Yayo Herrero es antropóloga, ingeniera técnica agrícola, docente e integrante de Ecologistas en Acción, una confederación que reúne a más de 300 grupos ecologistas de distintos puntos de España. Es, además, una de las principales referentes ecofeministas de Europa.
Esta semana llegó a Montevideo para participar en el XV Congreso Iberoamericano de Ciencia, Tecnología y Género, que este año aterrizó en nuestro país, organizado por la Universidad de la República con el apoyo de distintas instituciones públicas y organismos internacionales.
Herrero participó en el conversatorio “Los feminismos ante los desafíos de un mundo en crisis: imaginando futuros posibles y deseables”, junto con las académicas Helen Torres y Alicia Migliaro. Un poco antes conversó con la diaria sobre el aporte de la perspectiva ecofeminista a la construcción de otros mundos en un contexto actual de “guerra contra la vida” y de “emergencia de las ultraderechas brutales que se están llevando por delante todo”.
¿De qué hablamos cuando hablamos de ecofeminismo?
Hablamos de una corriente de pensamiento y de un movimiento social que pone en diálogo preocupaciones que históricamente han sido asociadas a las del movimiento feminista con preocupaciones que venían desde el pensamiento de la ecología política y de los ecologismos. No es una simple suma entre ambas cosas y el sentido lo encontramos cuando nos paramos a pensar de qué depende un ser humano y reconocemos que se inserta en una trama de la vida formada por aire, agua, plantas, microorganismos, vegetales, animales, y que es precisamente la interacción entre todos esos elementos lo que genera las propias condiciones de existencia. Pero, por otro lado, los seres humanos somos seres también radicalmente interdependientes porque vivimos encarnados en cuerpos que son vulnerables, es decir, que requieren necesidades como la del agua, la vivienda, el aire, el alimento, los cuidados, que no se pueden cubrir si no es en comunidad.
La mirada ecofeminista lo que hace es recoger esa conciencia de ser dependientes de la tierra y de ser dependientes entre personas para terminar diciendo que la vida humana, por el hecho de haber nacido, no se sostiene sola, no es una certeza, y que, por tanto, para poder tener vidas que duren en el tiempo y sean dignas, hace falta que sean vidas sostenidas intencionalmente. El ecofeminismo es esa mirada, esa corriente de pensamiento y ese movimiento social que propugna que los sistemas económicos, políticos y culturales pongan la vida como una prioridad y la construyan intencionalmente.
Desde esa mirada se afirma que existe una “raíz común” en la subordinación de las mujeres y la destrucción de la naturaleza.
Estamos viviendo un momento de guerra contra la vida que tiene que ver con una cultura que es patriarcal, que no reconoce las dependencias y se sostiene sobre una idea de control y dominio tanto de la naturaleza como de las mujeres. Es una cultura patriarcal que lo que hace es dañar precisamente aquello que la sostiene y que tiene su avatar en el capitalismo: es una cultura que, cuando se plasma materialmente en la forma de organizar la vida en común, termina generando una cultura capitalista que reduce el concepto de valor a precio y que se sostiene sobre una especie de religión sacrificial que defiende que todo merece la pena ser sacrificado si la contrapartida es que la economía crezca.
En un contexto global de crisis ambientales, sociales, geopolíticas, ¿cuál es el aporte que hace la perspectiva ecofeminista?
La aportación que hacen las cosmovisiones ecofeministas es la de la denuncia y la de otro lugar para la reconstrucción, restauración y reflexión, que lo que supone básicamente es desplazar el foco de interés desde el dinero hasta la vida. En este momento hay una guerra contra la vida que tiene al menos tres dimensiones: una guerra contra la vida física –calentamiento global, extractivismos, agotamiento y declive de minerales, pérdida de biodiversidad–; una guerra contra las condiciones de vida de las personas –podríamos hablar de desigualdades, empobrecimiento, precariedad, pero también de expulsiones y migraciones forzadas y de una lógica de guerra cuyo emblema más brutal en este momento es el genocidio sobre la población palestina–; pero también una guerra contra los vínculos y las relaciones, que se plasma en una crisis de cuidados, en el estímulo de las culturas de odio, en la exacerbación extrema del individualismo y la desconfianza entre personas. Las miradas ecofeministas son una verdadera cosmovisión alternativa. Por un lado, aportan la lucidez para poder mirar cuál es el problema estructural que nos está llevando por delante y, por otro, son un faro y una palanca para poder reconstruir políticas, economías y culturas poniendo la centralidad de la vida como foco y como prioridad.
