Fue el 15 de febrero en San Salvador, pero seguirá siendo ayer por mucho tiempo. Ese día Teodora Vázquez fue liberada, tras diez años y siete meses en prisión. Estaba condenada a 30 años de cárcel impuesta como consecuencia de la pérdida de un embarazo a término que fue considerado un aborto provocado.

La jurisprudencia salvadoreña acostumbra a calificar esos eventos de homicidio especialmente agravado. Así le ocurrió a Teodora. En El Salvador, en tales circunstancias es moneda corriente recibir 30 o 40 años de cárcel. Es necesario hacer un trabajoso recorrido para aprehender y describir la voluntad de daño del Estado salvadoreño hacia las mujeres y niñas de ese país. Por ejemplo, pese a la evidencia acumulada a su favor Teodora no fue amnistiada, y puede volver a la cárcel. También podrían aplicarle el artículo 136 del Código Penal en razón de su actual defensa de otras mujeres encarceladas por los mismos motivos.

Compartí su primer día de libertad. La vi transitar de abrazos amorosos a grabadoras y cámaras que reclamaron sin compasión que dijera una y otra vez el dolor, la injusticia, la rebeldía, el coraje, la solidaridad, la esperanza. Conocí una voz suave, clara, serena, segura, que a veces se rompe en risas pobladas de matices y picardía. Como si esa risa fuera su verdadero idioma, y así ofreciera la versión de sí misma que habita debajo de la foto que las circunstancias dibujaron sobre su vida de mujer campesina: “¿Vio? Esta mañana todo el mundo decía ‘Teodora no está sola’ y yo quería hacerme chiquita y salir corriendo… Peleé, pues, porque quería mi libertad, pero a la misma vez [me] decía ‘yo no soy vocera ni soy líder’, yo soy Teodora”. En la carcajada llega la serenidad.

Terminó la primera jornada sin rejas ni alambres de púa para una Teodora que notoriamente se resistía a abandonarse al cansancio, para seguir disfrutando un poco más lo que ese día trajo. Recién al atardecer pudimos comprobar su reacción cuando Morena Herrera le presentó un compañero uruguayo que también estuvo preso muchos años. Teodora enfocó un instante su mirada, que andaba sin gobierno, de la felicidad incrédula al agobio, y dijo: “Entonces nosotros tenemos mucho que decirnos”. Tuvimos. Pero esa conversación necesita otro tiempo para ser contada.

Una guerra relámpago

Durante los años 90 se produjo una modificación radical del ordenamiento jurídico relativo al aborto. El impulso provino de partidos de derecha junto a grupos confesionales, y se completó con la pasividad política y algunas manos alzadas de izquierda a la hora de las votaciones. En pocos años, contrariando las tendencias mundiales, se construyó un muro legal de desprotección y violencia para toda mujer o niña que afronte embarazos no viables. El proceso empezó mediante un acto de apariencia inocua, como fue la consagración del Día del No Nacido (1993). A partir de entonces se instaló como tema central de la agenda política la necesidad de perseguir el aborto sin piedad. En 1997 se legisló que toda mujer que aborte, sin excepciones, será castigada con hasta ocho años de cárcel, aunque la pena puede alcanzar 40 años cuando el aborto ocurra pasadas las 20 semanas de gestación. Con la evidente finalidad de sostener el cambio legal mediante el miedo, se creó el delito de inducción al aborto. Así, por el artículo 136 del Código Penal, pasaron a ser imputables quienes colaboren directa o indirectamente con la realización de un aborto, incluyendo en esa categoría a aquellos que aboguen por cambiar la ley o defiendan el derecho a abortar. Finalmente, en 1998 se reformó el artículo primero de la Constitución, que tutela desde entonces los derechos de la persona “desde el instante de la concepción”; un cerrojo constitucional para futuros intentos de superar el recorrido reaccionario.

Bajo la perspectiva del buen progresista del sur, es fácil (y elitista) visualizar el proceso jurídico, político y cultural salvadoreño como resabio de un pasado que antes o después debe superarse. Una escucha más atenta de los acontecimientos invita a la cautela y la alerta. Sugiere por lo menos interrogarse sobre si ese pasado no se proyecta también como amenaza sobre el futuro inmediato en la región bajo los mismos o similares argumentos. La experiencia salvadoreña expone de manera concentrada la relativa facilidad con que se instala un código de violencia hacia una parte de la población, en este caso las mujeres, aun cuando ello suponga contrariar consensos normativos sólidos y tendencias culturales robustas. Advierte sobre lo provisorio del avance en el campo de los derechos y la democracia. Anoto aquí brevemente dos rasgos: la cultura del desprecio y la declinación de la política.

Prácticas y discursos de desprecio hacia mujeres y niñas

La actuación policial, la judicial y también la sanitaria se ordenan en torno a la persecución del “aborto” como asunto excluyente. Ello se ejemplifica en la detención rutinaria e inmediata de quienes pierden embarazos y se sospecha que abortaron, y en las condenas desmesuradas, sin pruebas y bajo argumentaciones jurídicas insostenibles. Son particularmente expresivas del predominio de esa cultura los testimonios de autoinhibición de agentes de salud para actuar conforme a su ciencia y conciencia cuando es necesario practicar un aborto. Aun si hubieran debido hacerlo para salvar la vida de gestantes, se multiplican los ejemplos en los que literalmente se dejó morir antes que hacer un aborto. (1)

La expresión burda del desprecio a nivel discursivo se repite en las machaconas homologaciones de aborto con homicidio, mujer con madre y mujer que aborta con asesina. Más sofisticada se asoma en la argumentación de quienes están dispuestos a flexibilizar la legislación del aborto pero rechazan incluir la causal violación, aun para niñas, porque entienden que esos embarazos y maternidades no comprometen la salud. En el nivel de farsa impúdica puede contabilizarse la declaración del viceministro de Seguridad del izquierdista gobierno salvadoreño, que se permitió felicitarse por el sistema carcelario que “devolvió a la sociedad una nueva Teodora”, ahora bachiller, un nivel educativo que presuntamente nunca hubiera obtenido sin pasar por la prisión.

