Elvira Espejo Ayca es artista, tejedora, escritora, poeta, gestora cultural, investigadora indígena y directora del Museo Nacional de Etnografía y Folklore de La Paz, Bolivia. Ella habla y trama: “Desde nuestros orígenes, los tejidos han ocupado un lugar fundamental en la configuración de nuestra identidad latinoamericana. El textil se articula y expresa en distintas capas de conocimiento: sobre el cuerpo, sobre la memoria social, sobre las cadenas operatorias de obtención y el tratamiento de la materia prima”.

“Es una rockstar del universo textil. Cambió el modo de pensar y mirar los textiles andinos en el mundo”, la define la periodista argentina Fernanda Nicolini para augurar su encuentro. Elvira fue invitada a la tercera edición de “Los patrimonios son políticos”, organizado por la Secretaría de Patrimonio Cultural del Ministerio de Cultura de la Nación de Argentina, en la provincia norteña de Santiago del Estero, en setiembre de 2022. Ella habla sobre “la rebelión de los objetos”, un tema que inventó y moldeó en un libro pequeño, para que sea fácil de llevar y se convierta también en un objeto rebelde.

Es un desafío escucharla, no en su pose más mecánica, sino descifrarla, en la trama más táctil de un oído abierto. Su descripción es fascinante. Pero ovillar la madeja de sus múltiples lenguas es todavía mejor. Y sentarse en una mesa con ella supera lo que se pensó que se iba a lograr entre las agujas cuando se cierran los puntos o la charla. Es capaz de sacarse los aros que hace su hermana para ofrendar un regalo y preguntar sobre zapatos mientras camina. Le duelen las heridas de quienes la descalifican. Su sonrisa no borra las heridas. No es de contrastes que están hechas solamente las telas, sino de mixturas que pueden entrelazarse. “No quiero entrar en la autohumillación”, asienta su postura. Esquiva la descripción del racismo y la discriminación. Lo nombra, pero no lo detalla, aunque sus ojos se entristecen de sólo ver pasar las palabras que la lastimaron. “Me pasaron un montón de negatividades, pero siempre me levanté con una esperanza de positividad, porque, si no, una se muere”, enseña.

“Querida hermana”, dice Elvira, mientras viaja, para contestar un mensaje. Entonces su voz también teje, igual que ella, igual que las tejedoras a las que relata, expande y jerarquiza. Igual que a las que quiere volver maestras, profesoras, doctoradas de una universidad en la que tienen que enseñar antes que los dedos sólo conozcan el pulgar de una comunicación que gasta las huellas pero borra las líneas circulares, únicas y ancestrales. Ellas, que tienen la inteligencia más valiosa, la que no es artificial ni académica, no sólo merecen enseñar, también sería un regalo anticipatorio a que la geografía de los telares se borre de una cultura que no sabe explicarse si no es con la memoria dactilar. Por eso, ella brinda una clase que busca insertar a las tejedoras como expertas y se llama “Los cambios del paradigma en textil” en la Universidad Nacional de México (UNAM).

Lo ancestral no quita lo actual. Y ella clama contra el golpe al gobierno boliviano en 2019: “Entraron con la Biblia al palacio [presidencial], qué vergüenza, ¿no? A esta altura, entrar con una Biblia al palacio diciendo que Dios nos va a salvar. ¿Qué tan ignorantes son? No se dan cuenta de que la colonia les impuso la Biblia. Por eso, es necesario que la gente conozca su historia”. Ella, a la que sacaron de su puesto en el museo, apenas empezado 2020 (al que pudo volver después de las elecciones en Bolivia), para que las muestras no sean puestas en escena, sino abiertas al pueblo, cuenta que el gobierno sin votos prohibió, entre otras cosas, las plantas de uso medicinal y apela a que el extractivismo de laboratorio busca vender las fórmulas en las farmacias y coartar, en cambio, la cultura oral de preguntar y buscar qué calma y qué cura.

¿Por qué te echaron del museo después de derrocar al gobierno de Evo Morales?

Su justificación es que no soy una persona con trayectoria, el típico que te mira que eres de pollera e indígena, y aunque estudié, para ellos, que fueron a las mejoras universidades, no eres nada. Ellos justificaron el desplazamiento diciendo que el puesto tiene que ser para gente con trayectoria y con méritos académicos, y entre ellos se dieron sus méritos y premios. A mí no me dan ningún mérito y miran mi color de piel. A mí no me dolió eso, sino cómo se destrozaba el país. No estoy detrás de los privilegios. Si tengo que barrer, barro. Yo vengo de una zona de la praxis, sé sembrar y sé cómo se tiene un rebaño, he sido ama de casa, lavandera, he sido de todo, no me hago lío, a esta sociedad le duele porque ellos siempre fueron niños bonitos que tienen servicios y piensan que si tienes una raíz indígena no tienes que estar en estos espacios. Con el golpe me botaron como si fuera un trapo.

