Beatriz Médicci tenía 22 años cuando ingresó a dar clases por primera vez en la Unidad 4 Santiago Vázquez (ex Comcar), cárcel en la que hoy, a sus 53 años, continúa enseñando. A la par, siempre trabajó en escuelas de contexto crítico. Actualmente da clases en una escuela de Paso de la Arena.

El 6 de julio se inauguró un Polo Educativo en lo que era el módulo 14 en el Comcar. Lo llamaron Beatriz Médicci, en honor y reconocimiento a su labor educativa en la cárcel.

Apasionada por el magisterio, los inicios de Beatriz como practicante fueron en escuelas de barrios de buen nivel económico.

Según ella, su vida cambió en forma radical cuando recibió el anillo con la clásica abeja de plata que se les regala a las maestras recién graduadas. Este accesorio representa “el afán permanente de servicio, la laboriosidad y el trabajo honrado y silencioso”. Todo eso representa Beatriz.

Una tarta para la guardia

“Siempre me apasionó ser maestra”, dice Beatriz. “Pero fue a partir de 1990, año en que me recibí, cuando me tocó dar clases en Malvín Norte y, en ese lugar, supe lo que quería y lo que debía elegir. Enseguida me entusiasmé con el trabajo de campo que hicimos con las compañeras. Visitábamos a las familias. Conocimos una realidad muy distinta a la de las escuelas donde había trabajado antes. De ahí pasé a trabajar en La Teja y en Cerro Norte, donde estuve hasta 2011. En Paso de la Arena trabajo hasta hoy. Toda mi carrera como maestra fue siempre en escuelas de contexto crítico”.

Cuenta que recién se había recibido cuando encontró en el diario de los domingos un aviso que llamó su atención: “Matrimonio busca docente para dar clases a nuestro hijo en situación particular”, decía. Le interesó y se contactó con la familia. La situación particular era que el hijo de la pareja estaba privado de libertad en el Comcar.

Empezó a darle clases. La remuneración era muy buena y se sentía cómoda con la tarea. “Eran otros tiempos, todavía no se conocía la pasta base. No había consumos enfermizos como ahora. La población carcelaria era otra. Había códigos. Tal vez los delitos eran más pesados, pero entre los privados de libertad no había niños, como hay ahora. Había unos 700 presos, una quinta parte de los 3.600 que actualmente hay en el Comcar”, explica.

Los primeros tiempos de ir cargada con libros y materiales mimeografiados, “porque en aquel entonces las fotocopias eran muy caras”, le resultaron particularmente duros. El Comcar fue construido hace 35 años. El transporte público, aún hoy, deja a quienes allí trabajan a más de un kilómetro, por una zona sin veredas y sin accesibilidad. Además, tienen que cruzar a pie la Ruta 1 para llegar a la cárcel.

“Al principio, a la guardia no le importaba lo que venía a hacer. Era como si fuera una más que entraba a visitar a un interno”, recuerda. Al tiempo eso cambió. “¿Maestra, cómo anda?”, empezaron a decirle. “Empecé a llevar tartas y cosas ricas para dejarle a la guardia. Así no me pinchaban todo. Llevaba dos tartas de fiambre y les decía que eligieran una, la que quisieran, que una la había llevado para ellos”.

Recuerda como una experiencia enriquecedora su pasaje por el módulo 4, uno de los que queda pasando el portón 22, que divide la cárcel entre la zona de convivencia y la de conflicto. En un módulo caracterizado por tantas dificultades, “poder contar con un espacio durante horas, hasta pasado el mediodía” era cambiar ese mundo. “Recuerdo que usábamos mesas largas donde dejaba materiales de literatura, historia, geografía y biología. Todos respetaban nuestro espacio. Para mí era más difícil entrar y salir de Cerro Norte que entrar y salir del Comcar”.

