Ana Juanche es magíster en Derechos Humanos y experta en investigación de proyectos para la reforma de los sistemas penitenciarios con enfoque de derechos humanos. Estuvo vinculada a los movimientos sociales de base durante 15 años. Desde 2004 a 2013 fue coordinadora latinoamericana del Servicio Paz y Justicia en América Latina. Desde ese rol recorrió muchos países trabajando con distintos movimientos: indígena, obrero, feminista, campesino, sin tierra, entre otros. Mientras que en Uruguay se enfocó, por medio de la misma organización, en el programa de seguridad ciudadana y sistema carcelario, una experiencia innovadora en el país que ofició como precursora del monitoreo de la vigencia de los derechos humanos en las cárceles. Tuvo la oportunidad de trabajar junto con Manfred Nowak, abogado y relator especial de las Naciones Unidas contra la tortura. Coordinó un proyecto de la Unión Europea para la reforma del sistema carcelario, fue asesora del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y acompañó la creación de la Institución Nacional de Derechos Humanos, donde trabajó como asesora dos años. Luego, ingresó a la Organización Internacional del Trabajo para coordinar algunos componentes del Programa de Justicia e Inclusión. Finalmente, le tocó estar del otro lado del mostrador: desde octubre de 2016 ocupa la subdirección técnica del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR).

¿Qué se propuso en un principio la subdirección técnica?

Se inició un debate plural sobre qué entendíamos por el mandato que nos impone la ley: “rehabilitar”. Al INR se le impone el deber de que las personas no vuelvan, que se puedan incluir socialmente y que no tengan que volver al sistema penitenciario. Por eso, la institución tiene que accionar para generar las condiciones indispensables para la rehabilitación y la creación de oportunidades para que las personas tengan derechos dentro de la privación de libertad. El tratamiento en privación de libertad tiene que ver con intervenir en aquellos factores o conductas que llevan a la persona a cometer delitos. Hay factores de riesgo dinámicos en los que podemos trabajar. Pero hay otros que son estáticos y que no podemos cambiar, como la edad, el lugar de nacimiento o la constitución familiar de la persona. Podemos trabajar sobre su conducta, el uso problemático de sustancias, el pensamiento, la impulsividad, la predisposición a los problemas. En este sentido es que definimos dos áreas de intervención: el trato y el tratamiento penitenciario. Para el trato se consolidaron acciones a través de programas específicos, que incluyen educación, cultura, emprendimientos productivos y laborales, actividad física, deporte y recreación. A su vez, creamos dos programas focalizados en población con necesidades específicas, como es la atención a las personas extranjeras y migrantes y las personas en situación de discapacidad. En cuanto al tratamiento, se crearon programas para intervenir sobre los factores dinámicos asociados a la conducta delictual. Para la atención del uso problemático de drogas se trabaja junto a la Junta Nacional de Drogas y el Servicio de Atención Integral a las Personas Privadas de Libertad de ASSE. Otros programas abordan el control de la agresión sexual, la prevención y el control de la violencia de género y la promoción del pensamiento prosocial. La reorganización de la perspectiva técnica se asienta en la evaluación del pronóstico de reincidencia y de daño para sí y para los demás, en el uso estandarizado de herramientas de evaluación y en la producción de información confiable y transparente, que asegure procesos trazables y coherentes. En este proceso la formación ha sido sustantiva, por eso se trabaja en forma permanente junto al Centro de Formación Penitenciaria (CEFOPEN) para que estos procesos sean continuos, de calidad y pertinentes para los nuevos desafíos.

¿Adherís al término rehabilitación?

