La bruja mensajera de Bocana de Paiwás: historias de una sobreviviente desde Nicaragua hasta España es el libro de la activista y feminista Jamileth Chavarría Mendieta, una bruja que encontró su lugar en una radio comunitaria y tuvo que irse del país cuando le quitaron su lugar, a ella y a muchas, y escribió su libro en España, acompañada en su primera presentación por Gioconda Belli y por las trabajadoras a las que organizó en una asamblea, su hermana y sus hijos, en una familia ampliada en la que ser bruja es hacer ronda para renacer y ser mensajera es contar lo que se olvida y rememorar una revolución que se usó como ejemplo mientras duró y se olvidó cuando se convirtió en una dictadura que expulsó a las que dieron la vida para alfabetizar.
La radio la crearon después de un huracán en el que, literalmente, el aislamiento las impulsó a comunicarse. La experiencia comunitaria llegó a la pantalla grande con el documental La radio de la jungla, dirigido por la alemana Susane Jäger. La bruja amenazaba a los varones que abusaban de sus hijos e hijas y de sus mujeres, y tuvo la efectividad de cambiar de bando el miedo. Aunque, por las amenazas de muerte, tuvo que irse de su país y reconvertirse desde un exilio que no acoge, sino que seca la identidad fructífera de las que crean a partir de ser arrasadas.
Ella nació en 1972 bajo la dictadura de Anastasio Somoza, que se extendió hasta 1979, cuando lo derrocó la (ex) revolución sandinista. En su pueblo había sólo 30 casas y, en una de esas casas, su papá, Dámaso Chavarría, y su mamá, Carmen Mendieta, la criaron a ella y a sus siete hermanos en Bocana de Paiwás. Ella se hacía la dormida por las noches, pero escuchaba cómo su familia y sus vecinos escuchaban, en la orilla de la cama, una radio clandestina que daba las noticias de la lucha que terminó en la derrota autoritaria y derivó en un nuevo autoritarismo que muestra estos días la creación de grupos paramilitares (a los que llama “policías voluntarios”) mostrados en una foto masiva, con el reclutamiento de 10.000 civiles, exmilitares y funcionarios encapuchados por parte del presidente Daniel Ortega, que incluyó, a través de la Asamblea Nacional, la potestad de aterrorizar a través de estos grupos en la Constitución Política.
“Mis padres estaban muy comprometidos con la lucha para liberar a Nicaragua de la dictadura y, luego, con la revolución. Se implicaron mucho en la alfabetización cuando llegaron muchas personas del mundo a alfabetizar a la gente”, rememora Jamileth.
Su papá tenía 45 años y no había podido terminar la primaria. Él se alfabetizó y se volvió maestro de carpintería, y ella se convirtió en profesora. El aprendizaje tuvo un precio demasiado alto. Su mamá fue asesinada a los 36 años, cuando su hermana menor, que ahora lucha con ella, tenía sólo dos y la que seguía sólo tres, en una ofensiva de la contraguerrilla, fomentada desde Estados Unidos y con base en Honduras. Su mamá tenía que comprar materiales para la cooperativa, pero era muy difícil salir del pueblo, se subió a una camioneta militar y fue víctima de una emboscada de las fuerzas contrarrevolucionarias. Ella se quedó huérfana y sus siete hermanos también. En la lápida está inscripta la frase “Sin reivindicación de la mujer no hay revolución”, que fue una pancarta con la que ella marchó y un sentido con el que murió.
Jamileth cumplió 15 años y ya era militar. “No tuvimos niñez realmente”, analiza, desde la mitad de la vida, con la necesidad de seguir adelante y recuperar el tiempo arrebatado de inocencias. A los 17 fue mamá por primera vez y a los 20 cargaba con doble maternidad. Ahora, a los 53, es abuela. En su adolescencia integraba la Asociación de Niños y Niñas de la Revolución (Asociación de Niños Sandinistas, ANS). El mismo día del crimen ella estaba en Managua, en viaje a una actividad, y un cura de la teología de la liberación la bajó de la camioneta –porque él ya sabía que su madre había sido asesinada–; más tarde, ese transporte también sufrió una emboscada.
