Sebastián se trepa al alambre con la torpeza de un mono chico y la algarabía de unas cuantas navidades con la casaca alba bajo el árbol. Mientras él confunde su aliento con el de un hincha trepado a la misma altura, hay miles también, aferrados. Mientras la saliva de un griterío en las alturas atraviesa la promiscuidad del alambre, hay un gesto oval de la boca que se repite en los barrios. También hay otros miles con el gesto de la derrota que tantas otras veces se enmarca en el semblante de los que hoy festejan. De eso estamos hechos, de victorias y derrotas, casi tan angustiantes unas como otras. La liberación de la angustia es lo que nos confunde. No se trata de no saber perder, se trata de no saber qué hacer con el fracaso. Es una cuestión social, el gol, digo.

En un hospital de Salto, donde el sol raja las piedras, en el litoral de las cosas, Aníbal trepa por un alambrado al cielo. Cuenta más navidades que Sebastián, unas setenta. Confunde en el camino el aliento con un hincha que es él mismo. La saliva es de un beso que alguien le dejó en la frente.

La cara del hincha, de Sebastián digo, y del otro, quedará en las retinas fotográficas. El ruido a gol se irá con el viento, se transformará en tormenta. Las tormentas son voces de hinchadas viejas, de goles viejos, de derrotas nuestras. Aníbal conservó las patillas hasta el último día, al mejor estilo Sandro de América o Elvis de todos, aunque desde que tengo uso de este sesgado ejercicio de la razón, las nieves del tiempo ya lo habían plateado todo. Nacido en Paso del Bote, criado a barrio nomás, y a laburar de gurí, con el tiempo fue canillita, panadero, almacenero, sereno, portero y lo que fuere para alimentar bocas de goles albos, que serán tormenta alguna vez.

Peñarol gana y el carbón estalla, Cristian se besa el escudo y hace el gesto de dar la vuelta, no de pedirla. Hay medio pueblo encendido que gira con el dedo de un goleador silencioso, que se aferra a la insignia bordada en la izquierda, a lo que soñó de botija, a lo que la gente espera, que desespera. Se aferra al gol que será tormenta una vez que termine el partido y cuando los dioses manden.

Sebastián se descuelga, Iván ya tomó la foto, carga de vuelta, apunta, se aferra al bolsito donde van los lentes. Los jugadores se abrazan, se mecen como una ameba de tapones que se aferran al pasto. La algarabía en barrio ajeno es descanse confirmado. El juez apura la cosa, saca la amarilla, los otros -del otro lado del alambrado- se descuelgan a la vez y se pierden en el universo de papelitos, faso y verticales.

La cerveza y el fútbol son pares exquisitos. A Aníbal le gustaban ambas. Si combinaba cebada con tres colores y un fondo de pasto, todo estaba en órbita. Era técnico, hincha, jugador y leiman. Ver a Nacional con Aníbal pasaba a tener esa esencia pasional singular de camisa desprendida y panza al aire, con sus patas algo chuecas yendo a buscar una al congelador y acomodando las patillas para el segundo tiempo.

Sebastián ya sació su sed eufórica de rombos de metal blando y nudos de tela. Ya vio la cara desaforada del hincha en el primer plano que solo te dan los besos. Si Nacional gana con ese gol, es de campeonato. No alcanzan los cuatro goles que hizo el manya, ni la cara hundida de un técnico derrotado. Los papelitos de la hinchada son imágenes que Aníbal recupera en el camino. Va trepando el alambrado. El ruido es de tapones de aluminio. El olor es de la humedad, la luz es el resplandor de la cancha en las nubes o al revés, el rumor es de una hinchada, o de una tormenta. El partido se seguirá jugando. Habrá jugadores que hace tiempo no ve, habrá otros que vio siempre, como Alicia, como Adrián, como Rodrigo. Sebastián se seca el sudor con la camiseta, después de besarla por enésima vez.