Para el primer ministro británico, Keir Starmer, y otros líderes enfrentados a vientos populistas de derecha, no basta gobernar en forma competente, sino que también hay que hacerlo de modo tal que las reformas sean visibles, rápidas y políticamente significativas para votantes persuasibles. De lo contrario, en tiempos en que los electorados de muchos países empiezan a dudar de la capacidad de las políticas públicas para mejorar sus vidas, el populismo seguirá ganando terreno en alas de la idea de que la política progresista no es más que palabrerío tecnocrático sin resultados.

Gobiernos democráticos de todas las tendencias políticas muestran un fracaso casi universal en lo referido a reconocer este nuevo territorio para la legitimidad política. Demasiados planes de políticas se basan en supuestos de tiempos pasados: que es posible la creación gradual de consensos, que cambios de conducta (por ejemplo, la adopción de sistemas sanitarios preventivos) tendrán recompensa política, que la formulación de políticas con base científica puede imponerse a los “hechos alternativos”.

Este fracaso surge de una decisión política. Al fin y al cabo, durante una guerra casi siempre dejan de cumplirse las reglas fiscales. Fue así que en marzo el canciller alemán entrante, Friedrich Merz (antes incluso de asumir el cargo), convenció al Bundestag de flexibilizar el “freno a la deuda” consagrado en la Constitución alemana para permitir inversiones extrapresupuestarias en infraestructura por 500.000 millones de euros (589.000 millones de dólares) y excluir de dicho límite el gasto en defensa por encima del 1% del PIB.

Es verdad que el tema de la defensa siempre ha sido una poderosa herramienta para movilizar a la ciudadanía. Pero es una especialidad de los populistas, que usan la nostalgia de un pasado mítico en el que la nación era supuestamente fuerte y estaba unida. Esta retórica no servirá a quienes realmente quieren guiar a la nación. El reciente discurso de Starmer, en el que, a sabiendas o no, evocó el nacionalismo y la carga racista de aquel de los “ríos de sangre” de Enoch Powell (un conservador británico de las décadas de 1960 y 1970), sólo conseguirá alejar a muchos de sus votantes. Ese vocabulario no puede tener aceptación en un país tan profundamente multicultural como es Reino Unido en la actualidad.

Los progresistas tienen que decidir entre centrarse en construir más viviendas y otras “cosas” o reimaginar la maquinaria política e institucional que hace posible la provisión de esos bienes. La primera opción puede reportar algunas victorias inmediatas, pero sólo la segunda puede ofrecer una transformación duradera que los votantes no olviden pronto.

Además, muchos gobiernos no tienen capacidad ni siquiera para obtener victorias inmediatas. Los planes de reforma tienden a ser excesivamente burocráticos, y los viejos hábitos tecnocráticos han embotado los instintos políticos de la generación actual. Los planes suenan bien en los manifiestos, pero no consiguen cambiar la opinión pública ni ofrecer resultados que el votante de a pie perciba y aprecie.

Para desarrollar capacidad organizativa que les permita entregar resultados sustanciales con rapidez, los gobiernos progresistas deben invertir en burocracias creativas y ágiles que sepan cómo hacer las cosas. La situación exige no sólo más ambición, sino también una mejor comprensión de la recepción que tendrán las reformas en un ecosistema político definido por lapsos de atención breves y una profunda desconfianza en las instituciones. Hay que pensar las políticas tanto estratégicamente (a largo plazo) como tácticamente (a corto plazo).

Esto implica centrarse en el entorno local, origen de la legitimidad. Las ciudades no sólo son el laboratorio ideal, también son el lugar donde se ganan muchas elecciones, donde las divisorias sociales y económicas son más visibles y donde una gobernanza inclusiva y experimental puede mostrar resultados directos y tangibles. En vez de encarar reformas nacionales cuya implementación demandará un decenio o incluso más, los dirigentes progresistas deben elaborar políticas locales que generen resultados (del empleo verde y la vivienda asequible a la atención sanitaria preventiva) en el transcurso de un mandato municipal.

