Hoy vas a jugar en el Parque. En el Gran Parque Central. En ese coloso mundialista que emerge del barrio. El Parque es la casa de un vecino que vive hace años en La Blanqueada. Ladrillos históricos, muros que hablan de amor y de vino, y de ídolos. Hoy vas a jugar en el Parque Central, aunque para vos sea natural. Naturalizamos las cosas que nos pasan porque nos pasan. La camiseta es un metro de tela industrial industrializada, producida en serie para grandes y chicos. La última versión, con apenas un vivo más de rojo en el cuello, es la obsesión, como lo es también la Copa Libertadores de América. Estás sudando esa tela histórica. Ese color blanco Nacional, que no es el mismo blanco que cualquiera. Yo nací con esos colores, luego me enamoré de casacas mínimas, pero el cuadro es como la familia, no se elige. Acabás de perderte un gol en el primer palo, sos petiso, el centro vino alto. Yo dejé de escribir y me sobresalté en la silla. Vuelvo al teclado, quisiera que mis pies pisaran el pasto que escribo, como en un cuento de Cortázar, que nunca escribió sobre fútbol.

Una vez, jugando en la Quinta de la Paraguaya, se la tiré por un costado al Chori Castro para ir a buscarla por el otro; qué ingenuidad, obviamente la pelota terminó en sus pies mucho más rápidos y mejor entrenados que los míos. La cosa se sintetizó en un hachazo de mi parte y el cartón amarillo reflejándose en la sudorosa córnea. Otra vez me comí cuatro y los albos gritaron campeón, quizás haya sido la noche soñada por un tal Pistolero Garcés, que había estado en cana en su Panamá natal por un rollo de caño y vecindario.

Otra de las veces, le ganamos con un gol anónimo y callamos la vuelta, y suspiramos por un rato de esa fiebre tan temida del descenso. Otra vez, más atrás en el tiempo, cuando aún no habían crecido las tribunas, llevé llena la canasta; aun se veían los árboles de la calle Urquiza.

Aprendí a dejar de festejar esos goles que enfermaron mi niñez. Aprendí a dejar de quererte. Me dejé enamorar por la simpleza del cuadro chico, de ídolos perdidos, de canchas como escenas desérticas donde los sueños se sublevan. Pero hoy vos vas a jugar en el Parque Central, y si el técnico te saca, cambio de canal.

Más allá de Montevideo, un viaje de cinco horas lleva una troja de futbolistas con sueños mínimos. Con camisetas mínimas. No habrá un camión con hinchas borrachos que arrancan cantando en el barrio y siguen cantando en la ruta, y vuelven cantando aunque pierdas. No habrá viejos hinchas del interior esperando que esa troja llegue, para embadurnarlos entre autógrafos y selfies. No habrá casi nadie en la tribuna visitante del Goyenola, donde juega el Albion. El verdadero decano, o el otro. Ese que recién está aprendiendo a decir la palabra profesional. El Albion, un viejo analfabeto de glorias versus el Tacua, reversionando tangos sobre volver a la casa o volver al amor, o volver a algo, aunque ni siquiera nos hayamos ido. Y en el Albion juega tu hermano.

Hay colores parientes y cuadros amigos. Las pasiones como los tajos nos hacen sentir que estamos vivos. A mí lo que me pasa es que extraño, entonces vivo lo que extraño en la piel del otro, en el sudor del otro, en los colores del otro que quizás en algún momento fueron los míos. Los mismos. Hay algo que va a repetirse mientras un hermano juega en el Parque y el otro en Tacuarembó. La cosa es el arco. El rival y el propio. La cosa es vulnerarlo. Aunque en realidad lo que nos vuelve locos es el cómo. Lo otro, el gol digamos, es acabar.