¿Sabías que cuando Gabriela Fossatti dice que ella y Laura Raffo ejercen un “feminismo sano” como mujeres políticas, tiene reminiscencias del “feminismo verdadero” mencionado por el arzobispo Mariano Soler a comienzos del siglo XX en nuestro país? Por estos resplandores de lo que fuimos es que hablar de los feminismos es hablar del presente y hacer una historia del feminismo también lo es.

El puente con las referencias a feminismos sanos y verdaderos lo traza Lucía Martínez Hernández en la introducción a Tejedoras del cambio. Mujeres y feminismos en Uruguay (1890-1946), libro presentado hace una semana en Las Pioneras. Es el primero de los dos tomos (el segundo sale en abril) que Lucía coordinó y editó; un trabajo que Ediciones del Berretín le encargó hace un año; un desafío individual que rápidamente transformó en una praxis feminista, es decir, colectiva.

Esta trabajadora de la educación, como se define, que da clases en liceos, en el IPA y en la Universidad de la República, pensó en los temas que debían estar presentes en el libro y convocó a diversas investigadoras jóvenes, compañeras “sin renombre académico” –con excepción de Lourdes Peruchena–, para, juntas, abrir camino y seguir construyendo una genealogía de uno de los movimientos sociales más convocantes, que revolucionan a diario lo público y lo privado.

Peruchena fue docente de Lucía. Varias de las otras autoras del primer tomo son o han sido compañeras de Lucía en la facultad o en diversos proyectos de investigación. “Las convoqué sabiendo lo difícil que es publicar en Uruguay y publicar sobre feminismos”, dice Lucía este mediodía, mientras toma un jugo de naranja en un bar céntrico de la capital. Hoy no tiene que dar clases porque comenzó la Semana de Turismo.

A pesar del crecimiento que han tenido los feminismos –venimos de otro masivo 8 de marzo en las calles–, ¿sigue siendo difícil publicar sobre esto?

Sí. A pesar del estallido, del movimiento de 2017, las editoriales parecieron no recoger eso como asunto editable. Y hay otro problema: si vos no tenés padrino o madrina académica es mucho más difícil publicar. Por eso este ofrecimiento fue un tremendo desafío, pero, a su vez, tremendo privilegio: una editorial me estaba diciendo “escribite la historia del feminismo de Uruguay en el siglo XX”. Y la forma de hacer el libro fue colectiva porque es como pienso sobre cómo se construye el conocimiento.

¿Cómo definiste los temas y problemas?

Al pensar la historia de los feminismos en Uruguay, en el acierto o en el error, tendemos a pensar desde un feminismo blanco y letrado, que tiene tremendo sesgo, aunque no queramos. Entonces, cuando homogeneizás en “las mujeres”, terminás refiriéndote siempre a las mismas: las mujeres blancas, letradas, de clase media acomodada; por lo menos para la primera mitad del siglo XX. Pensar desde la interseccionalidad los temas y problemas del feminismo a lo largo del siglo pasado te permite ver otros asuntos: la discusión de si está primero la lucha de género o de clase no es la que podemos tener cada 8 de marzo en cada sindicato, sino que en el artículo de Lucía Mariño [“La mujer obrera, la obrera madre. Trabajadoras y roles de género en el primer batllismo (1903-1933)”] es muy claro: las dificultades para acceder al trabajo asalariado y las tensiones que eso generó, no sólo en los escalones más conservadores, por el temor a que descuidemos la familia desde nuestro rol de cuidadoras, sino también desde las izquierdas, porque pone en juego ahí también la cuestión de la masculinidad del varón asociada al “macho proveedor”.

