobre los ingresos claramente superior a la de aquellos que ahorran proporciones mayores de sus ingresos.

Cuando existen exoneraciones o alícuotas diferenciales del IVA para ciertos bienes y servicios, como ocurre en nuestro país, los hogares gastan más en términos relativos en bienes exonerados y tienen una menor tasa efectiva de IVA, expresada como porcentaje del gasto en consumo. Esto implica que la heterogeneidad en las estructuras del consumo entre grupos socioeconómicos, cuando se combina con la presencia de tasas diferenciales del tributo, genera disparidades en las tasas efectivas con relación al consumo, las que pueden interpretarse como una forma de “personalización”.

Otro factor que puede diferenciar la tasa efectiva del IVA entre consumidores es el medio de pago empleado, ya que quienes utilicen medios electrónicos pagan una tasa efectiva menor. Del mismo modo, los consumidores que realizan sus compras con la Tarjeta Uruguay Social (o tuapp) tienen una exoneración total del IVA por una parte de sus gastos y, por ende, la utilización de este medio de pago les genera beneficios en términos de menores tasas efectivas sobre el gasto en consumo.

En la medida en que, en la actualidad, la tasa del IVA sobre el gasto en consumo que paga cada grupo de consumidores depende de determinados atributos de los contribuyentes, se puede afirmar que ya estamos frente a una forma de “IVA personalizado”.

Desde el punto de vista de la equidad distributiva, corresponde preguntarse qué fundamentos existen y qué resultados se obtienen en Uruguay con la actual forma de “personalización”, considerando la existencia de tasas diferentes, la disminución del IVA correspondiente a pagos con medios electrónicos, los beneficios que tienen aquellos que abonan con tarjetas de crédito algunos servicios vinculados al turismo (gastronómicos, arrendamiento de vehículos sin chofer y servicios de intermediación en el arrendamiento de inmuebles) y la exoneración del impuesto para las compras realizadas con la Tarjeta Uruguay Social.

El análisis pormenorizado de cada uno de estos elementos será abordado en la tercera entrega de este ciclo de notas, que se publicará el próximo jueves en este suplemento.

Regresividad y los impuestos de capitación

Si alguien propusiera un cambio drástico en nuestra estructura impositiva, consistente en derogar la totalidad de los actuales impuestos y comenzar a aplicar un único impuesto de capitación, consistente en el pago de un importe igual que debe pagar cada ciudadano adulto (con independencia de su renta o cualquier otra circunstancia personal), representaría un movimiento extremo del sistema tributario hacia la regresividad.

No parece aventurado afirmar que, sea cual sea la concepción de justicia distributiva que se tenga, un impuesto de este tipo será catalogado de injusto, pues no cumple con un principio de equidad mínimo desde el punto tributario.

En 1989 se implementó en Escocia y un año después en Inglaterra el denominado “impuesto a la comunidad”, que presentaba las mismas características del impuesto de capitación descrito previamente. Su aplicación generó descontento y dio lugar a varias campañas de desobediencia, incitando a no pagarlo. Una manifestación convocada con este motivo terminó convirtiéndose en el disturbio más grave del siglo XX en el centro de Londres.

El proceso culminó con la derogación del impuesto en 1993 y, poco después, con la dimisión de la primera ministra, Margaret Thatcher. En 2015, por su parte, se resolvió por ley la cancelación de la deuda a aquellos contribuyentes que habían generado deuda por el incumplimiento en el pago del impuesto a la comunidad (poll tax), cerrándose así definitivamente la historia de este singular impuesto.

Primer artículo de este ciclo: “¿Por qué es necesario rediseñar el IVA?”.


  1. Murphy, L & Nagel, T (2002): “The Myth of Ownership: Taxes and Justicie”, Oxford University Press. 

  2. Una posible forma de justificar esta proposición está basada en el argumento de igualación del valor absoluto del sacrificio de los contribuyentes. Asumiendo que la utilidad marginal del ingreso es decreciente, un mismo sacrificio implica una carga tributaria mayor para los contribuyentes de mayor ingreso. 

  3. En 1799 el Parlamento británico crea el primer impuesto progresivo de la era moderna. Este impuesto exoneraba a las personas de menores ingresos e imponía tasas crecientes sobre franjas de ingresos, llegando a un valor máximo del 10%.