Los gobiernos pueden aprender de sus equipos digitales y de diseño. El Servicio Digital de Gobierno de Reino Unido y el Estudio de Diseño para el Servicio Cívico de la ciudad de Nueva York han demostrado de qué manera equipos interdisciplinarios que trabajan por fuera de las compartimentaciones tradicionales pueden crear nuevos canales de participación ciudadana, agilizar los servicios públicos y cambiar la burocracia desde dentro. Estos esfuerzos son eficaces no sólo en términos prácticos, sino también políticos, pues ofrecen una prueba de que los gobiernos pueden aprender, adaptarse y generar resultados. Eso (y no Elon Musk con la motosierra) es verdadera eficiencia gubernamental.

Donald Trump, el 11 de julio en Maryland, Estados Unidos.

Donald Trump, el 11 de julio en Maryland, Estados Unidos.

Foto: Brendan Smialowski, AFP

La agenda climática pone de manifiesto la necesidad de agilizar el sector público. A pesar de la contundencia de los mensajes referidos a los riesgos climáticos y de su sólido respaldo científico, no han conseguido impulsar las reformas necesarias a gran escala. Es evidente que la transición verde debe presentarse no como una mera cuestión medioambiental, sino también como una estrategia de defensa: el único modo de lograr seguridad económica y territorial duradera. La nueva estrategia industrial de Reino Unidos (primera en su tipo en casi una década) es un paso en esa dirección.

Pero los programas de políticas individuales son tácticos. Los gobiernos democráticos también necesitan nuevas bases para pensar en la economía, la gestión del Estado y la creación de valor a largo plazo. Esto implica trascender métricas estrechas como el análisis costo-beneficio o el crecimiento del PIB.

Esas métricas reflejan una lógica lineal que ya no es aplicable. Las herramientas políticas deben reflejar el carácter no lineal, adaptativo y profundamente interconectado de los problemas que enfrentamos, ya sea el colapso climático, el aumento de la desigualdad o la disrupción tecnológica. Por ejemplo, no hay que ver las finanzas públicas como una restricción, sino como una herramienta para influir en la innovación y la inversión. La posición por defecto del gobierno debe ser el presupuesto orientado a resultados, no el conservadurismo fiscal.

Un cambio intelectual tan amplio debe institucionalizarse en todo el sector público, incluso mediante comunidades de expertos que puedan informar la política desde dentro del gobierno para garantizar resultados. Los gobiernos deben crear esta capacidad como una función central de la gestión del Estado y no como un añadido.

Que nadie se equivoque: la extrema derecha populista no sólo actuó con rapidez, sino que también creó un movimiento poderoso y bien organizado que logró una influencia desmesurada, sobre todo mediante el control de la narrativa mediática. Para hacerle frente, los gobiernos democráticos deben distinguir entre la ilusión de velocidad de los populistas (toda esa propaganda que habla de “eficiencia”) y la realidad de lo que se necesita para gobernar y crear capacidades duraderas.

La derecha suele defender una forma estática de la eficiencia: hacer lo mismo más rápido o más barato. Pero lo que necesitamos es eficiencia dinámica: la capacidad de adaptarnos, aprender y transformar los sistemas para hacer frente a desafíos complejos y cambiantes.

Ya no es posible tratar la reforma como un proceso técnico, porque la política implica inevitablemente teatro. Los progresistas deben presentar un espectáculo con propósito. El proceso de reforma necesita rituales, símbolos e historias basadas en experiencias cotidianas, no hojas de cálculo de Excel.

La extrema derecha lo entendió muy bien, y los efectos son devastadores. Aunque los gobiernos democráticos occidentales no deben imitar a sus oponentes populistas, tienen que confrontarlos en el terreno emocional y cultural donde, en última instancia, se decide la política. El futuro de la gobernanza democrática depende de ello.

Mariana Mazzucato, profesora de Economía de la Innovación y el Valor Público en el University College de Londres, es autora de The Big Con: How the Consulting Industry Weakens Our Businesses, Infantilizes Our Governments and Warps Our Economies (Penguin Press, 2023). Rainer Kattel es subdirector del Instituto para la Innovación y el Propósito Público en el University College de Londres y profesor de su cátedra de Innovación y Gobernanza Pública. Copyright: Project Syndicate, 2025. Traducción: Esteban Flamini.