Las filosofías “re” están perimidas en todas sus versiones. Uruguay llega un poco tarde a esa discusión, también a la del cambio de paradigma. Hay nuevas corrientes, como el “desistimiento” [alejamiento del delito], que están más asociadas a factores individuales y a esos clics que hace la persona en determinado momento. Se sabe que hay variables que inciden en el abandono de la trayectoria delictiva, como la edad, por ejemplo. La evidencia muestra un pico de explosión de delito que está en el orden de los 17 años. Por eso es tan importante la prevención en la juventud. También porque es la etapa en la que aparece esta idea de “deriva”, que plantea que los jóvenes alternan entre las conductas transgresoras del delito y las actividades formales. Ahí aparece un núcleo de políticas de prevención en territorio y en comunidad, de contacto con pares y contextos criminógenos, factores que es necesario abordar para tratar de disuadir la consolidación y la proyección de la trayectoria transgresora adolescente en el mundo adulto. Rehabilitar es brindar oportunidades para que las personas, cuando salgan, tengan mayores chances de inclusión social y se vea disminuida su posibilidad de volver al sistema penitenciario. La función del INR es esa; no se le pide que eduque, que garantice salud ni trabajo, se le pide que rehabilite. Para rehabilitar es necesario, pero no suficiente, que las personas estudien, que tengan oportunidades de formación y trabajo.

¿Cómo se componen las cárceles en Uruguay?

Nuestra población privada de libertad tiene determinados factores comunes: es mayoritariamente joven, más de 70% tiene menos de 29 años, son en su mayoría varones, tienen escasa trayectoria en la educación y en el empleo formal. Son poblaciones que están sobrediagnosticadas y hay características que aparecen sobrerrepresentadas respecto del resto de la sociedad, como el analfabetismo o el componente de población afrodescendiente. Uruguay no escapa a fenómenos mundiales, como la criminalización de la pobreza. Para pensar en abordajes para la ejecución de la pena hay que considerar todas estas cosas. Hay que saber también que hay personas en el sistema penal que llegan al delito como consecuencia de otros fenómenos sociales que son preexistentes, como el uso problemático de drogas. Son personas que molestan en la comunidad porque rompen el contrato social, porque están en situación de calle, porque vulneran la propiedad. Hasta ahora la tecnología aplicada para contemplar esas situaciones ha sido la cárcel, pero claramente no es el dispositivo adecuado, porque no es una institución especializada en tratar a las personas que tienen necesidades; la cárcel no sabe tratar a las personas que tienen problemas específicos.

¿Hay una cuestión de selectividad de la Justicia?

Como en la red del pescador: pasan unos peces y otros, no. No pasan los que la sociedad ha decidido colectivamente que sus conductas son las más reprochables; por la frecuencia y por la gravedad. Si uno mira empíricamente la evidencia, ve que el grueso de los delitos son contra la propiedad. Hay un debate en la política penal que implica discutir qué penas, para quiénes, para qué delitos y en qué dosis. Tenemos que debatir qué entendemos como delito y el qué y el para qué del castigo.

¿Es posible salir de la lógica del castigo?

La institución penitenciaria es la que vehiculiza el encargo social. Estamos lejos de salir de la lógica del castigo porque nuestras sociedades están estructuradas alrededor del castigo como forma de reprimir y de sancionar la ruptura del contrato social. La lógica del castigo es tan vieja como la historia de la humanidad. Hoy las personas no son torturadas como en otras épocas, pero muchos están sujetos a un trato cruel, inhumano y sistemático, que también configura tortura. Las tecnologías del castigo son una respuesta ante el fenómeno de la inseguridad, que está determinado, en definitiva, por la desigualdad. Nuestra batalla es por la inclusión y la igualdad de las personas.

¿Cuánto condiciona el afuera lo que pasa adentro?

El rol de los Estados es legislar por encima de lo que decimos los simples mortales. Un Estado como el uruguayo, que es respetuoso de los derechos humanos y que ha sido vanguardista en su agenda de derechos, en general va siempre un paso adelante de lo que dice la tribuna. Uruguay es muy maduro como para dejarse pechar por los clamores tremendistas que dicen que “hay que matarlos a todos”. El discurso sobre la profundización punitiva en Uruguay está presente. Sin embargo, estamos muy lejos de dejarnos copar por esas políticas de desborde que pretenden encerrar a todos los chiquilines pobres, a todos los portadores de cara y a todos los habitantes de las periferias.