¿Por qué esta mirada no está en las agendas políticas?
Porque estamos presos en una cultura, que yo llamo la cultura del extravío, que nace en Occidente y que genera una mirada sobre el mundo que termina creando este desastre. Es una mirada en la cual las personas no se conciben como parte de la naturaleza y que considera que la tierra es un gran almacén de recursos, un espacio hostil al que hay que arrancarle la mayor utilidad posible. Es una mirada que ha construido el propio conocimiento desde la idea de control, de dominio y de utilidad, y es una mirada colonial. Configura una forma de entenderlo todo que es directamente antagónica con la vida. Necesitamos mirar el mundo, las relaciones con la tierra, con la trama de la vida y entre personas desde un lugar radicalmente diferente.
A todo esto se le da la vuelta de tuerca de este fascismo del fin de los tiempos, que es el que viene con figuras que lo que están haciendo es destruir cualquier base de relacionalidad y de respeto, de cuidado de la vida, y además con lógicas de odio y de miedo. Desde nuestro punto de vista, lo que estamos viendo con estas emergencias de las ultraderechas brutales, que se están llevando por delante todo, no es más que la respuesta distópica a la crisis ecosocial. No la nombran, no la reconocen, la niegan, pero se articulan para blindar privilegios de sectores que, amparados por el poder político, económico y militar, aspiran a seguir sosteniendo unas formas de vida que, sin embargo, en un planeta con límites físicos ya traspasados, se llevan por delante el resto de las vidas. Desde mi punto de vista, esta emergencia brutal de las ultraderechas nos da muestra de qué es lo que estas élites quieren hacer con un montón de personas que consideran sobrantes.
En este escenario, ¿cómo imaginás que deberían ser las transiciones socioecológicas para que se desarrollen de una forma justa?
Yo llamaría transición ecosocial justa a un proceso planificado, deseado y compartido que tiene como propósito la garantía de condiciones de vida dignas para todas las personas en un contexto de contracción material y de cambio climático. Parece una tontería decir esto, pero no lo es porque probablemente no haya tanto que pensar en cómo hacer crecer la economía, sino en cómo vamos a garantizar condiciones de vida dignas y satisfacer las necesidades de la gente. Y esto apunta a economías radicalmente diferentes. En mi país, por ejemplo, y en Europa en general, ahora mismo hay una apuesta enorme por lo que se llama “transición verde”, pero se le está llamando así a cambiar la tecnología energética, [algo] que en realidad, de momento, está siendo sumar a las energías fósiles aerogeneradores, parques eólicos que requieren una inmensa cantidad de minerales que salen de otros lugares. Pensar la vida en común desde las necesidades humanas nos coloca en otro lugar. Claro, eso requiere una planificación deseada y compartida. Y digo deseada y compartida, y ahí es donde está el problema: hay una propuesta elaborada para recomponer la economía o los modelos urbanos o la forma de producir alimentos de otra forma; el problema lo tenemos en hacerla deseable y hacerla deseable para un montón de gente. Por tanto, el gran reto de la transición ecosocial justa es, entre otros, un reto cultural que pasa por reconocernos parte de la tierra, por eliminar y limar lógicas de dominio sobre la naturaleza, sobre el otro no blanco y empobrecido, sobre las mujeres, sobre los animales.
En el marco del congreso, fuiste invitada a participar en un conversatorio para “imaginar futuros posibles y deseables” desde los feminismos. ¿Cómo avizorás esos futuros posibles y deseables?
