Nada de lo que sucede parecía posible antes de que sucediera. No nos damos cuenta porque estamos despiertos como si estuviéramos dormidos. Incluso con insomnio, estamos dormidos, incluso aunque pongamos una serie antes de dormir que muestra apagones (que suceden); grupos supremacistas blancos (que existen); conspiraciones de extrema derecha (que conspiran); policías represores con traumas por reprimir (que reprimen), y mujeres que ocupan el lugar de villanas que ponen la cara frente al retroceso (que las hay, las hay).

Ya no queremos pensar que si sucede en una pantalla no puede pasar en la realidad, sino que si la vemos filmada es porque no es tan real. Nos informamos a través de las redes sociales. Las vacaciones de una amiga, un consejo de vitaminas, recetas de desayunos saludables y tips de ejercicios para el dolor de espalda, se entrecruzan con guerras, deportados, frases irreproducibles y noticias inverosímiles. Las redes sociales no sólo contaminaron las noticias, pisaron los contenidos que queríamos ver y convirtieron en show el dolor, el amor y la protesta social, sino que –por sobre todo– generaron que la información sea tan fácil de pasar con un mínimo movimiento de pulgar.

El mundo hoy está frente a un abismo. Lo peor no es sólo lo peor de lo que pasa. Un grupo de ultrarricos ya no sólo dueños de los medios, sino de las plataformas en las que se ve, se escucha y se lee a los medios, al entretenimiento, a la cocina y al ejercicio. Las pantallas informan a una sociedad más desinformada. Los presidentes están dispuestos a mostrar la crueldad sin temor al costo político. Las cadenas entre los pies recuerdan a la esclavitud y se muestran en directo. Los aviones para llevar gente como ganado desafortunado sobrevuelan el cielo de los regresados a la patria que los expulsó. La inteligencia artificial promete all inclusive donde no hay hospitales y la realidad se vuelve tan espesa que se disuelve en animación de lo real.

“Todos los días me pregunto qué nos ha pasado para llegar a Donald Trump”, declaró Robert De Niro en la presentación de la serie Día cero, que trata sobre un grupo de extremistas que generan un apagón y cometen atentados para que la gente quiera defenderse, no de ellos, sino de otros a quienes identifican como extraños. La serie muestra acciones aterradoras, pero la idea de un hombre honesto alivia, aunque provenga de la ficción. “En este momento, nuestro mundo real es aterrador”, refuerza el actor.

La duda ya no es el horror, la duda es qué hacemos frente al horror y por qué no nos estamos haciendo esta pregunta o, mejor, por qué no estamos haciendo nada frente al horror. El mayor problema frente a los problemas no es el problema, sino la falta de solución. El problema hoy que los problemas son tan grandes es que no hay alternativas.

Construir una alternativa –no una moderación, un parche, un salvavidas– frente a un sistema en el que la crueldad arrasa y el negacionismo se impone y los ultrarricos gobiernan, inciden e imponen gobiernos es la única vía, no es fácil y, tampoco, responsabilidad de los feminismos.

Los hombres se enojan, se angustian, se deprimen o se suben al ring a dar pelea. Pero no construyen una alternativa. No son una alternativa. Tampoco son la resistencia. La única resistencia posible es el frente del feminismo y la diversidad sexual. No por su agenda, sus ideas, sus derechos o sus protagonistas, sino porque es el único movimiento social del siglo XXI que supo construir movilizaciones masivas en todo el mundo contra la violencia de género, los abusos sexuales y a favor del aborto legal y el reparto en las tareas de cuidados. Porque no es de pocas, sino de muchas. Porque las interpelaciones internas se escuchan y se reparten las voces, las cartas y los discursos. Porque tiene la capacidad de gestar alianzas con el antirracismo, el ambientalismo, los movimientos sociales (por la tierra, la educación, la salud, los jubilados y jubiladas, la vivienda, la universidad pública, la paz en Gaza, la migración digna) y de derechos humanos y generar una multiplicidad de marchas en todo el mundo.

La marcha antifascista del 1º de febrero en Buenos Aires se gestó en una asamblea y se construyó en tiempo récord. Juntó a dos millones de personas en la Ciudad de Buenos Aires y en los pueblos y localidades de todo el país, pero un dato central es que también en ciudades de todo el mundo: Montevideo, Madrid, Berlín, Roma, París, Barcelona, Londres, Lisboa, Ámsterdam, Santiago de Chile, Río de Janeiro, San Pablo, Florianópolis, Nueva York y Ciudad de México. Es cierto que, en muchos casos, las convocatorias fueron de argentinas y argentinos migrantes. Pero esa capacidad muestra una sociedad movilizada que se moviliza por todo el mundo. También una capacidad de mostrar el rechazo a los discursos de odio globales y a hacerlo de manera global. La muestra está, lo que falta es la persistencia y la capacidad de organización, priorizar la construcción a la crispación y la unidad a la fragmentación, la consolidación de una alternativa sólida más allá de la reacción de rechazo o miedo.

