El libro Mujeres de la cultura (Trilce, 2012), coordinado por Susana Dominzain, contiene un trabajo de María Victoria Espasandín llamado “Músicas y música”. En él, la autora cita estadísticas del Primer informe desde una perspectiva de género del sector de la música (Soledad González, 2008), que afirma que ocho de cada diez músicos son varones, y que ocho de cada diez docentes de música son mujeres. También refiere a la segregación de las mujeres en oficios técnicos (iluminación, sonido) y revela que graban muchos menos discos. Aunque a priori existe una tendencia mayor de visibilidad de las mujeres en la música, no hay estudios más recientes sobre la brecha de género en el sector.
El trabajo de Espasandín se centra en diagnosticar las problemáticas que las propias mujeres de la música asumen como propias, y piensa de manera compleja el porqué de la restricción sistemática en el acceso y la participación.
Las entrevistadas muestran una extensa formación; sin embargo, la mayoría reconoce atravesar dificultades por la cuestión de género. Las discriminaciones son interseccionales: si sos del interior, es peor; si sos afrodescendiente, es peor; si no tenés un grupo familiar que te apoye y te acompañe, es peor; si te dedicás a ciertos géneros musicales asociados a una menor “calidad artística”, es peor.
Las mujeres enseñan, los hombres tocan: la docencia es el medio de subsistencia de la mayoría de las mujeres entrevistadas, a diferencia de los varones, que son en general quienes ejecutan los instrumentos. Son muy pocas las mujeres que logran tener un empleo formal vinculado a hacer música.
El trabajo independiente no brinda seguridad económica ni derechos laborales, y el multiempleo se presenta como la única opción. La vida familiar y la obligación de realizar tareas de cuidados juegan un papel importante en la dificultad de acceder a un tiempo disponible para dedicarse a la música. “Trabajar en el ámbito musical implica noches de ensayo, fines de semana de actuación. Conciliar la vida familiar y laboral no es tarea sencilla”, dice Espasandín en su trabajo.
Por otro lado, la asociación de ciertos géneros musicales con la masculinidad (la murga, el rock, el hip hop o el candombe, por ejemplo) hace que los varones que los practican tengan más prestigio sólo por el hecho de ser varones. De este modo, la mayor parte de los reconocimientos del ámbito musical son para los hombres, en modo de premiaciones o de contrataciones. Muchas veces las mujeres no cobran por realizar actuaciones en festivales en los que los conjuntos masculinos sí reciben remuneración.
Hay una naturalización de la desigualdad, y todavía cuesta que muchas mujeres se hagan esa pregunta que inauguraba Graciela Paraskevaídis en los 80: ¿qué supone hacer música siendo mujer?
Espasandín afirma que muchas mujeres no se cuestionan su ingreso a espacios o géneros musicales tradicionalmente reservados a los varones: “En ocasiones las mujeres construyen esas barreras, asumen como natural que ese espacio no es para ellas”.
La distribución de roles y de poder
La Comisión de Género del Sindicato Único de Carnavaleros del Uruguay (Sucau), cuya creación se concretó recientemente, llevó a cabo una investigación con perspectiva de género que mostró que los números de participación de las mujeres en el Carnaval oficial de Uruguay son alarmantes.
Según los datos de 2018, de los dueños o directores responsables de los 36 conjuntos, sólo uno tiene una mujer como dueña. Esta realidad es un reflejo ineludible de la asociación entre patriarcado y capitalismo. En los conjuntos con patronal, los dueños son hombres. En los conjuntos cooperativos, los directores responsables son hombres, en todas las categorías. Además de evidenciar quiénes tienen el dinero necesario para invertir en el negocio del carnaval, esta realidad implica que las potestades mayores de decisión creativa de casi la totalidad de los conjuntos –tanto en la contratación de técnicos y componentes como en la definición ideológica y estética de los espectáculos– están en manos de varones.
Con respecto a la cantidad de mujeres que suben a los escenarios carnavaleros, el porcentaje varía según la categoría, pero en ninguna alcanza 50%. Ni siquiera en las revistas, ese supuesto “reducto” de las mujeres en el carnaval. En 2018, 5,5% de los integrantes de las murgas fueron mujeres; 4% de los parodistas; 22,4% de los humoristas, y 44,6% de los componentes de revistas. De las comparsas de negros y lubolos es más difícil lograr una estadística real, porque hay muchísimas integrantes mujeres –en general bailarinas– que ni siquiera figuran en las fichas técnicas de los conjuntos. Hay mujeres, entonces, que son artistas sin nombre para los registros oficiales que se encuentran en la página de DAECPU (Directores Asociados de Espectáculos Carnavalescos Populares del Uruguay).
Algunas urgencias que emergen de estos números se intensifican al chequear en cuántas ocasiones las mujeres logran ocupar otros roles que no sean los tradicionalmente asignados a la condición femenina. ¿Cuántas mujeres que salen en murga no son sobreprimas? ¿Cuántas que salen en revistas o en comparsas no son bailarinas o cantantes?
La brecha de género en el trabajo implica varias capas: por un lado, las mujeres acceden menos a lugares tradicionalmente ocupados por varones, pero, además, cuando lo hacen se encuentran con que sus aptitudes no se aprecian de la misma manera; ni hablar de la diferencia que hay en la cantidad de dinero que cobran. Por lo tanto, suelen tener que trabajar más. Si consideramos que la mayoría de las mujeres de nuestro país son quienes se encargan del trabajo doméstico y de los cuidados, podemos ver cómo las variables se acumulan para impedir su acceso y participación.
