Hace unos días, en el marco de uno de los cursos del que junto con otro colega somos responsables, un grupo de estudiantes desarrollaba una presentación de una investigación en educación que privilegiaba la perspectiva etnográfica. Se les había asignado su lectura para poder compartirla, profundizar y reflexionar con los demás estudiantes, de modo de poder apreciar en vivo y en directo, en el propio proceso de investigación, cómo se ponen en juego las nociones teóricas que habíamos comentado unos días antes y cómo la investigadora había resuelto las tensiones y los desafíos que se le iban presentando.

El grupo comunicó por qué la investigadora había optado por ese tema y no por otro, qué tiempos le implicó, cómo se acercó a distintos actores, entre otros aspectos, y cómo lo plasmó en una tesis. Así, a la hora de la escritura, la autora optó por mantener en el anonimato a los entrevistados. Y lo fundamentaba. Luego de finalizada la presentación, se abrió un espacio de intercambio. En el ida y vuelta de los comentarios, un integrante del propio grupo de estudiantes que hizo la presentación comentó que, mientras la preparaba, se preguntaba sobre la confiabilidad de los elementos que surgieron a partir de la investigación, dado que todo permanece en el anonimato y uno no puede chequear a quién efectivamente se preguntó y a qué instituciones educativas concurrió la investigadora.

Efectivamente, ello es así. Como lector, uno no puede chequearlo y tiene que creer en la comunicación de la investigadora. En este sentido, surgieron diversos comentarios que bordearon el asunto: “Precisamente, porque explicita y fundamenta por qué guarda anonimato, es más creíble la investigación”; “lo que importa no es lo que dice Fulano o Sultano en la entrevista, sino que la investigadora es capaz de poner en relación lo que surge en esos encuentros con elementos teóricos y dar cuenta de procesos que tienen lugar en la ‘realidad’ histórica (como la reproducción social, por ejemplo), problematizándolos y sumando nuevas cuestiones originales”; o que “más allá de si es creíble o no, se debe tener cuidado para no confundir elementos teóricos ‘previos’ con prejuicios”. Y así varios más.

Este intercambio surgió sobre el final de la clase y no lo profundizamos mucho; un poco por pereza, un poco porque se abría una ventana enorme para el análisis y se requería bastante más tiempo, otro poco porque nos devolvía a relaciones entre teoría y práctica suficientemente abordadas en otros cursos. Por eso me pareció pertinente retomarlo aquí, para avanzar algo más, pero tal vez desde otro lugar. Porque el comentario de ese estudiante, en general, nos incomoda, dado que entramos en aspectos “no científicos”, pero estrechamente vinculados a cómo se genera conocimiento y cómo se lo valida, porque, es bueno recordarlo, en última instancia investigar es una práctica humana y, por tanto, abierta, inconclusa.

En confianza

Algunos plantean que le creemos a lo que surge de una investigación científica porque dice cosas que están inscriptas, más allá de su novedad, en un lenguaje aceptado en una comunidad y en un tiempo histórico determinado; nos suena normal, diría Thomas Kuhn. Hasta que surge algo que nos mueve el tablero, nos complica, y se fisura el llamado “paradigma”. Ejemplos de ello hay miles en la historia: a modo de ejemplo, a Werner Heisenberg no le creyeron de primera que era imposible asignar con precisión determinados pares de magnitudes físicas y observables, planteando una distinción clave entre física clásica y física cuántica; o que Hannah Arendt tuvo dificultades para plantear su concepto de “banalidad del mal”. Y aunque Heisenberg y Arendt propongan nociones que puedan “explicar” varios asuntos humanos y de este mundo, nos cuesta “creerles” en principio.

Otros plantean que le creemos a lo que surge de una investigación científica porque está en juego una dinámica de poder que establece cierta hegemonía, y ello hace que “naturalicemos” cierto modo de ver las cosas, pero que, haciendo algunos esfuerzos, podrían ser de otra forma. Tampoco nos extenderemos aquí porque Michel Foucault ya lo ha hecho suficientemente, llevándonos a preguntar cuál ha sido la construcción que ha llevado a que en cuestiones de salud prefiramos un médico antes que otras fuentes de saberes posibles. Porque, luego que salimos del consultorio, al médico le creímos.