Linajes

Además del capítulo de Mariño, el libro reconstruye, desde la perspectiva interseccional, el origen de los feminismos en el país. Las primeras reivindicaciones feministas como adquirir derechos, acceder a la educación, derechos civiles y políticos, la educación sexual con un abordaje moral e higienista, el derecho al aborto, las políticas estatales de cuidados y maternidad. ¿De dónde venían estas reivindicaciones? De asociaciones de mujeres como la Primera Asociación de Damas Liberales de Montevideo (1902) impulsada por Belén de Sárraga o por figuras como María Abella. Hacia 1916 se conformó la “sección uruguaya” de la Federación Panamericana Femenina y el Consejo Nacional de Mujeres, con su revista Acción Femenina, en la que participaba activamente Paulina Luisi (primera mujer recibida en la universidad como médica, en 1908). Otros capítulos recuperan las luchas de los feminismos negros; el vínculo entre la lucha por los derechos de las mujeres y los partidos políticos de izquierdas; y el cruce entre feminismos y la religión católica, con aportes para conocer experiencias del asociacionismo católico femenino.

El último capítulo aborda los procesos, límites y potencialidades de los activismos en torno a la violencia de género, la línea de investigación en la que se especializa Lucía, cuya tesis la convirtió en la primera mujer magíster de Historia Política del país y actualmente está cursando su doctorado en Historia. La tesis “Ni muertes ni palizas, las mujeres se organizan” fue su primer libro, autofinanciado y editado en 2020 por Doble Click. Martínez dice que le debe a Peruchena “el acercamiento a toda la historia de género”: “Me interesé cuando le hacía la asistencia a Lourdes en su investigación de doctorado. Yo estaba relevando otra cosa y en un momento empecé a ver noticias vinculadas a la violencia de género. Ella me abrió el camino en la academia”.

¿Qué hallazgos destacarías del libro?

Eso tiene que ver con el lugar desde el que escribo: yo tengo mucho mambo con dedicarme a la academia. Vengo de una familia de clase obrera, de la Curva de Maroñas, criada en la educación pública, entonces la figura de lo académico me resulta muy extraña, muy terapizada, recién puedo disfrutarla un poco.

¿Sos la primera universitaria de tu familia?

La primera es mi hermana, seis años mayor, pero yo soy la única que escribió libros. Y eso es un viaje. Entonces, al pensar en hallazgos, diría que encontré mi linaje familiar en otras historias.

¿Por ejemplo?

Descubrir que ninguna lucha es nueva, incluso ver lo viejos que son algunos reclamos y ver cómo mis estudiantes de 17 años creen que eso es de ahora. Pienso en el artículo de Mariño, que trabaja género y clase, y lo conecto con que el libro está dedicado a las abuelas y pienso en mi abuela Chocha… Yo soy Martínez porque mi viejo era hijo natural. Mi apellido es el apellido de mi abuela.

Tu abuela que “terminó la escuela de noche para poder ayudarnos con los deberes y escribirnos postales por Navidad hasta que fuimos grandes” y que “empeñó durante años cada sueldo del mes de marzo para que sus nietas tuvieran mucho más de lo necesario para ir a la escuela”, como contás en la dedicatoria del libro.

Sí, mi abuela Chocha, oriunda de Soriano, que fue entregada [por su familia] a los seis años para el servicio doméstico… Cuando leí el artículo de Lucía Mariño, en un momento vi a mi abuela. Ella hace un racconto de cómo las mujeres empiezan trabajando en el servicio doméstico, y eso te permite reponer historicidad, una historicidad colectiva en una vivencia personal. No es que yo fuera a desconfiar de la historia de mi abuela, pero te permite hacer carne esto de que “lo personal es político”, poder pensar que “mi abuela no fue la única” y tener herramientas para poder entender una dinámica de época.

Cuando decís que estás “mambeada” con tu participación académica, ¿sería algo como una culpa de clase?

Sí, le dicen “neurosis de clase”.

¿Tu trabajo como docente liceal intenta compensar esa culpa?

Intento que sí. He trabajado en colegios de élite, de los cuales me han echado [del cuello de Lucía cuelga una cadenita y un dije del pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo]. Lo más gracioso es que, cuando me contratan, me dicen: “Nos gustaría que los chiquilines tengan otro perfil docente”, pero dos años después te das cuenta de que somos incompatibles. A mí me gusta definirme como trabajadora de la educación. Hoy laburo en un colegio privado, pero en Jardines del Hipódromo, y tiene toda una impronta social muy importante, y trabajo en la educación pública. También es cierto que, con las condiciones actuales de la educación pública, se me hace muy difícil sostenerme ahí.