Debemos imaginarlos desde la vida concreta. Un gran problema que tienen las políticas hegemónicas es que muchas veces son muy abstractas, piensan desde la lógica de los agregados monetarios y no piensan en vidas concretas. Yo me imagino, a nivel de vida concreta, una vida con mucha menos prisa. Me imagino poder comer alimentos que han sido producidos cerca y distribuidos a través de circuitos cortos de comercialización. Un consumo mucho menor de proteína animal. Modelos de ciudades que sean muy caminables, en las que haya un transporte público colectivo y mayoritariamente electrificado. Residencias de personas mayores que no tengan que salir de los lugares en donde viven y que puedan ser residencias más pequeñitas enclavadas en sus propios territorios. Barrios articulados a través de lógicas de cuidados compartidos. Servicios públicos que establezcan alianzas público-comunitarias con la propia gente articulada en los territorios. Ciudades descentralizadas con barrios que tengan más o menos los servicios cerquita para no tener que estar obligados a movernos mucho. Pueblos que dialogan entre sí, que tejen estrategias de apoyo mutuo y de solidaridad.
Me imagino un mundo en el que los hombres se incorporan de una forma activa al cuidado de las vidas y el cuidado no queda relegado en las mujeres que sostienen la vida en sistemas que atacan la vida. También una abolición absoluta de las formas de violencia sobre las mujeres y otras personas. Unas culturas que no sean racistas y no se construyan sobre el supremacismo sobre otras personas. Una vida probablemente bastante más sencilla en lo material, pero suficiente para todo el mundo.
¿Qué tan lejos estamos de esa vida deseable? ¿Hay algún Estado, hoy en día, que se acerque?
No conozco un Estado nación que esté más cerca. Sí conozco experiencias locales y creo que las redes municipalistas son tremendamente interesantes para reconstruir estas experiencias. He conocido experiencias, por ejemplo, en Barcelona, que han pensado en la reconfiguración del modelo urbano. O, en Madrid, ha habido un trabajo enorme en torno a la red de huertos urbanos. Donde yo vivo hay ganadería extensiva y es una zona en la que históricamente siempre hubo bosques y montes comunales, los sigue habiendo y por tanto las personas que viven allí tienen un montón de capacidades para poder poner en práctica una democracia de base y una articulación de los bienes comunes finitos para seguir viviendo. Hay también prácticas súper interesantes de reacomodo del concepto de empleo con propuestas que hacen las trabajadoras domésticas o las jornaleras para componer un modelo sindical alternativo. Hay cooperativas de servicios energéticos y de servicios financieros. La economía social y solidaria es un campo de experimentación también tremendamente grande. Hay mucha propuesta elaborada y mucha gente tejiendo laboratorios de experiencias.
Un tema que ha estado muy presente en la agenda de Uruguay en el último tiempo ha sido el de los cuidados. Somos uno de los pioneros de la región con la creación de un Sistema Nacional de Cuidados, pero todavía queda mucho para dar el salto hacia una sociedad del cuidado. ¿Cómo construir el puente para caminar hacia allí?
Para crear una sociedad de cuidados, es central mirar el mundo en el que estamos y tratar de ver por qué ha de ser cuidado. Estamos viviendo realidades muy difíciles, y las personas que las están viviendo lo primero que te dicen es: “No lo vimos venir”. El otro día, por ejemplo, hablando con gente de Argentina muy activa políticamente, decían “no vimos venir la declaración de guerra de un gobierno contra su propio pueblo”. Y creo que no se ve venir porque están faltando diagnósticos más profundos de cuál es la realidad que estamos viviendo, una realidad que pasa por el expolio de la tierra y que es tremendamente patriarcal, que sigue considerando que no hay que preocuparse por el cuidado de las vidas porque las mujeres se tienen que hacer responsables.
Por otro lado, también tenemos que tener en cuenta que el Sistema Nacional de Cuidados lleva diez años [en Uruguay] y el patriarcado es una lógica que viene desde hace siglos. Entonces, hay una parte de disputa cultural y de concepción de la propia vida que tiene que ser trabajada pedagógicamente, un trabajo que pasa por las escuelas, los dispositivos culturales, los medios de comunicación. La política pública, las leyes, los decretos y los presupuestos son importantísimos, pero no te lo cambian todo. Entonces el trabajo sobre la noción de cuidados y también el trabajo respetuoso con las masculinidades son muy importantes.