Ángela Barboza tiene 58 años y es madre de tres hijos. Originaria de la localidad artiguense de Baltasar Brum, vive hace 40 años en el asentamiento Casitas Blancas, en la Cruz de Carrasco. Es trabajadora doméstica desde los 13 años, cuando viajó a Montevideo y empezó a trabajar en la casa de una familia en Pocitos.

Empezó a trabajar en su pueblo, con apenas 11 años. “Para ayudar a mi mamá cuidaba al hijo de la maestra del pueblo. Después, además de cuidar al niño, tenía que lavar y cocinar”. Comenta que la maestra era muy pobre, “vivía en un ranchito”.

Cuando terminó la escuela quiso empezar el liceo, pero el más cercano quedaba a 250 kilómetros. Por eso, resolvió seguir el camino de sus hermanas: ir a trabajar a Montevideo como empleada doméstica con cama adentro.

“Fue una experiencia muy dura. No había luz eléctrica en mi pueblo en ese momento; en aquel entonces llegué a Pocitos, a una casa de una persona muy pudiente. Vivía ahí. Para mí era todo muy difícil, poder usar los artefactos que había; no conocía nada de eso, venía del medio del campo. Ahí aprendí algunas cosas, también sufrí muchas otras”.

Muestra sus manos y cuenta que trabajó en esa casa durante cuatro años. En 1975 tuvo un accidente laboral grave. Estaba trabajando con cera y de repente explotó algo. “Se incendió todo, me prendí fuego yo. Estaba cuidando al niño. Lo llevé de la cocina al comedor y me quemé toda”. La situación era de extrema gravedad y Ángela trabajaba en la informalidad. “Estaba muy vulnerable, trabajaba en negro, era menor”. Estuvo dos años internada en el Banco de Seguros del Estado por la quemadura. “Se movió mucha gente para ayudarme, tanto mis hermanas como la gente de acá”. Hoy cree que fue “una locura haber sobrevivido”, por eso dice que cuando ve que la gente se viene abajo le dice “sacudite el polvo y seguí”.

Cuando salió del sanatorio estuvo dos años en la casa de su hermana recuperándose. “Tuve que aprender todo de vuelta, le rompí muchas tazas, pero al tiempito ya me estaba ayudando a buscar otro trabajo”.

Siguió como trabajadora doméstica, pero ya no en la modalidad “cama adentro”. Su hermana vivía en la casa donde ella vive ahora. “Venía a visitar a mi hermana, acá conocí a mi compañero. Cuando ella se fue del barrio decidió darme la casa, me vine para acá con él”. Ángela cuenta que al barrio lo creó la esposa de Juan María Bordaberry, pero “aun hoy sigue sin regularización”.

Casitas Blancas no era un asentamiento. Las casas fueron entregadas en los años 70; eran galpones sin paredes dentro. No tenían agua ni luz. Los espacios verdes de los alrededores se fueron ocupando y las casas se ampliaron, haciendo cada vez más finitos los corredores y generando altos niveles de hacinamiento. Hoy en Casitas Blancas viven unas 2.000 personas.

Para Ángela, llegar al barrio fue un cambio importante. “Prácticamente me terminé de criar en Pocitos y por esos lados, trabajando, pero yo me creía que era de allá”. El nuevo barrio cambió sus dinámicas de relacionamiento. “Cambié, vi que las vecinas se juntaban afuera a tomar mate y a charlar, se ayudaban, se reían. Yo quería eso: comunidad. Ellas venían a mi casa. Eran las seis de la tarde, volvía de trabajar y mi patio se llenaba de vecinas. Ahí hablábamos de todo lo que pasaba, de nuestros hijos, del barrio”.

Con Rosa Budes, concejala del Municipio E.

Con Rosa Budes, concejala del Municipio E.

Foto: Mariana Greif

Un día, con un amigo, crearon una cooperativa de artesanos y sumaron a otros vecinos. “Era una buena cooperativa, mi marido formaba parte, él hacía zapatillas blancas para vender. Fui muy activa allí, me gustó y un vecino me sugirió que fuera concejala”.

Desde entonces, Ángela es muy activa en su zona. Concejala, edila y, sobre todo, referente del barrio. Ha formado parte de la mesa de Servicio de Orientación, Consulta y Articulación Territorial (SOCAT) del Ministerio de Desarrollo Social. También fue una de las creadoras del Centro de Escucha y es presidenta de la Casa de la Mujer de la Zona 8.