Son prácticas y discursos que revelan cómo la creación del aborto como enemigo colectivo y abstracto se materializa en declinación de derechos de personas concretas, las mujeres que abortan, que funcionan como las enemigas públicas perfectas, vulnerables al ataque de los poderes porque ya llegaron vulneradas a la situación de aborto. Una enemiga pública vulnerable y vulnerada que fácilmente se integra con otros despreciados (pobres, delincuentes, jóvenes ni-ni) al linaje de enemistades, lo que parece ser un componente imprescindible de la subjetividad contemporánea; (2) una población a la que es cómodo señalar como fuente de una conflictividad abordable mediante ilusionismo penal. Porque finalmente a eso se redujo todo: cárcel para las que aborten o para las que parezcan haber abortado.

Eclipse laico, degradación democrática, declinación de la política

La ofensiva conservadora de los 90 y sus resultados son un ejemplo de la captura de las instituciones democráticas por parte de los poderes fácticos. Las iglesias y grupos confesionales militantes antiaborto no representan instituciones de la democracia, ni siquiera corrientes de opinión política. Sin embargo, cuando fueron percibidos por las élites políticas como nuevas vías de acceso a votos, pudieron avanzar sobre los partidos y así ejercer poder sobre las instituciones; un poder cuya contundencia se expresa como docilidad política a la hora de legislar sobre el aborto, y se reproduce en el campo de la comunicación de masas. Desde 1998 y durante varios años, la sociedad salvadoreña padeció un toque de queda de conciencia asumido por los comunicadores de masas que, con excepciones, se subordinaron a un discurso único acerca del aborto, de contenido confesional pero sostenido desde el Estado. Los investigadores califican ese tiempo de un “largo silencio” que sólo pudo romperse cuando voces fuertes en el exterior del país amplificaron los esfuerzos casi inaudibles que realizaban los colectivos militantes y periodistas independientes. (3)

La cooptación corporativa y el formateo conservador de las instituciones clave de la democracia salvadoreña en torno al “asunto del aborto” pueden leerse como una advertencia. Informa sobre porosidades del sistema democrático y revela fragilidades programáticas de los proyectos políticos. En el contexto de una democracia breve y leve como la salvadoreña, la cuestión del aborto funcionó como una cuña eficiente para operar un desplazamiento colectivo a la derecha, hacia el discurso conservador y la práctica brutal. Un componente crucial para ese retroceso fue la renuncia de las élites de izquierda a sostener con energía las aristas más emancipatorias de sus proyectos políticos. En la modélica democracia uruguaya es reconocible que las sostenidas luchas colectivas habilitaron los avances sociales, tanto como la existencia de élites con sueños y determinación para sostenerlos. Si las élites progresistas se hubieran guiado por los estados de opinión pública a lo largo de la historia uruguaya, seguramente las mujeres no hubieran tenido temprano derecho al voto ni al divorcio por su voluntad, el aborto seguiría siendo ilegal y el mercado del cannabis estaría completamente en manos del crimen organizado. (4)

Entre este pasado y algún futuro incierto

La vitalidad de la política “antiaborto” de El Salvador se expresa en el daño que sigue produciendo a mujeres y niñas, así como en la dificultad para traducir en actos políticos significativos el amplio repudio que recibe. En la cancillería de ese país se acumulan declaraciones de organismos internacionales y multilaterales exigiendo el fin del régimen jurídico, y en el mismo sentido se multiplican pronunciamientos desde ámbitos nacionales especializados. Las organizaciones feministas y sociales que durante años sostuvieron en soledad la defensa de las mujeres agredidas tienen renovada autoridad, y aparecen acompañadas por nuevas y significativas voces. Las posibilidades de avance inmediato siguen abiertas aunque inciertas. Mientras tanto, decenas de Teodoras permanecen encarceladas, y muchas más están bajo amenaza de serlo. Es urgente abrazarlas y protegerlas. Para cuidarlas y cuidarnos.

(1) Hay decenas de ejemplos y testimonios médicos acerca de mujeres muertas porque no se les practicaron abortos por miedo de los profesionales o las autoridades de centros de salud. En el otro extremo, un médico que tomó el riesgo de hacer un aborto para salvar a una gestante hizo testamento y ordenó sus asuntos legales “por lo que pudiera pasar”. Ver numerosos ejemplos y detalles en la investigación periodística “El privilegio de abortar”, de María Luz Nóchez y Laura Aguirre en El Faro.

(2) Según sugiere Ulrich Beck respecto de la necesidad de enemigos como condición de cohesión para las democracias desde finales del siglo XX.

(3) “El Salvador, nación pro vida” tituló The New York Times en 2006, en lo que investigadores y activistas consideran un hito en el proceso de ruptura del cerco de silencio alrededor de las mujeres perseguidas, encarceladas y muertas como consecuencia de la política oficial en cuanto al aborto.

(4) En estos días se publica información acerca de que por primera vez desde 2013 hay más “opinión pública” favorable que contraria a la ley aprobada por el FA.