En la dictadura hubo represión, violaciones a los derechos humanos, censura, miedo. Pero hubo también otro costado de la imposición: se trató de un régimen de gobierno que favoreció a los sectores dominantes –entre ellos, parte importante del empresariado– en detrimento de la gran mayoría de la población. Y lo hizo no sólo mediante la política económica, sino también dando rienda suelta a las empresas para despedir sin indemnización y restringiendo al máximo la actividad sindical.
La dictadura disolvió la Convención Nacional de Trabajadores creada en 1966 y persiguió a sus dirigentes. El 4 de julio de 1973, mediante un decreto, definió la huelga como “notoria mala conducta” y autorizó a las empresas a despedir sin indemnización a quienes hicieran “huelgas, paros o cualquier forma de trabajo irregular”. Allí comenzó una “ola masiva de despidos”, según narra la docente e investigadora Virginia Martínez en su libro Tiempos de dictadura; el semanario Marcha contabilizó al menos 14.000 despidos en las distintas áreas de actividad.
Al mes siguiente, el 1º de agosto, el Poder Ejecutivo aprobó el decreto 622, que reglamentó los sindicatos: limitó el derecho de huelga e impuso multas y prisión por “atentar contra la libertad de trabajo”. Hubo sumarios y despidos en organismos estatales como el Banco Central, el Banco Hipotecario, el Banco de Seguros del Estado, el Banco República, Canal 12, La Mañana y El Diario, entre otras empresas.
La posición de las cámaras empresariales
El historiador Carlos Demasi advierte que las cámaras empresariales uruguayas fueron variando de posición en relación con la dictadura a medida que pasó el tiempo, siguiendo de alguna forma el clima social imperante. “Con un repertorio de declaraciones variado y ambiguo, las autoridades de las cámaras empresariales expresaron su apoyo” a la dictadura “y acompañaron las políticas que los beneficiaron”, señala en el artículo “El apoyo de las cámaras empresariales”, incluido en el libro El negocio del terrorismo de Estado. Los cómplices económicos de la dictadura uruguaya. En cambio, “cuando la marea opositora indicó que los tiempos del autoritarismo se acortaban (y para entonces la situación económica dejaba de serles favorable) los empresarios cambiaron de actitud (y de elenco directivo) pasando a la oposición con armas y bagajes”.
En una primera instancia, el empresariado uruguayo se benefició de las medidas restrictivas en materia sindical y de las políticas económicas implementadas por el régimen de facto. Desde 1974, según recuerda Demasi, hubo un fuerte crecimiento del producto interno bruto (PIB) y una caída del salario real, con lo que “la tasa de ganancia de los empresarios se multiplicaba sensiblemente”. Pero sólo se beneficiaban los sectores exportadores, ya que la caída del salario reducía el mercado y afectaba el comercio interno. Además, la diferencia cambiaria con Argentina motivaba que “muchos uruguayos prefirieran viajar para hacer sus compras”, lo que afectó a los comerciantes locales. El único sector que se benefició ininterrumpidamente de las políticas de la dictadura fue el financiero.
En “La estrategia y la política económica de la dictadura, 1973-1984”, artículo también incluido en el libro El negocio del terrorismo de Estado, el economista Jorge Notaro señala que la exclusión social de los trabajadores se completó “con su exclusión económica, y los ingresos transferidos se distribuyeron mediante diversos mecanismos entre grupos empresariales de todas las actividades económicas”.
En materia sindical, Demasi sostiene que la expectativa principal de los empresarios estaba en la regulación de la actividad, que identificaban con “el comunismo y el caos”, y esto coincidía con las tendencias autoritarias del nuevo régimen. “En muchos aspectos el comportamiento de los empresarios uruguayos es similar al de buena parte de la sociedad: se festeja la ‘paz social’ mientras se silencia el terrorismo de Estado”, acota el historiador en el artículo.
Algunas empresas incluso otorgaron a los represores fichas de su personal para facilitar la identificación, según señala el historiador Álvaro Rico en el libro 15 días que estremecieron al Uruguay. Esto en términos generales, porque también hubo empresarios que se opusieron a la dictadura y que colaboraron con los trabajadores perseguidos.
El 13 de julio de 1973, la Cámara Nacional de Comercio (CNC) “publicó una extensa y confusa declaración que puede leerse como un apoyo al gobierno”, indica Demasi. Allí la cámara aludía a una “profunda crisis institucional”, pero acotaba que “no corresponde a la actividad privada encarar la solución de los problemas políticos”, sino en cambio preocuparse por la “coyuntura económica” y la “justicia social a que aspiramos’”.