Un espacio a salvo

En Uruguay, las maestras que trabajan en cárceles lo hacen desde la Dirección de Educación de Jóvenes y Adultos, dependiente del Consejo Directivo Central, órgano rector de la Administración Nacional de Educación Pública. Sin embargo, Beatriz es la única maestra contratada directamente por el Ministerio del Interior. “En el año 2006 hubo un llamado a maestras para concursar por tres cargos de cabo presupuestado”. Se anotó para uno de estos cargos policiales. El concurso constaba de una prueba práctica, que era dar una clase en la cárcel. Fue en el Comcar. “Di la clase, me sentí a mis anchas”. Al mes estaban los resultados del concurso al que se habían presentado unas 50 personas. “Mi optimismo y yo nos empezamos a buscar de abajo hacia arriba”. Quedó en primer lugar. “No te puedo explicar la emoción que tenía. Nos convocaron a la Cárcel de Cabildo, donde a cada una de las ganadoras nos pidieron entregar una lista con los tres establecimientos de preferencia”. Por su experiencia y por una cuestión de tiempo y distancia de su casa, listó: “Comcar, Comcar y Comcar”. Fue asignada al Comcar.

“Fui, y soy, la única maestra que sigue contratada como policía en el Comcar”. Dice que “hay compañeros que llegan con muchas expectativas” y que “luego se desilusionan”. “Es muy complejo, porque son muchas cosas juntas, y, por lo general, cada uno lo toma desde una perspectiva distinta”. Cuenta que ella trata siempre “de buscarle el lado positivo”, incluso cuando “los alumnos me hablan tristes o enojados”. No aplica castigos ni hace informes. “Busco la forma de hacer que a esa persona se le vaya el enojo con el mundo, por algo está así. Afuera todos tenemos la oportunidad de estar solos, de tener un momento con nosotros mismos. Pero en una cárcel no hay momentos de intimidad. No hay momentos para que las personas paren un poco y piensen sobre lo que les está pasando o cómo van a manejar lo que se les viene en el futuro”. Por eso, explica que “esos malos ratos hay que superarlos hablando y dando el mayor cariño posible”. Un ejemplo claro de la tensión en la cárcel se da después de una requisa. “Después de una requisa, yo no doy clases. Hacemos terapia. Yo también la hago. Ante una situación así, yo no puedo ponerme a enseñar área al cuadrado. Siempre prefiero hablar, tratar de sacar la angustia, afrontar la situación y seguir adelante con más fuerza”.

No se negocia

“El respeto con mis alumnos siempre estuvo presente, tanto en aquel momento como ahora. Yo les doy cariño y respeto. No les hablo duro ni cortante. Y ellos me respetan”. Dice que “nunca robaron ni un lápiz, ni una goma”. Al contrario, “me cuidan a mí y a mis cosas”. “Saben los límites y saben que con la maestra no se negocia. Por más que la maestra los quiera, no les va a entrar un celular”. Recuerda alguna de las cosas que ha entrado, siempre con autorización: “Jabón, lamparitas para que puedan leer de noche”.

Cuenta que, además del “perfil del preso” y “el uso problemático de pasta base”, otra de las cosas que cambiaron desde 1992 hasta ahora es “el cambio de la guardia, con la incursión de los operadores penitenciarios”. “Son civiles que entraron con las pilas bien puestas, y con muchas ganas de trabajar. Al principio, hubo momentos de rivalidad entre operadores y policías, pero ahora hay un clima de paz. Se ha logrado una armonía notable”, relata.

Se puede

“En Cerro Norte pasé etapas muy jorobadas”, recuerda Beatriz con expresión sombría. “Cruzar Carlos María Ramírez en aquellos tiempos era enfrentarse al Lejano Oeste. En 1992 trabajaba en la escuela Ana Frank, la 271, que está ahí hasta el día de hoy, separando lo que los gurises llaman ‘los cantes’”. Cuenta que había estudiantes que le decían: “Maestra, con él no me puedo juntar porque es del otro cante”.

Recuerda tiroteos entre bandas con la escuela en el medio. “Vivimos recreos con el corazón en la boca. Fue una época muy jorobada”. Aun así, al año siguiente volvió a elegir Cerro Norte. “Si bien pasaban esas cosas, se trabajaba muy lindo. Se puede. Siempre estuve convencida de que se puede. El día que no esté convencida, tiro el poncho y me voy. Con esas gotitas que aportamos todos los días, podemos encontrarnos”.

En una de sus visitas al Maciel a ver a su madre, alguien le tocó la espalda. Era un ex alumno del Comcar, que estaba trabajando de camillero en el hospital. “Un gurí que estando preso me decía: ‘¿Usted sabe por qué yo no me corto, maestra? Porque voy a ser enfermero. Y como en verano voy a tener que estar con la túnica de manga corta, no me voy a cortar nunca. Pero si usted viera, maestra, las cosas que pasan acá adentro”. Lo recuerda como “un muchacho que ni siquiera tenía visitas”. Sin embargo, “tenía esa fuerza de voluntad, ese amor propio del que sabe que va a salir”. Y salió. “De pronto, muchachos como él no son la mayoría, pero son los que te alientan a seguir”.