Podríamos seguir buscando otros posibles abordajes acerca de en qué basar nuestras creencias. Específicamente, desde una perspectiva con énfasis en su dimensión pedagógica, quisiera dejar planteado que en el acto educativo el juego de creencias resulta clave. Para comenzar, estimo que tenemos un problema con la noción de creencia cuando lisa y llanamente la asociamos a “falsa creencia”, como una suerte de visión de las cosas que le falta rigor, no cuentan con base sólida ninguna o pretenden adoctrinar. No caer en esta falsa oposición, diría Carlos Vaz Ferreira, es fundamental para avanzar.

En segundo lugar, está ampliamente estudiado el papel que juegan las creencias en los docentes: creencias acerca de lo que esperan de un estudiante, acerca del campo disciplinar que desarrolla, sobre lo que espera la sociedad de la educación, etcétera. Desde diversos autores y perspectivas se afirma que esto influye en aspectos como la evaluación, la didáctica que se pone en juego para comunicar saberes, la construcción de su identidad profesional, o en cómo se vincula a la institución educativa con el entorno, entre otros. En tercer lugar, están las creencias que operan en la dinámica de las instituciones sociales, de modo de poner a jugar distintos planos de lo simbólico que afectan procesos, fines, operaciones y expectativas institucionales: se espera que yo pague el boleto al subir a un ómnibus porque ello se inscribe en una economía de mercado en la que se intercambian bienes (dinero por transporte).

A profundizar

Hasta donde conozco, menos estudiado ha sido el aspecto que surgió a partir del comentario del estudiante en el curso: por qué un niño, niña, adolescente o adulto ha de creer lo que otro, en el seno de una relación educativa, le “dice”. Se dirá que la ciencia lo ha explicado (ya vimos que eso tiene sus límites), que la humanidad lo ha aprendido, que la institución educativa cuenta con la legitimación social para hacerlo, o que el docente se ha formado para eso. Además de que cada uno de esos argumentos tiene su cuota parte para brindar una respuesta pertinente a la pregunta instalada –por qué le creemos a un educador–, sostengo que lo que fundamentalmente se pone en juego es la confianza. Una confianza que es entretejida en el marco de prácticas que validan determinadas transmisiones culturales y no otras; una confianza que se acrisola en el desarrollo de instituciones que otorgan significados que se estiman importantes para la convivencia y la intervención en el mundo, y no otros; una confianza que se construye en las relaciones sociales, heredadas y transformadas a la vez.

Pero más allá de instituciones, prácticas y relaciones, resulta ineludible el dato antropológico que Alex Honneth expresa muy bien en el reconocimiento que nos debemos como sujetos. Dicho de otra forma, en términos muy sencillos: si alguien me reconoce como persona, yo le tengo fe, confío. Le creo. Aunque no ingenuamente, le creo. Tampoco sucede una acción primero (reconocimiento) y otra después (confianza), sino que se trata de un ida y vuelta. De hecho, esto se une directamente a la autoridad, ya que etimológicamente deriva del latín auctoritas, que significa “promover”, “ayudar a crecer bien”. Nuevamente, en estos tiempos tendemos a introducirnos en otra falsa oposición al asociar autoridad al autoritarismo, cuando en realidad la autoridad, por el hecho de estar ayudando a crecer bien, engendra confianza en la persona que la ejerce.

De buenas a primeras, uno no puede chequear la distancia a la estrella más luminosa, salvo creerle al texto que lo señala en el curso de astronomía. Uno tampoco puede chequear, en primera instancia, cuándo y cómo se decide dividir a la historia en eras geológicas o épocas marcadas por determinados acontecimientos. Preguntaré, aclararé, sumaré elementos, y, a la vez, creo en posibles respuestas, interpretaciones, visiones y voy descartando otras. Ellas son siempre del orden de la disputa pero, en el seno de ella, creo. Tiempo habrá para problematizar las fuentes de esa confianza, como también conjeturó, al final de su lectura de la investigación, el integrante del grupo que hizo la presentación.