Hace casi diez años se inició una reforma penitenciaria, ¿de qué se trata?

La reforma penitenciaria es una de las áreas de la reforma del Estado. Es el Estado asumiendo que tiene que dar una respuesta con un enfoque de derechos humanos a una de las áreas más sensibles: la intervención de la población infractora de la ley. Implica una serie de acciones para aquellas personas que están privadas de libertad y también para aquellas personas que son objeto de otras formas de justicia, como son las medidas alternativas a la prisión, que es un sistema mucho más exitoso y mucho más barato. No se puede ver esta reforma sin ver otras iniciativas, como el Código Penal y el Código del Proceso Penal.

¿En qué etapa está la reforma penitenciaria?

El gobierno definió que llegó la etapa de que las cárceles salgan de la órbita del Ministerio del Interior. Antes de la dictadura, las cárceles estaban en el Ministerio de Educación y Cultura [MEC]; como Uruguay no tiene un Ministerio de Justicia, que sería la institución natural para asumir las cárceles, lo más saludable es volverlas a su lugar de origen. Todo lo que sucedió desde mediados de la década del 70 hasta acá es resultado de una manera de entender el sistema y su gestión, también el delito y la ejecución de la pena. Hay una mirada custodial que prima sobre la lógica socioeducativa. En este momento está en manos del Poder Legislativo sumar contenido a esta ley y aprobarla. El pasaje de las cárceles al MEC es un broche simbólico para decir: esto dejó de ser territorio exclusivo de la Policía, ahora también es territorio civil.

¿En qué ha cambiado la entrada de los civiles a la cárcel?

Ha cambiado cualitativamente la cultura organizacional. La entrada de civiles excede a los operadores penitenciarios e incluye a los servicios de salud, de educación, a las organizaciones sociales, etcétera. Aporta la posibilidad de problematizar una lógica que es históricamente androcéntrica, vertical y disciplinada. La lógica civil trae la democratización en la toma de las decisiones, en el acceso a la información, en el cambio de eje que permite contemplar la necesidad socioeducativa y en la posibilidad de mirar al otro como un ser integral, y no como un sujeto a ser disciplinado. Esto no quiere decir que los civiles sean los salvadores del sistema penitenciario, pero de alguna manera consolida una apuesta por mirar la ejecución penal como una propuesta de gestión integral.

¿Qué generó la feminización de la fuerza de trabajo?

Muchas cosas. La entrada de la mujer a las cárceles ha dotado de una perspectiva femenina al rol custodial, transformándolo desde un rol rígido de disciplinamiento en un sistema informal de cuidados. La mujer asume ese rol de género que es parte del contrato social: las mujeres cuidamos. Cuidamos a los niños, a los ancianos, a las personas con discapacidad; y ahora también cuidamos a las personas privadas de libertad. En ese cuidado hay una mirada distinta que posibilita que existan regímenes distintos. Esto implica muchas cosas, desde la erotización de los vínculos dentro de la privación de libertad hasta la posibilidad de desarrollar lo socioeducativo con perspectiva de género. Actualmente, las mujeres, mal que pese, tienen niveles más altos de educación. Entonces, las mujeres en la función pública tienen cada vez más chances de acceder a mayores grados. A diferencia de otras instituciones del Estado, el INR tiene muchas mujeres en lugares de toma de decisión. En el gabinete del INR somos cinco y dos somos mujeres. Hay varias directoras de centros que son mujeres, muchas subdirectoras de las distintas áreas. En el escalafón civil las mujeres están muy presentes, en el policial no tanto.

¿Por qué apostar a la formación penitenciaria?