¿A qué condiciones te referís?

Me refiero a gurises que llegan a las clases con hambre y se te desmayan; tener que estar lidiando con situaciones de abuso familiar; que las chiquilinas cuenten que llegaban tarde a clase porque las seguía una camioneta... ¡En un año me quisieron “chupar” a tres gurisas en Flor de Maroñas! Pila de situaciones que desbordan el aula, que tienen que ver con un problema social y económico que atraviesa este país, que atraviesa a estas mujeres, a mí como mujer también me atraviesa, y yo hay clases que elijo no dar y elijo hablar de esos asuntos. Pero también hay decisiones laborales que tienen que ver con decisiones que ha tomado esta administración, que hacen muy difícil el trabajo en la educación pública: cambiar las reglas del juego sobre la marcha (y los que ponemos la cara y el cuerpo somos las y los docentes); una reforma educativa que no parece tener demasiado rumbo... es muy desgastante. Ni que hablar de que es un laburo recontra bastardeado y que, para tener algunas discusiones como las que están en este libro, es preciso que tengamos ganas de pensar. Porque muchas de las reflexiones y conclusiones que salen son inferenciales. Doy clases de Historia. A veces los padres no entienden por qué los gurises se la llevan a examen si “leyeron lo que dice el libro” y, en realidad, pensar históricamente es poder hacer inferencias en un pasado de larga duración. Y para eso hay que tener ganas de pensar.

¿De qué manera atraviesa tus clases la perspectiva de género? ¿Cambiás algunos textos del programa, leen más mujeres, ponés ciertos acentos en algunas protagonistas?

Como aprendí de Lourdes, género no es sólo [hablar de] mujeres. Yo puedo trabajar con los textos de siempre y desde ahí reflexionar sobre lo no dicho…

Durante la presentación del primer tomo de Tejedoras del cambio, el 20 de marzo en Las Pioneras, remarcaste que las mujeres “siempre estuvimos acá”, pero “no nos miraron lo suficiente”.

Sí, por eso insistí a las autoras en imágenes [Lucía toma el libro y lo abre: muestra fotos del capítulo sobre la mujer obrera en el primer batllismo; se ven las modistas y costureras de la tienda London París en 1922, trabajadoras en el llenado de cajitas de fósforos Victoria en 1929, o en la sección de peinado de paño de Álvarez Lista & Cía en 1918]. No estábamos sólo en el laburo de contabilidad, estábamos también ahí, incluso en espacios con otros varones, aunque fuera al fondo del galpón. Siempre estuvimos. No hemos sido lo suficientemente vistas [Sigue ojeando el libro: encuentra una foto de Jorge Ameal publicada en Brecha que retrata la marcha del 8 de marzo de 1990. Se ve a manifestantes con sombreros de brujas, disfrazadas, sonriendo].

Me importaba mostrar esto: que las mujeres militamos desde la alegría, no sólo desde 2017; que tenemos otra forma de militar, con procesos más lentos; que defendemos lo político más allá de lo partidario, y la democracia en el país y en el hogar. Por eso es necesario historizar este movimiento que crece cada vez más y crear una genealogía, rastrear al “feminismo” como término polisémico para ampliar la perspectiva. Ser feminista no implica ocupar lugares, sino que incomodemos. Yo no quiero un lugar para seguir reproduciendo prácticas, ni temas, ni objetos de estudio. Algo verdaderamente feminista es incomodar. Y ayer, como hoy, ser feminista es costoso.

Otra vez la importancia de “reponer historicidad” en este movimiento social.

Sí, porque no es inocente cuando algunas políticas dicen “feminismo sano”. Por el contexto de enunciación, para mí era muy directa la línea que trazaban con el feminismo católico, con Mariano Soler diciendo a comienzos del siglo XX que la iglesia católica era feminista y distinguiendo a las dignas “hijas de María” de las “hijas de Eva”.

¿Vos que serías?

Una hija de Eva, claro.