“Te diría que cuando entré al Comcar fue como que me volví a recibir”, comenta. “Dar clases a adultos cuesta y emociona. Verlos con un cuaderno, ponerles un sote. Muchos nunca pisaron una escuela. Se perdieron esa etapa. Intento que la vivan, de verdad, que no se queden sin vivirla”. Así, “pasé a los sotes y a los ‘te felicito’, y ellos locos de la vida”. “Son etapas que hay que cumplir, y aunque a veces sean sólo unos meses, que lo puedan disfrutar. Porque la escolar es una etapa que se disfruta. Después, sí, al pasar a secundaria, el trato es otro. Ya son gurises más grandes”. Explica que si bien trata de que sus propuestas sean para adultos, en el momento de enseñar su metodología es la misma. Reconoce que “al no haber vivido una etapa escolar a la edad adecuada, todo se hace mucho más difícil”. “Aprender a leer o a hacer operaciones, todo se complica más. Afortunadamente, siempre habrá de esas personas con amor propio y ansias de superación. Alumnos que en marzo son analfabetos y que a fin de año superan la prueba de alfabetización. Esas cosas son en las que se logra más gratificación”.

Un estigma duro de sacar

Basta un rato de conversación con Beatriz para percibir que a lo largo de los años, la vida árida del mundo penitenciario no cambió su vocación. Al contrario, “amo lo que hago”, dice entusiasmada.

Dice que “iría a trabajar gratis al Comcar, porque es realmente vocación y amor”. Se conmueve cuando se refiere a las personas privadas de libertad. “Yo los quiero y se los digo. Hay mucha gurisada que desde chiquitos están estigmatizados con etiquetas, como ‘el hijo del ladrón’, ‘el hijo del violador’, ‘el hijo de…’. Niños que van creciendo y eso se les va metiendo en el alma. Entonces, cuando llegan al Comcar cargan con ese cartel enorme y pesado. ¡Y lo que cuesta sacarles ese cartel! Lo que más lo impide es la indiferencia de la gente. El pensar que “a mí o a mi hijo eso no les va a pasar”, cuando nadie está libre de caer en una cárcel. Es muy duro querer que te den contención, que te den afecto, pero no, para vos no hay”.

Puede y debe mejorar

Beatriz está deseando que se termine la pandemia y todo lo que la rodea, para volver “a la normalidad”. “Extraño horrores, por más que sigo trabajando a distancia. Tenemos clases virtuales. Implica encontrar un operador penitenciario confiable, para que el grupo quede en buenas manos. Mandarle las tareas por mail, para que luego te traiga las cosas a corregir”. La describe como “una etapa muy estresante”.

Piensa que, de todos modos, “la educación podría estar mejor”. “A veces quedan muy relegadas las personas que van a aprender. Falta darle otro enfoque a la educación. Aparte de las materias habituales, se debería ofrecer lo que se suele dar en las escuelas de tiempo completo”. Sugiere que “habría que formar mucho más en el terreno cultural. En el arte, la música, la danza”.

Por otro lado, destaca “las ganas que día a día le ponen las maestras para sacar a la gurisada adelante”. “Todos estamos comprometidos con esto. Sin duda, hay una vocación muy afianzada, con mucha garra”. Dice que “todo lo que se ha hecho ha valido la pena”. Dispara como cierre: “Y lo que se está por hacer, ni te digo”.

Siempre quiso ser maestra

A los tres años ya sabía que iba a ser maestra. “Nunca tuve dudas de mi vocación. Tampoco se me pasa por la cabeza cambiar de lugar de trabajo. Me gusta sentirme útil. Ayudar a la gente que más lo precisa, siempre fue así para mí. Y a mis tres años ya sabía que iba a ser maestra”.

Beatriz siempre contó con el apoyo de su familia, que también tuvo un rol muy importante en su educación. “Soy del Cerro, vivo a cuatro cuadras de la playa. Allí mi padre me enseñó a nadar. Recuerdo los fines de semana, salíamos a las siete de la mañana. Íbamos nadando hasta el dique”.