Hoy en día, quien elige interrumpir un embarazo en Argentina puede ser perseguida, amenazada y violentada, tanto por las instituciones estatales como por grupos privados antiderechos, y se enfrenta incluso a la muerte. Quienes luchan por la legalización del aborto lo tienen claro, y día a día realizan múltiples acciones para que esa realidad cambie de una vez por todas.

En este contexto surgen interrogantes sobre la maternidad, en un país cuyo sentido común la sacraliza y donde, al existir únicamente el aborto clandestino, de alguna manera la fija como destino para quienes atraviesan un embarazo, sea deseado o no.

Una de esas interrogantes es qué pasa cuando alguien decide continuar con su embarazo. Los derechos sexuales y reproductivos ligados al embarazo, el parto y el puerperio son constantemente vulnerados, aún cuando existe una legislación modelo que debería garantizarlos.

La Ley 25.929, que data de 2004 y es conocida como ley de parto respetado, establece los derechos y las garantías que todas las instituciones de salud, tanto públicas como privadas, deben asegurar a las mujeres durante y después de su embarazo. En la ley no se mencionan los embarazos en otras identidades gestantes, como en el caso de varones trans y personas no binarias. El incumplimiento de estas obligaciones es contemplado por otra norma, más reciente y de vital importancia para el movimiento feminista, que es la Ley 25.485 de Protección Integral a las Mujeres. Esto se define de una forma muy precisa: violencia obstétrica.

Este ensayo fotográfico, que cuenta con el apoyo de Women Photograph y Women’s Equality Center, nace en el momento en que escuché hablar por primera vez de la violencia obstétrica fuera del ámbito académico. Era junio de 2014, y desde hacía algunos meses trabajaba como docente en el bachillerato popular de Ñanderoga, una organización social que trabaja desde hace más de 15 años en el barrio popular Las Flores, de Vicente López, en la provincia de Buenos Aires.

Mariana, su hija Noelia y Dylan, nieto y sobrino de ambas, en la cocina de la casa, en el barrio Las Flores, Vicente López. Foto: Analia Cid.

Mariana, su hija Noelia y Dylan, nieto y sobrino de ambas, en la cocina de la casa, en el barrio Las Flores, Vicente López. Foto: Analia Cid.

En ese momento comenzó a circular una noticia que nos golpeó muy duro: Analía Arroyo, vecina del barrio, embarazada de 41 semanas, murió en la calle después de acudir repetidas veces a la maternidad municipal y ser sistemáticamente ninguneada y enviada a su casa. Su muerte y la de su hijo no nacido rompieron la dinámica habitual de las clases y las convirtieron en una gran ronda donde el silencio ya no tenía cabida.

El estudiantado de los bachilleratos populares se compone mayoritariamente por mujeres jóvenes con hijos pequeños. Muchas de ellas son esas mujeres a las que la moral burguesa persigue sin descanso: las “negras”, las que “se embarazan para cobrar un plan”, las “mamás luchonas”. En esa ronda improvisada apareció una voz: la de una mujer violentada hasta el extremo en el parto de su cuarto hijo, que como consecuencia de esa violencia sólo vivió 26 horas. Mariana era estudiante de primer año y exponía sus experiencias con una lucidez deslumbrante.

La historia de ella no es única, pero es importante. Tiene 47 años, cinco hijas e hijos, y una vida marcada por los derechos que el Estado no le garantizó ni les garantiza a las mujeres de sectores populares. Sus seis partos fueron por cesárea; en dos de ellos casi se muere. Hasta los 16 años, cuando quedó embarazada por primera vez, vivió en Las Flores junto con sus hermanas y hermanos. Durante muchos años residió en Grand Bourg, uno de los barrios más castigados del municipio de Malvinas Argentinas. “Yo fui madre niña, y si hubiera tenido contención, información y educación sexual, mi historia sería otra”, afirmó Mariana.

Vista del barrio Las Flores desde la terraza de la casa de Mariana, Vicente López, Buenos Aires. Foto: Analía Cid.

Vista del barrio Las Flores desde la terraza de la casa de Mariana, Vicente López, Buenos Aires. Foto: Analía Cid.

Sus hijas e hijos sufrieron junto con ella la desidia y el maltrato del sistema médico: horas antes del parto de Sofía –la última–, el obstetra le dijo que se despidiera de sus hijos porque, al ser un embarazo de tan alto riesgo, lo más probable era que se muriera. Por las complicaciones de la cesárea, a Sofía le faltó oxígeno al nacer y hoy en día tiene una leve discapacidad.

La pregunta que puede surgir es ¿por qué embarazarse una sexta vez, siendo tan riesgoso para su vida y su salud? Su método anticonceptivo, la inyección hormonal, falló, y en el centro de salud donde se la suministraron nadie se hizo cargo. Hace 15 años el pañuelo verde no se imponía como símbolo de lucha en las calles y la interrupción legal del embarazo era una realidad imposible, más allá de la letra estática del artículo 86 del Código Penal.

La falta de cifras oficiales sobre algunos de los indicadores de violencia obstétrica (como los índices de medicalización e intervención de rutina que se hacen en los nacimientos o sobre el trato deshumanizado que muchas mujeres reciben diariamente) no permite dimensionar el alcance y las consecuencias de este fenómeno. A pesar de ello, existen organizaciones de la sociedad civil que llevan sus propios registros y realizan acciones que complementan las insuficientes políticas públicas en este ámbito.

Luchar por una vida digna para su hija le abrió los ojos a Mariana a cosas que no conocía, y en 2014 se propuso terminar la secundaria, siguiendo a su hija Noelia, que desde el año anterior estudiaba en el bachillerato popular en el que comienza la historia. Los años pasaron y Mariana no sólo consiguió su título sino que se convirtió en una de las muchas referentes barriales de la organización.

Taller de Educación Sexual Integral (ESI), brindado por el colectivo Tejiendo Saberes, a los y las docentes del bachillerato. Foto: Analía Cid.

Taller de Educación Sexual Integral (ESI), brindado por el colectivo Tejiendo Saberes, a los y las docentes del bachillerato. Foto: Analía Cid.

Además de preparar la merienda para las hijas y los hijos de las estudiantes, forma parte del Espacio de Géneros y todos los jueves coordina junto con otras compañeras una formación de promotoras contra la violencia. Hace poco fue diagnosticada con fibromialgia, un síndrome que altera la percepción del dolor y hace que sienta dolores repentinos y constantes en todo su cuerpo.

La fibromialgia la afecta pero no la voltea; ya no puede ir a tantas movilizaciones como antes y prefiere guardar las energías para las que son plenamente feministas. La lucha se volvió parte de su vida, y ya no la lleva adelante en soledad sino organizada con otras personas, entendiendo que las injusticias sufridas no son azarosas sino estructurales, y justamente por eso se pueden transformar.