“Las víctimas pueden emanciparse de su papel de víctima sólo si se transforman en verdugos”, sintetiza el filósofo italiano Franco Bifo Berardi sobre las prácticas nazis de parte o con el apoyo de quienes fueron víctimas del nazismo. Por eso, él propone desertar, y cuando se le pregunta por la palabra lucha la escucha vieja y, por lo tanto, impracticable, ajena a los jóvenes. Él considera que el neofascismo es peor que el fascismo por una racionalidad pesimista (que después de pensarlo) prefiere no callar para no ser concesivo con un discurso de optimismo para desconsolados.

“Sé que muchos jóvenes que votan por [Javier] Milei o por [Giorgia] Meloni son jóvenes que no tienen ningún futuro y lo saben. Son jóvenes que viven en condiciones de impotencia política y también de impotencia psíquica que se manifiesta, por ejemplo, a través de una epidemia de depresión. Entonces no es fascismo, es algo, si se puede, peor que el fascismo, porque sigue siendo violento y racista como fue el fascismo del siglo pasado, pero es una violencia que no puede lograr obtener sus objetivos. Es una impotencia que sigue reproduciendo las condiciones de la impotencia misma”, argumentó en el diario Perfil de Argentina.

Nadie tiene que hacerse el macho si no le tiembla el pulso en la constitución de su masculinidad. En tiempos de Rambos en vivo y en directo, sin especulaciones, donde la humillación es un arma de guerra, en videos que se viralizan de Donald Trump y Volodímir Zelenski en el despacho oval, el 28 de febrero pasado, peleándose como dos jugadores de póker. Trump le levanta el dedo: “Está jugando con la tercera guerra mundial”. Después, Zelenski cede y Trump se pone más colorado, si eso es posible, con tanto polvo de ladrillo espolvoreado, por la reafirmación de la prepotencia presidencial de una potencia en decadencia que si no sobreactúa se le cae la magia de Tío Sam. El premier francés Emmanuel Macron propone ampliar el paraguas nuclear francés a toda la Unión Europea y el presidente ruso Vladimir Putin le responde, el 6 de marzo: “Quieren volver a los tiempos de Napoleón y algunos olvidan cómo acabó”.

Todo lo que vemos es una masculinidad en declive mostrándose más altiva que nunca y una masculinidad revolucionaria anunciando la derrota sin decoro, echando la culpa a las mujeres o tomando lo que queda del derrame feminista para su tajada. Sin embargo, la impotencia machista tiene una contracara: la potencia feminista. Si está, si resurge, si se reunifica, sí que es una salida.

La extrema derecha está en su mejor momento, el feminismo no. ¿Por qué? Porque la extrema derecha sabe que el feminismo es el único movimiento capaz de organizar la multilateralidad, la interseccionalidad y la masividad de la batalla. No es fácil resistir a los embates. Y, mucho menos, con la complicidad del machismo progresista, de izquierda o popular que prefiere medirse entre corbatas, volver a ocupar el reino del saber, dar lugar sólo a mujeres excepcionales en cargos excepcionales y gritar, envalentonarse y cuidarse entre compadres del aluvión feminista de denuncias, críticas y demandas por querer ocupar un lugar sin ser tocadas por quienes no quieren que las toquen ni ser subordinadas de quienes no tienen por qué mandarlas.

No es sólo culpa de los otros que odian y de los otros que prefieren volver a protagonizar el poder del contrapoder mundial. Es también por la pereza de la paciencia, el enojo con la más cercana por no poder enojarse con los más lejanos, el entierro de la sororidad y la vuelta de la competencia despiadada, la falta de horizontalidad de los liderazgos, la falta de respaldo a las líderes que ponen el cuerpo de parte de quienes las cuestionan sin pagar las consecuencias de la exposición, los cálculos y la conveniencia y la agresividad exportada de la odiocracia como sistema de confrontación aplicada a ver quién sufrió más, quién se merece llegar y quién se equivoca o piensa diferente como si fuera un obstáculo permanente aún cuando la realidad parecería invitar a levantar los puentes de las diferencias y allanar el camino de las coincidencias.

Si el feminismo se despierta de la distracción de la discusión bilateral, tiene la capacidad de resurgir la esperanza.

La propuesta de la Iniciativa Mesoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos es hoy el faro para donde mirar y la raíz de donde nutrirse. La posibilidad de preservarse sin individualismo, de luchar sin destruirse, de sostenerse sin caerse, de diferenciarse sin enfrentarse, de renacer sin perder la vida, de llorar sin agotarse.

Si en el norte está la destrucción y en el sur global está la resistencia, en Centroamérica está la brújula para resistir sin romperse. La analista Ece Temelkuran cita la experiencia de Berta Cáceres, la luchadora hondureña feminista y ambientalista asesinada, y la de “tantas otras activistas asesinadas en Latinoamérica y demás partes del mundo”. Y resalta: “Esas mujeres saben que acaso sus opresores no tengan límites a la hora de exhibir un poder brutal, pero también saben que la fuerza es más duradera que el poder. Y la fuerza viene de dentro. Su objetivo no es sólo arrebatarle el poder a lo masculino-radical. Lo femenino debe reemplazar la dominación por el cuidado, la competencia por la cooperación y la explotación del planeta y de la humanidad por el sustento y el apoyo mutuos. En el siglo XXI, lo femenino puede reemplazar el poder por la fuerza”.

No se trata de quién la tiene más larga, sino de si podemos demostrar que el feminismo tiene larga vida y lo sabemos cuidar.