El 9 de julio de 1973, en plena huelga general, el presidente de la Cámara de la Construcción, Homero Pérez Noble, en nombre de un conjunto de gremios empresariales (Cámara de Comercio, de Industrias, Bolsa de Valores, entre otros), le hizo llegar al dictador Juan María Bordaberry un memorándum “donde ofrecían su colaboración al gobierno y se proponían como mediadores para hallar una salida a la situación, reclamando a su vez su participación en las decisiones de política económica”, apunta Demasi citando a Rico.
El 26 de agosto de 1973, el gobierno de facto se reunió en el parador San Miguel para tratar una agenda de 50 puntos para un Plan Nacional de Desarrollo. En esa ocasión, según se recuerda en Tiempos de dictadura, el presidente de la Cámara de Industrias del Uruguay (CIU), Héctor Abellá, anunció el apoyo del sector a las orientaciones económicas aprobadas en la reunión.
Este apoyo de las cámaras se mantuvo en los primeros años. En junio de 1975, la Cámara Nacional de Comercio destacó en su memoria anual la “consolidación de la paz social y la seguridad pública que ha alcanzado el país y la importancia de la liberalización de la economía”. El 11 de octubre de ese mismo año, la CIU se reunió con Bordaberry y reiteró su apoyo a la política económica y a la gestión del gobierno.
Sobre el final de la década de 1970, en momentos en que arreciaban las críticas a la dictadura uruguaya en foros internacionales y se denunciaba públicamente las torturas y la represión en organismos como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la CIU envió una circular a sus miembros exhortándolos a enviar cartas a la ONU para desmentir las denuncias que buscaban “desacreditar nuestro país”, señala Demasi.
Sin embargo, hubo excepciones a este respaldo empresarial. La Federación Rural del Uruguay (FRU), muy cercana al líder nacionalista Wilson Ferreira Aldunate, mantuvo una actitud distante e incluso opositora respecto del gobierno de facto. En mayo de 1974, la FRU suspendió la realización de su congreso porque la Jefatura de Policía le impidió tratar temas políticos, y el 23 de mayo de 1975 detuvieron al presidente de la FRU, Walter Pagés, por hacer declaraciones críticas a la conducción económica que molestaron al gobierno, según se recuerda en Tiempos de dictadura.
Demasi sostiene que no fue la coyuntura económica la que pesó en este posicionamiento, sino “la vinculación que tenía la mayoría de los integrantes de la FRU con uno de los principales opositores políticos a la dictadura, el senador Wilson Ferreira Aldunate”.
Cambio de aires
Distintos autores coinciden en que la crisis económica de 1982 fue un punto de inflexión para la dictadura y le quitó gran parte del apoyo social del que había gozado en sus primeros años. Notaro advierte que a medida que se expandían los impactos negativos de la crisis, “los actores empresariales que se habían beneficiado durante varios años comenzaron a quitar el apoyo a la dictadura militar desde 1980”.
Demasi indica en el mismo sentido que “gradualmente las gremiales empresariales expresaron su rechazo al gobierno y reclamaron medidas alternativas, en una actitud similar a la que había mantenido la FRU desde el comienzo de la dictadura”.
El historiador resume la actitud de las cámaras durante los largos años de la dictadura como “complaciente” y “un ejercicio de oportunismo”: “tolerancia de cualquier exceso (incluso si afectaba a integrantes del empresariado), discreto apoyo mientras las políticas económicas los beneficiaban para pasar al distanciamiento cuando esas mismas políticas se volvieron adversas”.
Beneficios ilegales
A diferencia de lo sucedido en otros países, como Argentina, en Uruguay todas las investigaciones sobre delitos económicos que involucraron participación de civiles resultaron “frustradas”, advierten Ariela Peralta y Gianni Di Palma en el artículo “Complicidad económica y derecho uruguayo”, publicado en el libro El negocio del terrorismo de Estado.
Por ejemplo, no tuvieron consecuencias las investigaciones sobre el llamado “Operativo Conserva” que benefició a empresarios del sector frigorífico –entre ellos la esposa del dictador Gregorio Álvarez– y el Bank of America, y que “arrojaron una pérdida para el Estado que al año 1986 se calculó en más de 12 millones de dólares”. Tampoco tuvieron consecuencias jurídicas las operaciones de venta de instituciones bancarias a bancos del exterior, “cuyo resultado fue la adquisición de la cartera incobrable de la banca privada por el Banco Central uruguayo”.