–Aprendimos también sobre William Shakespeare”, dice una niña durante el último taller de filosofía y cuentos.

–¡Ah, sí! Romeo y Julieta..., recuerda un niño.

–...que es una tragedia”, agrega otra alumna.

–¡Sí! Porque es una historia bella y triste a la vez, nos dijo la maestra”.

Desde setiembre, he visitado una vez por semana los dos grupos de tercero de una escuela pública de contexto crítico. Buscaba experimentar con el potencial de la reflexión filosófica que propician los cuentos. Uno de los trabajos, a principios de octubre, pretendía que los propios niños generaran narraciones, y consistía en averiguar las historias de sus propios nombres: ¿quién pensó en nuestro nombre? ¿Qué significa?

Una niña se llama Julieta.

“¡Es uno de los nombres más lindos del mundo!”, les digo, “¿Saben por qué?”

Un niño arriesga: “¿Por... Romeo y Julieta?”

Algunos asienten, otros miran interrogantes; ninguno sabe la historia completa aparte de una vaga mención del balcón. Me dispongo a contárselas. Pero no me sale bien. La historia es demasiado triste para seguir siendo hermosa al prescindir de la forma. Y no me gusta cómo se las cuento. Ellos se quedan confundidos, presintiendo, en mi entusiasmo, que debe de haber en ese relato algo muy bello que no han llegado a captar.

Me voy decidida a encontrar alguna versión breve, para niños, pero nada en internet me satisface. Una versión cinematográfica, tal vez. La de Baz Luhrmann, con Claire Danes y Leonardo Di Caprio, siempre me gustó, pero, ¿corresponderá traerles una adaptación con una estética tan contemporánea que hasta incluye armas de fuego? ¿No significará insistir en la violencia en la que viven algunos de estos niños? Los subtítulos tampoco serán fáciles para alumnos de esa edad. Entonces surge el milagro: encuentro una versión inesperada de Swarovski Entertainment doblada al español latino. En alta resolución, totalmente disponible en Youtube, de 2013. Mejor que la de Luhrmann, pienso, porque es un tanto más distante de la realidad de los niños. Una de las grandes ventajas de los relatos para generar la reflexión es que no tratan sobre nosotros mismos, pero a la vez son sobre alguien que se enamora como nosotros mismos, que se mete en problemas como nosotros mismos, que sufre como nosotros mismos. Al guardar cierta distancia, nos permiten juzgarlos y discutirlos sin involucrarnos directamente. Por eso me gusta más esta versión de Romeo y Julieta, que reconstruye la historia original. Les recomiendo a las maestras que la miren durante la semana, para poder trabajar con ellos en el próximo encuentro.

Uno de los grupos termina de ver la película durante el taller. Son las escenas finales, entre ellas la que se desarrolla en la tumba de Julieta. “¡Que le dé un beso! Así se despierta, ¿no?”, dice una vocecita, echando mano de los recursos de los cuentos infantiles tradicionales. La maestra les toma una foto: sentados en el suelo, atentos a la pantalla de la computadora en lo alto del escritorio, diferentes gestos se despliegan sobre rostros amontonados, uno muy cerca del otro. Ojos y bocas abiertos en expresión de espanto; un niño se muerde el labio inferior con el ceño fruncido; una niña se cubre los ojos con la mano.

Durante el taller, discuten la consigna “¿Quién es culpable de esta tragedia?”. Las acusaciones caen principalmente sobre Romeo, por haber matado al primo de Julieta; hay quienes lo señalan y quienes lo excusan.

–Ellos querían una vida en paz, porque estaban en su luna de miel, pero a Romeo lo provocaron.

–Empezó el otro equipo.

–Fue sin querer.

–Igual es culpable porque mató.

–Es culpable y no, a la vez.

Parecen confundidos con esa última afirmación. ¿Cómo se puede ser y no ser culpable a la vez? Un niño dice que la acción es mala, pero la culpa depende de las intenciones. Si fue sin querer, es inocente. Se oyen apoyos y protestas. Se están por ir al comedor, para el almuerzo, pero se los nota un poco frustrados. Ellos querían saber “la solución”. Una niña cierra: “No se puede saber la solución, porque es una pregunta filosófica, como las que aprendimos”.

Un alumno levanta la mano, orgulloso: “¡A mí se me ocurrió una pregunta filosófica! ¿Cómo filmaron la película si en esa época no había cámaras?” Son tan chiquitos... La maestra les habla del cine y del teatro, y de cómo cualquiera de ellos podría llegar a ser actor.

Un mes más tarde, conversaciones en redes de docentes florecen en el contacto con el colectivo de teatro Al Borde, que en este preciso momento del año está estrenando una versión clown de Romeo y Julieta. Se coordina la puesta en escena en el gimnasio de la escuela para fines de noviembre. Los actores son nada más que tres, Cathy, Juan Pablo y Christian, que se turnan para cambiarse de traje y cubrir todos los personajes, siempre a la vista del público. Haciendo alarde de la vulnerabilidad propia del hecho teatral, el guion incluye cómicas quejas por la carencia de actores, los intérpretes se ponen y sacan pelucas delante de los niños, y hasta, en un momento determinado, una maestra es invitada a encarnar el personaje de la nodriza. Es una instancia paradigmáticamente educativa en la que aquella explicación sobre la realidad del cine y el teatro se vuelve evidente y superflua ante este despliegue explícito. También tienen su debida dosis de catarsis y expresión creativa, ya que son invitados a reelaborar el final: se alzan gritos de voces infantiles para evitar que Romeo beba el veneno, y ayudan a que el cura llegue a tiempo a la cripta para despertar a Julieta y develar el plan. Así vislumbran, tal vez, que ningún destino está necesariamente marcado.

La escuela, ese mosaico de voluntades, afectos y miradas, es una insustituible fábrica de experiencias. Eso es lo que aprendí yo.