Señala una pared donde aún queda una marca de la lámpara de kerosén, y recuerda que en 1985 fueron con otros vecinos a la policlínica del barrio para hacer un reclamo. “Colocamos pancartas en la calle para cuestionar que había una policlínica en el barrio con luz mientras todo el resto no tenía luz”. La decisión que tomaron: colgarse de esa luz. “Nos enganchamos todos; teníamos miedo, pero no había otra. El cablerío era una locura. Vino UTE y puso columnas. Seguimos sin pagar UTE, intentamos regularizarnos millones de veces pero no pudimos”.

Cada miércoles, Ángela y sus vecinos enumeran en la mesa del SOCAT algunos de los logros de este espacio de participación del barrio: la creación de una plaza, el relevamiento del carnet de asistencia, los contenedores y los carnavales, por nombrar algunos. Cuentan que ahora están trabajando en la integración barrial y en temas de convivencia. Quieren integrar Casitas Blancas con las viviendas, y también con el otro lado de Camino Carrasco, que es “la parte más rica” de los municipios E y F.

“En 2002, cuando era edila, llegó una chica muy angustiada al Comunal 8. Ella tenía un hermano más chico con problemas con las drogas”. Ese año, recuerda, cambió mucho el barrio. “Pasta base por todos lados, las muchachas, los muchachos del barrio. Esta chica, que en aquel entonces tenía 19 años, estaba angustiada porque no tenía quien la escuchara”. Ángela fue a lo concreto: propuso la creación de un lugar para escuchar: “Eso era lo que nosotros hacíamos: generar un espacio que todos necesitábamos para que la gente pudiera venir a hablar y que fuera escuchada para intentar mejorar las cosas”.

Vecinos, entidades gubernamentales y organizaciones civiles crearon un Centro de Escucha para familiares de personas con problemas de consumo problemático. “Se asesora a las familias para que sepan qué hacer, se los acompaña en el proceso”, explica.

Empezaron a vincularse con María de Monteverde, una doctora que trabajaba con el municipio. “La Junta Nacional de Drogas también ofreció capacitaciones, duraron nueve años”. Ángela dice que aprendió escuchando y desde su experiencia, por lo que sufrió con su accidente de trabajo. “Aprendí mucho escuchando, pero también aprendí con lo que me pasó a mí con la morfina. Pasaba mucho dolor, tenía que estar drogada; salir de eso no fue fácil”.

En 2004 este proyecto de escucha y la Casa de la Mujer ganaron un presupuesto participativo. Con eso pudieron construir un espacio en el que funcionan ambas cosas. Desde ese momento, Ángela se empezó a involucrar con temas de género.

“En en Centro de Escucha la mayoría son mujeres que llegan por el uso problemático de drogas de sus hijos. Muchas veces los padres desaparecen; cuando hay un problema los hombres se van, se divorcian y abandonan sus casas, quedando las mujeres a cargo. A veces también se van la madre y el padre pero se queda la abuela; siempre es una mujer la que se queda, desde ahí me empecé a dar cuenta del lugar de la mujer”.

En una reunión con vecinas en la Comisión de la Mujer del barrio.

En una reunión con vecinas en la Comisión de la Mujer del barrio.

Foto: Mariana Greif

Los municipios E y F tienen la particularidad de agrupar asentamientos, como Casitas Blancas, con zonas de viviendas de clase alta. A Ángela le costó integrarse en la Casa de la Mujer: “Sentía que no encajaba, por el tema de la clase social. Me costó mucho integrarme con ellas, pero sentía también que su trabajo era muy importante, y cada vez más necesario”.

La Comisión de la Mujer de la Zona 8 se formó hace 25 años, y tiene programas de atención a mujeres en situación de violencia de género, jurídica y psicológica. También realiza otras actividades para las mujeres del barrio, como charlas sobre violencia en el noviazgo y de violencia de género.

“Antes de involucrarme en el barrio no sabía nada de la violencia de género, después empezás a ver la realidad; violencia doméstica hubo siempre y está en todos lados, en este barrio ni te digo”. Ángela preside una comisión; además de organizar cursos y brindar atención psicológica, ahora están promoviendo campañas en contra de la violencia de género.

“Antes las mujeres venían a mi casa a charlar; ahora me llaman, me paran en la calle, y las oriento en lo que puedo. Se ponen a llorar, siempre digo que tengo que salir una hora antes de casa porque siempre me paran y demoro más. Los vecinos siempre buscan a una mujer que los quiera escuchar y que los sepa entender, ahí me di cuenta de que era una referente para ellos. Es una posibilidad que nos vayamos del barrio, ante eso a veces pienso: ‘¿Qué estoy esperando para irme de este barrio tan difícil?’. Pero otras veces me cuestiono: ‘Si me voy de acá, ¿qué pasa con las vecinas?’”.