Como ya intenté dejar planteado en alguna oportunidad anterior, partiré de alguna cuestión educativa relativamente coyuntural y que, a la vez, nos habilite a transitar reflexiones que tomen distancia de la situación específica. Simultáneamente, tratar de tender puentes entre teoría y práctica, en un lenguaje llano. Hace unos días estábamos participando en un curso de “Tecnologías y educación”, unos como estudiantes, yo como docente. Avanzando en algunos planteos, acerqué un concepto de Jesús Martín-Barbero, español y radicado en Colombia desde 1963, doctor en Filosofía, quien plantea que “estamos pasando de una sociedad con sistemas educativos a una sociedad educativa”.1
En particular, él trata de situar este postulado en el seno de nuevas dinámicas sociales y culturales que tienen lugar en una sociedad informacional; es decir, una sociedad que, como diría Manuel Castells, sustenta su desarrollo en la obtención y el procesamiento de información, generando nueva información, y así sucesivamente. Lo cierto es que esta provocación generó un agitado intercambio, al menos en tres direcciones: a) si todo en la sociedad es educativo, ¿qué es específicamente la educación?; b) distinguir entre información y conocimiento; c) si toda la sociedad educa, ¿dónde queda el rol docente?
Sobre el segundo punto había bastante “acuerdo”, aunque hubo matices, fronteras difusas y espacios de transición a pensar. A la vez, buena parte de esa distinción se unía al papel que debía desempeñar el docente como sujeto que aporta claves interpretativas y otorga significados a la información disponible. El problema estaba a la hora de pensar qué pasa cuando ese docente “no está”, posibilidad que ahora podría ser sustituida por algunas tecnologías; de todos modos, se aclaraba, podría sustituir, básicamente, “la información”, pero no el vínculo, la relación educativa, la posibilidad de problematizar la realidad histórica. Y esto derivaba en el primer punto enunciado en el párrafo anterior sobre qué es educar si sólo se tratara de comunicar saberes. En un momento, se generó una suerte de círculo vicioso, o virtuoso, según se quiera ver.
De todos modos, sobrevoló, y esto es pura interpretación mía, ya que el tiempo no nos permitió seguirla en el aula, una suerte de sinonimia que en varias ocasiones nos ha atado de pies y manos desde los albores de la modernidad: que educación es igual a escolarización. Pensar en espacios educativos diferentes a los sistemas educativos (formales) como plantea Martín-Barbero no resulta sencillo, especialmente si no se vinculan directamente con recorridos graduados, evaluaciones y acreditaciones correspondientes.
Entonces, propuse pensar en las iniciativas desarrolladas por los Centros MEC, aunque no las conociera en profundidad; al menos pensar si, aunque no formara parte del sistema educativo (y aclaro, formal, porque intuí esa falsa sinonimia a la que me referí), forma parte de una “sociedad educativa”, en la que se conforman espacios con esa intención explícita, con dispositivos y sujetos (presentes o no físicamente en la relación educativa) que contribuyen a concretar esa intención. Pregunté si valía la pena que el país hubiera invertido en desplegar una amplia red, tecnología, formación y actualización docente (no necesariamente maestros, profesores o educadores sociales), para que una persona de una localidad de menos de 2.000 habitantes saliera de su conocido ámbito doméstico y fuera hasta el Centro para disfrutar de una videoconferencia sobre un tema de su interés, y que lo hiciera porque sí, porque con eso siente que aprende, porque con eso tiene otras herramientas para vivir.
Entonces, el retruco que recibí, en una buena, fue: si hay dispositivos y sujetos, ¿cuáles son los saberes pertinentes? ¿Hay algunos más valiosos que otros? ¿Es una cuestión epistemológica y/o política? ¿Es necesario acreditar esos saberes? ¿Deben tener alguna utilidad posterior? ¿O había cierto resabio de cuidar el estatuto docente específico, como poseedor de un saber? Porque si nos restringimos a esta última interrogante, si esos saberes fueran reducidos a información, el rol docente estaría en tela de juicio, más aun en un contexto de amplia disponibilidad tecnológica. En algunos, creció la conciencia de que el principal aporte del docente ya no estaba en la “información” que transmitía como conocimientos –luego de múltiples etapas y procesos–, sino en la formación de la conciencia, la reflexión crítica, el discernimiento, la “lectura del mundo” (siguiendo a Paulo Freire), y esto era lo específico del docente, que seguiría siendo necesario con o sin tecnologías. Pero eso, a su vez, necesitaba de una “materia prima” que eran los conocimientos, y había que ver cuáles. Y la discusión continuó. Muy interesante, por cierto. Estimo que todos, estudiantes y docentes (estoy compartiendo este curso con una docente de la Universidad de la República –Udelar– muy reconocida en esta temática), estamos transitando aprendizajes valiosos.
Rescato estos planteos porque las relaciones entre tecnologías y educación en ocasiones se abordan desde sus aspectos más técnicos, ya sea en lo que refiere a las caracterizaciones tecnológicas como en los formatos y las metodologías educativas que pueden sintonizar mejor con ellas. Pero, a la vez, suele postergarse una reflexión pedagógica que puede proponer planteos acerca de las finalidades y las intencionalidades con que se utilizan estas herramientas y las relaciones que se generan en torno a ellas, de modo de habilitar las interrogantes por cuáles son las instancias formativas que aquellas impulsan. Relaciones de muy distinta índole: didácticas, epistemológicas, sociales, culturales, económicas, entre otras, que se articulan en torno a un discurso político-pedagógico, como aquello que se refiere a lo específicamente educativo.
- Martín-Barbero, Jesús (2008). “Reconfiguraciones de la comunicación entre escuela y sociedad”, en: Tenti Fanfani, Emilio (comp.) (2008): Nuevos temas en la agenda de la política educativa, Buenos Aires: Siglo XXI Editores.