¿Cómo fue tu trabajo en el museo?

En 2013 empecé a trabajar. Ya el museo tenía 50 años y no tenía ni un catálogo. A los ocho meses saqué el catálogo. Fue un baldazo de agua fría porque ya estaban gritando al cielo que una indígena no podía ocupar el lugar de los que tienen mil títulos y tienen méritos porque se premian entre ellos.

La llamera encendida

Elvira nació en Ayllu Qaqachaka, en Avaroa, Oruro, hace 40 años. Habla aymara (su lengua materna), quechua (su lengua paterna) y castellano (la lengua escolar). En 2013, a los 32 años, fue directora del Museo Nacional de Etnografía y Folklore, en La Paz. En 2020 la sacaron y en marzo de 2021 regresó a su lugar. Su abuela era especialista en rebaño en camélidos (llamas, alpacas, vicuñas) y su abuelo era comerciante de intercambio de productos, una forma de decir comerciante, que llamaban “llameros”. El abuelo (Marcos) viajaba a los valles y tenía que hablar varias lenguas para poder moverse. Su mamá (Nicolasa), en cambio, no salió nunca de su región, y por eso es monolingüe.

“El problema mayor es que la colonia ha construido, con la religión y la educación, una cultura machista”, dice. En la cultura originaria, el erotismo y la cultura gay eran parte de la comunidad. Pero se le nubla la vista de recordar la frontera del machismo en los límites a su imaginación. “Yo todavía estaba niña y el discurso era que las mujeres tenían que estar con el rebaño y el tejido y no podían ir a la escuela”, recuerda. Su principal enseñanza es que tuvo que pelear por aprender. “¿Por qué no voy a poder estudiar?”, increpaba a su primer límite.

Y relata: “Me rebelé. Fue mi primer enfrentamiento en el área rural a los diez años. Mi mamá no lee y no escribe, sólo fue a segundo básico. Mi papá terminó la secundaria. Mis abuelos, que nunca fueron a la escuela, eran diferentes, porque tenían respeto a la mujer”. Sus abuelos fueron centrales en no cortarle las alas. Ella fue la primera hija y la costumbre decía que tenía que estar más con los abuelos porque la pareja joven no tiene casa ni bienes. “Yo soy más de las abuelas y los abuelos”, dice, como quien se define de la banda abuelística. Por eso, ella cuestionó a sus padres cuando querían que fuera a pastorear y no a leer cuentos y hacer cuentas. Pero a sus 15 años la increparon: “Si quiere estudiar, vaya a estudiar como pueda, nosotros no sembramos dinero”.

Elvira Espejo Ayca.
Foto: gentileza del Ministerio de Cultura de la Nación Argentina.

Elvira Espejo Ayca. Foto: gentileza del Ministerio de Cultura de la Nación Argentina.

El desafío era que para lograr estudiar tenía que lograrlo con sus manos y con sus ojos, sin apoyo, ni respaldo. “Yo tuve que asumir la responsabilidad y trabajar de todo”, puntualiza. No había escuela, ni trabajo en su aldea. Tuvo que migrar porque no había lugar para completar el bachillerato. En otro lugar, y limpiando o sirviendo como moza o cafetera, es que logró ir a la escuela. Trabajó de revendedora, cocinera, de limpieza y de sirvienta de parroquia donde alcanzaba las cosas a la mesa y doblaba la ropa en las maletas de los curas. Su horario no era amable. Entraba a las seis de la tarde y salía a las tres de la mañana. A las cuatro llegaba sola a su vivienda. A las ocho ya entraba al colegio. “Me arrepentía de haber querido estudiar”, explica, con lógica y con sueño. Sin embargo, se recibió en la carrera de arte (incluso aunque en Bolivia se estudiaba sólo arte europeo y casi nada de arte latinoamericano, mucho menos originario o popular).