La función penitenciaria tiene que ser profesional, no puede ser residual. No es tampoco que cada persona que entra puede hacer lo que le parece. Hay una intencionalidad en la tarea, hay un deber que implica que las personas dentro de las cárceles problematicen su situación. Para lograr eso hay que tener herramientas, no es lo que a mí me parece, hay lineamientos para hacer las cosas y todo eso hay que aprenderlo. Hay que poder entender las lógicas, comprender los vínculos, dirimir conflictos, saber intervenir, entre otras cosas. La formación del personal penitenciario es sustantiva para la profesionalización de la función.

No necesariamente las personas que tienen delitos más violentos son las personas más violentas del sistema carcelario.

Las sociedades tendemos a tener más miedo ante las cuestiones que generan mayor grado de incertidumbre, por eso la rapiña causa tanto temor. Sin embargo, porcentualmente tenemos muchos más hurtos y tentativas de hurtos que rapiñas y sus tentativas. Lo mismo pasa con los homicidios o delitos sexuales, que generan mayores niveles de conmoción en la sociedad. Contraintuitivamente, cuando uno ingresa a una institución penitenciaria, se va a encontrar a homicidas con penas largas y a agresores sexuales en los sectores de mínima seguridad. Si bien son personas que cometen delitos contra las personas que tienen alto grado de daño e impacto sobre el cuerpo y la espiritualidad, suelen ser personas que se adaptan rápidamente a un sistema institucionalizado y disciplinar. Rápidamente captan la lógica de la convivencia, trabajan, son “buenos presos”. En términos maniqueos, uno podría decir que si alguien tiene una trayectoria delictiva más dura, el pronóstico de reincidencia está más instalado. Pero puede pasar que en el relacionamiento interpersonal no cause.

¿En quiénes habría que enfocar el abordaje interno?

En los delitos que son considerados eventuales y que, por ende, tienen bajo riesgo de reincidencia, por lo que no vale la pena que el Estado gaste sus recursos. Tenemos que trabajar con el núcleo duro: con las personas que no controlan sus impulsos, con las personas que siendo usuarios problemáticos de drogas utilizan el delito como medio.

¿Hay que segregar a las personas privadas de libertad según el delito?

El delito es un elemento más para el análisis de la clasificación de los perfiles. Tendemos a hacer clasificación por el nivel de riesgo de reincidencia y por el riesgo de daño para sí y para terceros. Hace un tiempo ya que en la interna nos estamos planteando que algunas segregaciones por tipo de delitos no guardan lógica alguna. Los delitos sexuales están todos juntos, los ofensores de género están todos juntos y los ex funcionarios públicos están todos juntos. Esto obedece simplemente a una protección de la integridad de las personas, porque son quienes en los códigos intrapenitenciarios suelen tener más riesgos de ser lesionados por el resto. Hay algunas cárceles en las que las poblaciones no están separadas, otras en las que comparten la cotidianeidad y sólo se las separa de noche. También hay otras experiencias que segregan a la población con fines de tratamiento, como puede ser el caso de los delitos sexuales, que pueden ser sujetos de aplicación de técnicas para disminuir los riesgos de reincidencia en la conducta de agresión sexual. Hoy en día estamos muy lejos de tener un sistema estable de clasificación.

¿Es posible la educación dentro de la cárcel?

La educación ocurre todos los días dentro de la cárcel. Hoy en la cárcel existe la posibilidad de alfabetizarse, de acceder a la educación formal en sus distintos niveles: escuela, liceo, algunos pocos pueden incluso cursar en la universidad. Hay otra pata fundamental en las cárceles: la educación no formal. Para entender la educación dentro de la cárcel hay que comprender el binomio entre la educación formal y la no formal, entre ese conjunto de intervenciones que hace el Estado desde diferentes programas y las propuestas que hace la sociedad civil. También en la inclusión de un montón de mecanismos confesionales, con propuestas que están asociadas a lo religioso pero se dan por medio del vehículo de lo socioeducativo. Todo esto es una realidad que acontece cotidianamente dentro de las cárceles y que nos obliga a entender que la educación es un derecho.