Es muy difícil encajar en una lógica cada vez más alejada del disfrute y del placer de los cuerpos trabajadores una de nuestras principales fiestas populares. La lógica actual está mucho más vinculada a la competencia y a un estándar de calidad o de “nivel” supuestamente inamovibles, que procuran una profesionalización que nadie sabe bien dónde radica, pero que guía el sentido común. Por más ridículo que resulte para cualquier razonamiento estético que se precie juzgar de modo objetivo productos artísticos tan diversos, el sistema de jurados continúa siendo avalado –y sobreestimado– tanto por el público como por los carnavaleros.
Por razones asociadas a la competencia, los dueños de los conjuntos no apuestan por incorporar artistas mujeres. Frente al principio de exclusión que supone la prueba de admisión, azuzado por las opiniones conservadoras de la mayoría de los periodistas carnavaleros, sumar mujeres aumenta el riesgo: se asume de forma tácita que su presencia baja la supuesta calidad de los espectáculos.
En los rubros técnicos los números también son rojos. Entre 36 conjuntos que salieron en 2018, hay sólo seis mujeres que aportaron textos; algunas se repiten en más de una agrupación. Las voces de las trabajadoras y el talento musical de las compositoras populares no se encuentran en el carnaval. En términos de composición musical y arreglos corales, la participación es aun menor: fueron sólo cuatro mujeres.
Tampoco aparecen las mujeres en el ejercicio de las disciplinas corporales: al contrario de lo que podría sugerir una primera impresión, sólo 22% de quienes se ocupan de rubros vinculados a la coreografía y la puesta en escena son mujeres.
En otros rubros, como el diseño de escenografía, la participación es de 13,5%. Acorde a la asignación tradicional de los roles de género, la mujer planta su capacidad artística sobre el escenario carnavalero básicamente como maquilladora y vestuarista. El único rubro en que crece desmedidamente la presencia de mujeres es en el diseño y ejecución del vestuario y el maquillaje: ocupan 90% de los lugares.
Ese trabajo no reconocido
Las mujeres aportan al carnaval un trabajo que no es remunerado ni es considerado trabajo en ningún sesgo de la economía (salvo en la economía feminista): el trabajo de cuidados. Cada noche de diciembre, enero y febrero, son las mujeres las que se quedan en las casas de aquellos que salen a hacer tablados.
Aunque no hay datos fehacientes, los asistentes al carnaval pueden dar cuenta del papel que cumplen las mujeres como público. Suelen ser mayoría en los ensayos, en las hinchadas, en los tablados. Este tipo de consumo cultural, en el que las mujeres participan mucho más desde abajo que desde arriba del escenario, se repite en casi todas las áreas. Basta leer estadísticas sobre la cantidad de mujeres que publican libros, son directoras de cine o de teatro, guionistas, pintoras o dramaturgas, y compararlas con la cantidad que va al cine o al teatro, lee literatura o asiste a exposiciones. Como consumidoras, las mujeres son las que sostienen el mercado artístico.
La violencia sexista
Abundan los casos vox populi en los que las mujeres jóvenes atraviesan situaciones de violencia producto del poder ejercido por artistas varones. Son muchos los casos en los que “las fans” o “las groupies” son consideradas objetos de consumo y son acosadas y violentadas.
Muchos murguistas, parodistas o humoristas construyen sus vínculos de ego y aceptación magnificando códigos clásicos de la masculinidad que implican una mirada cosificadora del cuerpo femenino.
En este sentido, otro elemento a tener en cuenta para pensar la falta de participación de mujeres en el carnaval son las situaciones de acoso sexual y violencia que suceden dentro de los conjuntos. También los casos de discriminación racial o por clase social.
En Uruguay el acoso sexual laboral es un problema pocas veces denunciado. En un ambiente informal como es el carnaval, que además está atravesado por la idea de fiesta y descontrol de los cuerpos, por miedo a las represalias o a la exclusión, muchas mujeres no se animan a denunciar situaciones de acoso.
Ellas no pasan
Hace unos años, una murga completamente integrada por mujeres dio la prueba de admisión, pero no la dejaron pasar. Fue la última murga de mujeres que dio prueba de admisión en el carnaval. Cuando recibieron la devolución del jurado, les dijeron que habían cantado muy bien pero que tenían que entender que “tenían desventajas”. Que “les faltaba algo”. Cuando quisieron hacer la denuncia en un organismo del Estado, les dijeron que si lo hacían no iban a poder salir más.
No es casual que las mujeres, incluso las más talentosas, terminen desistiendo de dar batallas institucionales y acepten como naturales sus lugares tradicionales, dejando de lado la reivindicación de su derecho al arte y la vida pública, sobre todo en un festival que es coproducido por el Estado.
Le falta
El carnaval, supuesto espacio de subversión popular, momento del año en el que en nombre de la libertad artística cientos de varones juegan a cuestionar el poder, reproduce las jerarquías patriarcales tradicionales que imperan en la sociedad.
A pesar de algunos discursos potentes que ofrece año a año, le falta mucho para ser impulsor de un arte comprometido con la transformación social, con la expresión de las minorías, con la liberación de los cuerpos.
Para ser una fiesta del pueblo le falta mucho. Faltan las mujeres, sus cuerpos y sus deseos artísticos. Faltan las mujeres arriba de los escenarios, en las letras y en las músicas.