El logro era esquivo para alguien que no dejaba de ser indígena para los que se creen que tienen comprada la categoría de alguien. No tenía auto, ni casa, ni familia. Nada de lo que se accede por pertenecer o por estudiar. “Ya era mucho dolor, quería volver al pueblo”, rememora. Pero en su aldea también la cuestionaban. Era la única que se había salido de su comunidad. No la tenía fácil. En su familia le echaban en cara que les faltaban brazos y que habían perdido el rebaño. Y, encima, que era una mala influencer. “Por tu culpa, todo el mundo quiere estudiar”, le reprochaban, como una desgracia. Poner la cabeza en los libros había quitado los brazos de las carretillas de huesos para proveer de agua y leña. El imaginario no coincidía con su realidad. “Ellos pensaban que yo había estudiado y tenía trabajo y plata y no me alcanzaba ni para un refresco”, contextualiza. Y muestra las contradicciones que logró saltar. Se hizo respetar para estudiar, pero también saltó el mandato escolar de que si tejía no iba a ser respetada. Ella logró hacer respetar el tejido. Respect. Que en inglés también es lo que impuso Elvira.

Ella se volvió una académica que cuestiona a la academia. Si irse había tenido costos, también tenía que servir para ser la voz de quienes tenían que poner las manos en la tela o la tierra. “Si eres de la comunidad, tu obligación es construir”, esgrime. Y describe algunos de sus libros: Ciencias de las mujeres, Ciencia de tejer en los Andes y Textil tridimensional. Sus publicaciones tomaron vuelo y llegaron a los museos europeos. Pero entre los marcos y las grandes exposiciones notó el vacío del mundo al que habían creído enseñar y del que fueron incapaces de aprender.

¿Cómo se construye el respeto cuando las tejedoras no eran respetadas en su trabajo y las niñas no eran respetadas en su derecho a estudiar?

Los profesores de aquellos tiempos decían que si tejía no iba a ser respetada, y en la comunidad las mujeres no tuvimos derecho a la educación, a la que sólo los hombres podían acceder. Por eso, me hizo un ruido, cuando ya tenía mis 12 años, que no había mujeres en tercero y cuarto básico. A los ocho y nueve años las niñas iban abandonando la escuela, y entre los diez y 12 años ya no había mujeres en las aulas más avanzadas. Yo conversé con mis papás y les dije que quería terminar el bachillerato, pero la respuesta fue: “Si tú no te haces responsable del rebaño y empiezas a estudiar, vas a tener problemas, así que, si quieres ser responsable de ti misma, pues resuelve tus problemas”. Y lo hice: me ha tocado trabajar a muy temprana edad para poder terminar la escuela.

Cuando lograste estudiar, ¿a qué prejuicios te enfrentaste?

Yo defendí la idea de “nosotros tenemos arte”, pero me decían que no era arte, que era arqueología. Por eso decidí retornar al pueblo. Dije: “Abandono y nunca más, no quiero saber nada de las carreras”. Pero en el pueblo me preguntaron qué había aprendido. Empecé a pensar en los libros que había leído y la mayor parte de los autores eran extranjeros (ingleses, franceses, norteamericanos y unos cuantos latinoamericanos de una clase social privilegiada), entonces yo los traduje en lengua originaria y la respuesta fue: “Ah, eso es cómo nos miran, eso es cómo nos ven, eso es cómo nos describen”, y me di cuenta de que somos objetos de estudio de los grandes académicos. El problema es que nosotros no somos como dicen que somos, no decimos como dicen que decimos. Por eso trabajé con 900 tejedoras de la región y sistematizamos la cadena operatoria (desde la materia prima hasta el producto final) con las terminologías quechuas, aymaras y las tradujimos al español. Ese trabajo desde el pueblo generó un gran replanteo textil en América Latina.

¿Qué es la revolución de los objetos?

Yo pude ver los textiles arqueológicos cuando tuve la oportunidad de trabajar en el Museo Británico y en el Museo del Hombre, en Alemania, donde está la mayor parte de las colecciones latinoamericanas. La rebelión de los objetos nace porque vi un vacío enorme, a pesar de tener la acumulación de los bienes culturales en los museos europeos, y ahí regresé de Europa a Bolivia, con la decisión de no ser más objetos de estudio ni contribuir a la depredación del pensamiento local. Por eso las tejedoras se merecen un título y sus objetos son ciencia, tecnología, identidad, cultura, tecnología y economía. Todo.

Las Bravas es un espacio de la diaria Feminismos que busca amplificar las voces y experiencias de mujeres feministas que están cambiando la historia en América Latina. Está a cargo de Luciana Peker, periodista argentina especializada en género y autora de Sexteame: amor y sexo en la era de las mujeres deseantes (2020), La revolución de las hijas (2019) y Putita golosa, por un feminismo del goce (2018), entre otros libros.