Cuando era adolescente y crecía en Estambul, tuve la suerte de formar parte de una generación que tenía cerca modelos democráticos. Países europeos como Gran Bretaña, Francia, Alemania y Suecia alimentaron nuestras aspiraciones de prosperidad y democracia, dándonos esperanzas para el futuro de nuestro propio sistema político imperfecto. La experiencia de estos países nos demostró que el crecimiento económico, la justicia social y la libertad política no sólo eran compatibles, sino que se reforzaban mutuamente.

¿Dónde encontrarán los jóvenes de hoy un mensaje igual de esperanzador? La democracia liberal parecía destinada a ser la ola del futuro. Pero ahora el retroceso democrático es un fenómeno global, y los Estados Unidos de Donald Trump son sólo el ejemplo más visible y dramático. Desde principios de la década de 2010, las “autocracias electorales” –regímenes que celebran elecciones periódicas, pero en condiciones de represión generalizada– se han convertido en la forma de gobierno dominante en todo el mundo. Casi 220 millones de personas menos viven hoy en democracia liberal que en 2012.

Además, las “democracias electorales” –una forma de régimen que puede allanar el camino a la democracia liberal– también han perdido terreno, gobernando hoy 1.200 millones de personas menos que en 2012. Estos regímenes han sido sustituidos por autocracias electorales o directas, que ahora gobiernan a 5.800 millones de personas (de las cuales 2.400 millones se han añadido desde 2012).

Como faro de la democracia, Europa ya no brilla tanto. La Unión Europea desempeñó un papel fundamental en el anclaje de la democracia durante la transición de Europa del Este desde el socialismo, y Chequia y Estonia se convirtieron en algunas de las democracias liberales mejor clasificadas del mundo. Pero muchas otras –en particular, Polonia, Hungría y Eslovaquia– han retrocedido considerablemente, y la Unión Europea se ha visto impotente para hacer algo al respecto. El primer ministro eslovaco, Robert Fico, se unió recientemente en Pekín al presidente ruso, Vladimir Putin, al dictador norcoreano Kim Jong-un y a otras dos docenas de líderes autoritarios para ayudar al presidente Xi Jinping a celebrar la destreza militar china.

Los principales países europeos pueden afirmar, con razón, que sus democracias no han sufrido tanto como la estadounidense. Pero Europa no proyecta hoy ni fortaleza económica ni cohesión política. Su confianza en sí misma parece haber tocado fondo, como demuestra el modo en que la Unión Europea ha cedido ante las amenazas arancelarias de Trump.

Los líderes europeos esperaban desde hace tiempo que la integración aumentara el poder y la influencia de la región en la escena mundial. En lugar de ello, la Unión Europea parece haberse convertido en una casa a medio camino permanente que fomenta la parálisis. Sus instituciones y procesos disuaden a los países de actuar audazmente por su cuenta, pero carecen de capacidad para formular y perseguir una visión común.

Mientras la Europa democrática no consigue proyectar su influencia más allá de sus fronteras, los que sí ejercen el poder en la escena mundial ya no son modelos a seguir. Pocos habrían esperado que Estados Unidos hubiera dado un giro autoritario tan brusco, y sin embargo Trump ha transformado el país en un actor canalla casi de la noche a la mañana. También ha facilitado que China se haga pasar por el adulto responsable de la sala, y Xi se ha enfundado con gusto el manto de la “igualdad soberana”, el “Estado de derecho internacional” y el “multilateralismo”.

Pero nadie debe engañarse sobre la naturaleza del régimen chino. Sus logros económicos no son motivo para emular su política. China sigue siendo un país altamente autoritario donde las minorías son reprimidas y la oposición política está estrictamente prohibida.

Para encontrar puntos brillantes democráticos, debemos buscar en lugares inesperados. Por ejemplo, Brasil y Sudáfrica, dos países de renta media, comparten la rara distinción de haber estado recientemente al borde del colapso autoritario y luego haber retrocedido.

El mandato de Jacob Zumacomo, presidente de Sudáfrica entre 2009 y 2018, se caracterizó por el populismo autoritario y la corrupción generalizada, y el expresidente brasileño Jair Bolsonaro se negó a aceptar la derrota electoral y planeó un golpe militar (así como el asesinato de su oponente) en 2022. Sin embargo, a ambos les sucedieron líderes con sólidas credenciales democráticas: Cyril Ramaphosa en Sudáfrica y Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil.

Lo que hace extraordinarios estos éxitos es que se produjeron en circunstancias que los politólogos consideran especialmente desfavorables para la democracia. Sudáfrica y Brasil no sólo tienen profundas divisiones étnicas, sino que se encuentran entre los países más desiguales del mundo. Desde Aristóteles, los pensadores han sostenido que la ausencia de grandes diferencias entre ricos y pobres es una condición previa para sostener la democracia; pero las experiencias brasileña y sudafricana dibujan un panorama más sutil, que resulta alentador para los defensores de la democracia.

También hay buenas noticias en otros lugares. A fines del año pasado, cuando el presidente surcoreano, Yoon Suk-yeol, declaró la ley marcial por primera vez desde 1980, las fuerzas democráticas y el Parlamento contraatacaron. En pocas semanas, Yoon fue destituido de su cargo. Chile también ha conseguido mantenerse como una democracia estable desde el final de la dictadura del general Augusto Pinochet (1973-1990).

Algunas de las democracias con más éxito fuera de Europa son países pequeños que pasan desapercibidos en los debates sobre el declive democrático. Taiwán, Uruguay, Costa Rica, Mauricio y Botsuana obtienen altas puntuaciones en la clasificación de democracias de The Economist Intelligence Unit (los dos últimos son especialmente dignos de mención como ejemplos de democracias duraderas en África).

Tal vez nuestras esperanzas de avivar las llamas de la democracia descansen en estos casos improbables. Como todo, la democracia necesita modelos. Aunque los estudios de casos habituales ya no son relevantes, todavía hay lugares donde los defensores de la democracia pueden encontrar inspiración.

Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Harvard Kennedy School, expresidente de la Asociación Económica Internacional y autor de Shared Prosperity in a Fractured World: A New Economics for the Middle Class, the Global Poor, and Our Climate (Princeton University Press, 2025). Copyright: Project Syndicate, 2025.