Ese destino cruzado se convirtió en una anestesia de doble filo. “El día del asesinato de mi mamá todo cambió –recuerda con una congoja indeleble–, porque me tuve que convertir en una líder. Nadie me lo impuso. Pero empecé a pensar que mi madre se murió y se había encarnado en mí. Hay cosas que una se impone para superar el dolor. Creí que mi mamá se había muerto para salvarme y viví con ese pensamiento como 20 años”, analiza, intentando renacer sin deber la vida, sino con el motor de su propio deseo y la raíz de su existencia develada entre mundos, ausencias y resistencias.
“El proceso revolucionario fue maravilloso”, resalta la activista feminista durante el encuentro internacional “Refugiadas: la potencia política de las defensoras de derechos humanos en el exilio”, realizado el 21 y 22 de febrero en Bilbao, País Vasco, por la Asociación de Mujeres de Guatemala (AMG), Calala (Fondo de Mujeres) y Mujeres con Voz.
“Yo sigo reivindicando la revolución, porque la revolución es necesaria para el desarrollo humano, pero no perdono –y soy radical en eso– la estupidez de los revolucionarios que la destruyeron, porque no eran revolucionarios, eran unos desgraciados oportunistas que en vez de aprovechar todo lo que ofrecía la revolución, el sueño global –porque era un sueño–, lo destruyeron”, acusa, y remarca la realidad actual: “Ya no queda nada”.
“La revolución sentó muchas bases. Las mujeres nos dimos cuenta y por eso tomamos la decisión de ser disidentes del sandinismo injusto, abusador de poder y violador. Pero hay que rescatar lo que aprendimos. Aprendimos a organizarnos. Aprendimos a ejercer el poder sano. La revolución fue genial, pero cuando los hombres regresaron de la guerra nosotras regresamos a la cocina. Y por eso fue que la disidencia feminista tuvo la conciencia de convertirse en un movimiento autónomo de mujeres”, afirma.
“La revolución nos dejó cosas importantes, como la experiencia organizacional y los trabajos de las cooperativas. Mi madre llegó a organizar hasta cinco cooperativas (de pan, de costura, multisectorial) en un pueblo tan pequeño en el que ella era el motor”, valoriza Jamileth, convertida en el motor de las que cuidan e impulsora de La Comala, una cooperativa de trabajo, creada en Madrid en 2017, que tiene los cuidados en el centro y respeta la dignidad y los derechos de las trabajadoras en servicios de atención, cuidados y limpieza.
Nicaragua fue un ícono revolucionario y una meca del turismo de izquierda que cosechaba café, leía libros y honraba la mística roja y negra. Sin embargo, cuando el gobierno convirtió la revolución en represión sistemática, las personas y los gobiernos miraron para otro lado. Las feministas, las estudiantes y las integrantes de organizaciones no gubernamentales se tuvieron que exiliar o fueron desterradas y desnacionalizadas por Daniel Ortega y Rosario Murillo. Muchas de las migrantes pasaron de escribir, hacer radio, activar o estudiar a limpiar y cuidar, en soledad y sin ser escuchadas. La injusticia no se diluye, sino que está latente. Pero, frente a esa dura realidad, la cooperativa es una respuesta justa frente a la demanda de cuidados y a la explotación de quienes tienen que huir y se encuentran sin casa y trabajando en casas ajenas para sobrevivir.
“Nosotras hemos seguido intactas en la lucha. No hay un día de nuestra vida que nos puedan encontrar sin aportar a los cambios sociales”, rescata. Y realza: “Yo nací en una dictadura y no quiero morir en otra”. Ella, como tantas migrantes sin libertad de vuelta, vive con la idea del regreso al lugar desde donde las expulsaron: “Un día vamos a volver a Nicaragua y lo que hacemos ahora, en el rincón donde estemos, es porque estamos aprendiendo para volver”.
¿Cómo surge la idea de la bruja mensajera?
La bruja ha sido una herramienta que me ha dado paz interior y una manera de gestionar la rabia. Pero también, no creas, es una cabrona. En Nicaragua había un programa de radio, La paloma mensajera [y en Nicaragua al pene se lo llama paloma], que era muy machista. Había un señor que era muy majo, pero La paloma mensajera era un programa de radio muy machista. El huracán Mitch, en 1998, nos dejó incomunicadas, en un campo de acogida, durante ocho días, y ahí dijimos: “Vamos a tener una radio”. ¿Y qué hacemos? Ya teníamos el personaje de la bruja mensajera, que era de teatro callejero para romper la rutina del pueblo, y encontramos el libro Radialistas apasionados, de José Ignacio López Vigil, que era nuestra biblia. Nos montamos la radio con un transmisor de 1950 y nos inventamos una señora que adivinaba con una pelota con efectos de sonido de la cocina. Era una bruja por las mujeres a las que, en la Santa Inquisición y en la colonización, mataban y perseguían.
