Ahora, justo ahora, debajo de un sol que no va a durar porque es un sol argentino y en la Argentina ya es hábito que lo lindo no dure, un pibe de siete años le pregunta a su padre, vestido de Boca, y a su abuelo, vestido de River, si en esta patria se celebra el Día de la Tradición cada 10 de noviembre porque alguien supo, hace mucho o hace poco, que habría un 10 de diciembre en el que River y Boca jugarían, por primera vez en la historia del fútbol y del mundo, la final de la Copa Libertadores.

El padre y el abuelo no coinciden en el sitio en el que ubican su corazón futbolero, pero sí convergen en la respuesta:

–No –dice uno y dicen los dos–, el Día de la Tradición es cada 10 de noviembre para homenajear a un escritor, a José Hernández, que nació el 10 de noviembre de 1834. Es el autor de un libro muy famoso, un libro que es símbolo de la tradición: El gaucho Martín Fierro.

Los siete años son la edad en la que no sólo ese pibe lanza interrogantes que no correspondería abandonar nunca. Por ejemplo, este, que ahora, justo ahora, lanza lleno de lógica:

–Ese Martín Fierro, ¿es de Boca o es de River?

Todo se parece a esa pregunta en estas horas argentinas. Lo que no es Boca, es River; lo que no es River, es Boca; lo que no es uno u otro, es los dos juntos. Boca y River ocupan buena parte del tiempo televisivo y buena parte del tiempo internáutico, o sea que ocupan buena (o mala) parte de la vida de millones de argentinos y de argentinas, de argentinitas y de argentinitos, a quienes los avatares demoledores de la economía y los abismos inquietantes de la política acaso los induzcan a sentir o a pensar que lo único seguro que persiste en el país es que Boca y River, como siempre pero también como nunca, quedarán cara a cara con una pelota y una gloria en disputa. “Lo único que nos queda es el fútbol”, sentenciaba Osvaldo Soriano, luminoso escritor, en la mitad de la década del 90, pariente próxima del segundo decenio del siglo XXI en eso de exaltar la presunta virtud de la economía de mercado y del Fondo Monetario Internacional, a pesar de que entonces gobernaba el hincha de River Carlos Menem y ahora lo hace el ex titular de Boca Mauricio Macri. Fana de San Lorenzo, una nostalgia nacional desde que murió en enero de 1997, Soriano confesó que en su casa de infancia no estaba el Martín Fierro, pero queda claro que eso no le impidió rastrear las tradiciones de los agujeros y, también, de las cuerdas para atarse a la sobrevivencia de una nación experta en descalabros.

Flor de cuerdas: el fútbol, Boca-River, los lugares donde ser (para quererse mucho o para quererse nada) con los y las demás. De eso hablaba Soriano, de vez en vez, con otro futbolerísimo narrador argentino, Roberto Fontanarrosa, cuyo personaje Inodoro Pereyra representa un heredero desopilante del Martín Fierro de José Hernández. Vaya a entender uno si es por eso que la frase prototípica de Inodoro, destinada a su inseparable perro Mendieta, describe lo que genera en estos minutos la fiebre abrasadora del Superclásico: “Qué lo parió”.

Sólo ese país de cachetazos y esa pasión identitaria y tan poderosa que percibieron Fontanarrosa y Soriano permiten decodificar cómo es posible que un amigo de un amigo del abuelo del pibe de siete años que indaga sobre el Martín Fierro haya pagado –en la reventa, desde luego– 120.000 pesos por una platea en la Bombonera y que haya abierto el bolsillo cerca de una casa bancaria frente a la que ancianas y ancianos hacen fila para cobrar jubilaciones que ni acarician los 10.000 mensuales. O que los más de 78.000 socios adherentes de Boca, como reconstruyó el periodista Roberto Parrottino en Tiempo Argentino, mascullen broncas porque ni los 340 pesos que pagan cada mes ni tampoco apretar incesantemente las teclas de sus computadoras les permitirá, salvo a un puñado de afortunados, acceder por vía digital a su entrada para el primero de los duelos por la Copa. O que el jefe de Estado anuncie y desanuncie en apenas unas horas el regreso de los prohibidos hinchas visitantes a las tribunas. O que el presidente de Boca, Daniel Angelici, objete jugar los sábados a causa de la sagrada condición del shabat judío pero las finales se programen en dos sábados y ya la industria de las noticias, sobre todo los periodistas más próximos a ese dirigente, ni vuelvan a mencionar el tema. O que haya sesudas cumbres para dirimir cómo las autoridades del fútbol sudamericano bloquearán –así, tal cual– el aparato telefónico de Marcelo Gallardo, suspendido entrenador de River, para que ningún misterio telecomunicacional le posibilite adoctrinar a sus muchachos durante el partido. O que, en un fenómeno que exige estudios más pormenorizados desde las ciencias sociales, demasiadas personas en demasiados rincones, incluso pibitos y pibitas de siete años que descubren o no al Martín Fierro, susurren o exclamen que más que ganar la Libertadores les importa que no la ganen “ellos”. O que los detalles ornamentales de los vestuarios de Boca y de River resuenen más en los medios que la inflación anual por encima de 40%, y que los salarios con un valor perdido de 15% en lo que va de 2018, y que la medición de la actividad industrial anual de setiembre a setiembre (y falta enterarse de octubre a octubre) marque un derrumbe de 11,5%. O que un uruguayo en plan de turismo transite alrededor del obelisco y confiese que el Boca-River le resultaba bastante indiferente, pero ahora, de tanto oír comentarios, no dilucida si poner el corazón a favor de Nahitan Nández o de Camilo Mayada.

Esperanza entre las desesperanzas, pero, además, agobio entre los agobios, tensión entre las tensiones y cagazo entre los cagazos, el superclásico puede gastar hasta los lazos familiares en estas semanas. Solución a mano: el padre de Boca y el abuelo de River encaminaron anoche al pibe martinfierrista de siete años rumbo al cine para introducirlo en el universo extraordinario de Freddy Mercury que recrea la película Bohemian Rapsody y que conmueve al público local que aún conserva la costumbre de arrimarse a las grandes salas. La experiencia funcionó a medias. Cierto que los tres lloraron y se rieron hasta sacudirse el alma, pero cuando sonó “Somebody to Love” el padre pensó en su Boca y miró de reojo al abuelo, y cuando la garganta sin par de Mercury entregó “Love of My Life” el abuelo recordó a su River y enfocó sin amor al otro adulto de la familia que participaba en la excursión. Y, claro, cuando lo que estremeció fue el irrompible “We are the Champions”, los ojos de uno y de otro se entrecruzaron para evidenciar que en ese “nosotros” bello, bellísimo, sólo hay sitio para uno de ambos.

Nada, esta Argentina empecinada en ser difícil, parece excluir al Boca-River.

Ni siquiera otra pregunta lógica del pibe de siete años, que fluye también ahora, justo ahora:

–Qué crack ese Mercury. ¿Era de River o de Boca?