¿Cómo una revolución con las mujeres se vuelve una revolución contra las mujeres?
En el 90 perdemos la revolución [en las elecciones del 25 de febrero de 1990 el Frente Sandinista de Liberación Nacional perdió con 40,82% de los votos frente a 54,74% de la Unión Nacional Opositora, encabezada por Violeta Barrios de Chamorro] y casi nos morimos porque era nuestro proyecto. Pero la pérdida de la revolución se da por el voto de las mujeres. Estaban hartas de enterrar a sus muertos, hartas de entregar a sus hijos. Había que cambiar las cosas. Aprendí en la revolución y con el asesinato de mi madre que las armas son una mierda; tenemos que inventar otra cosa para ser felices y para defender la vida. No necesitamos las armas. En el 92 las feministas nos hicimos el movimiento más grande de disidencia, de salir de las filas de la revolución a nuestras propias filas.
El 22 de mayo de 1998, Zoilamérica Nárvaez declaró que iba a emprender un proceso judicial contra Daniel Ortega. Ella cuenta que fue abusada por la pareja de su madre, Rosario Murillo, hoy designada copresidenta de Nicaragua, desde antes de cumplir diez años y remarcó: “El abuso sexual vino siempre acompañado de un profundo abuso psicológico”. ¿Qué pasó a partir de esa denuncia?
El movimiento de mujeres escucha y le cree a Zoilamérica. En 2002 me dicen: “Fíjese, compañera, que va a venir Ortega”. Él andaba en plena campaña para postularse para presidente [volvió a ganar el 5 de noviembre de 2006 y, a partir de ese momento, permanece en el poder]. Dije que sí, que íbamos a preparar todo para darle la bienvenida. Nos encerramos en la Casa de la Mujer y les hablé: “Compañeras, me han pedido que apoye al Frente para hacerles pancartas y todo, pero nosotras seguimos siendo sandinistas revolucionarias, desde el feminismo”. Utilizamos los materiales que tenía mi madre y escribimos en una pancarta grande: “Por respeto a Sandino, no queremos violadores en el poder”. Y otra: “Violadores en el poder nunca más”.
¿Cómo se organizaron para protestar contra Daniel Ortega?
En el movimiento autónomo de mujeres nos habíamos puesto de acuerdo en que, para ser coherentes, teníamos que plantarle cara a Daniel Ortega por las denuncias de violación y por haber hecho un pacto con la derecha. Fue a Bocana de Paiwás, que está justo en el centro de Nicaragua y fue emblemático en la guerra porque ahí nunca entró la contra [la milicia de derecha que combatía contra el ejército sandinista] porque estaban las bases militares de campesinas, campesinos, gente de mucha dignidad y batallas que no podíamos dejarnos arrebatar la paz interior. Era como un refugio de desplazados de guerra que ahí llegaban. Pero, cuando llegó el día, una antigua amiga de mi madre, evangélica, nos vino a avisar: “Las van a quemar”. Éramos siete mujeres y el espíritu de mi madre. Nos quemaron las banderas sandinistas y nos pusimos en hilera para proteger nuestra pancarta agarradas de la mano. Cuando vemos que Daniel viene, aquello fue maravilloso porque pusimos el altoparlante y tiramos los controles a tope, y la gente decía: “¡Daniel! ¡Daniel!”, y nosotras: “¡Violador! ¡Violador!”. Era un coro maravilloso. En ese momento, con la euforia y la rabia, estábamos poderosas. Pero nos citaron porque habíamos sido desleales al partido y desobedientes.
Las Bravas es un espacio de la diaria Feminismos que busca amplificar las voces y las experiencias de mujeres feministas que están cambiando la historia en América Latina. Está a cargo de Luciana Peker, periodista argentina especializada en género y autora de ¿El amor es o se hace? (2023), Sexteame: amor y sexo en la era de las mujeres deseantes (2020), La revolución de las hijas (2019) y Putita golosa, por un feminismo del goce (2018), entre otros libros.