Ninguna frase es más rotunda, más terrible y más del Mundial de Rusia que esta:

-Diga lo que diga, nadie se lo va a creer.

La frase no salió de los labios cínicos o bobos de algún cronista comprado o domesticado por los aparatos del poder político y económico que tejen y entretejen operaciones comunicacionales con el pretexto del Mundial y de la pelota, gentes insignificantes que mañana serán sustituidas por otros insignificantes, gentes que hacen como que conversan de fútbol pero, por brutos o por mierdas, sirven a intereses para los que la cancha es apenas una máscara, gentes que parecen el problema pero no lo son porque el problema es otro: la lógica, el sistema, los que tienen el poder, ese poder. No, la frase no es de esos crápulas ni de sus patrones. La frase es de un cuento compartido entre Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, publicado en 1967, y que habla de fútbol.

Borges y Bioy Casares nacieron en Argentina, un país que tiene una selección que interviene en el Mundial, cuya participación frustrante en los dos primeros partidos montó el escenario para otras disputas que superan largamente a esos dos partidos. La brecha, mayor o menor, entre el entrenador y los jugadores argentinos sobre cómo jugar mejor es una porción real -seguro legítima, muy probablemente hiperdimensionada, no novedosa en el fútbol de alta competición-, pero no la mayor que explica que el tema haya escalado hacia el centro del espacio mediático y mediatizado.

Atrás y adelante de los acuerdos y de los desacuerdos de un grupo de deportistas, esa centralidad tiene que ver, entre otras cuestiones bastante menos fugaces que los partidos y que los goles, con la pelea por los espacios de poder en las estructuras del fútbol local, con el perfil de los negocios futuros que propicia el fútbol y con los crujidos argentinos no menores de la política nacional. Lo detalla, entre otros, el periodista Sebastián Varela del Río en su artículo “El gran señor sombrío”, publicado en Enganche. Lo comentan, además, periodistas argentinos en Moscú, receptores de un mensaje atrás de otro con la pregunta “¿viste lo que pasa en la selección?” a partir de que sus compatriotas les avisan que “la tele dice que” o que les llegó “un audio en el que”.

“Diga lo que diga, nadie se lo va a creer” es lo que el presidente de un club le advierte al protagonista del cuento de Borges y de Bioy Casares luego de confesarle que ya no hay partidos de fútbol, que “la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman”, que “hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña?”, que parte de lo que existe en una mentira enorme o, a lo sumo, una fabulación enorme, una mentira o una fabulación que millones digieren igual que al agua o que a las papas fritas (eso no es de Borges y de Bioy Casares, claro). Y que la maquinaria es tan imponente, tan arrasadora, tan llena de dinero que no hay manera de enfrentarla o de desmentirla en su mismo campo de juego. Lo anticiparon Borges y Bioy Casares: “Diga lo que diga, nadie se lo va a creer”.

Borges y Bioy Casares compusieron a diez dedos “Esse est percipi” (ser es ser percibido), ese cuento, para trabajar sobre las ideas del sacerdote y filósofo irlandés George Berkeley, quien plantea, -dicho rápido, o sea que dicho casi mal- que para que las cosas sean alcanza con que puedan percibirse. Pensado en términos de Mundial (y de más que el Mundial, desde luego), el show comunicacional construye una percepción, un sentido, un “así son las cosas” tan abarcativo y tan rotundo, tan naturalizado y tan penetrante, que no hay modo de -para coincidir o para putear- saltearse esa percepción: ese es el tema, eso es lo que importa, eso se expandió y es inevitable, eso es lo que sucede. Inclusive si no sucede.

Berkeley edificó una teoría que, en lo moral y en lo filosófico, excede en mucho a los mercaderes de la política y de la pelota. Esos mercaderes - a veces con cargos públicos, a veces desde las sombras, a veces en ambos espacios- moldean la realidad (lo que es percibido) a través de mecanismos recientes y antiguos. Recientes: en una cotidianeidad en la que los ojos se apoyan todo el tiempo sobre los teléfonos móviles, pagan para capturar o para inventar audios de Whatsapp que van directo, recontradirecto, a la atención de millones que, a su vez, los reproducen gratis tras el sacudimiento que les provocan las “revelaciones” de ese audio. Antiguos: compran el alma y las uñas de individuos que ocupan espacios mediáticos (quizás sea impropio hablar de “periodismo” en estos casos) o establecen alianzas políticas, más circunstanciales o más constantes, con las corporaciones propietarias de medios y pactan lo que allí se pronuncia o no se pronuncia: definen algo que se vuelve la realidad. La apelación a recursos recientes y antiguos está vinculada con la segmentación de los públicos y de las atenciones. No todo el mundo pone oídos y párpados en lo mismo. Por eso quienes arman estas jugadas recorren tantos caminos. Te edifico “lo real” pero no a través de un vía única. “Te opera”, suele ser la expresión que resume eso, sólo que el operador no se lo confidencia al operado. La maniobra y su objetivo fueron sintetizados fenómeno por el Ruso Verea, periodista argentino: “Idiotizar al obnubilado”

Si esto se edifica así, la vida es una operación. ¿Y qué significa que la vida sea una operación y la cabeza de las personas sea el resultado de esas operaciones? Preguntas bien de Mundial, tanto como un córner o como un marcador de punta: ¿Qué es operación en política? ¿Todo es operación? ¿Operación es sinónimo de mentira? Si la operación es una herramienta que viene de la política, ¿por qué se transformó en la actividad principal de muchos que dicen hacer periodismo? ¿Serán las operaciones, en consecuencia, la comprobación de que el periodismo es parte de la política porque la industria de la comunicación es un actor muchísimo más determinante del poder que en cualquier época de la que nos acordemos? ¿Todos los que ejecutan una operación entienden que son parte de una operación o repiten y repiten el contenido que sea porque no están en condiciones de advertir que son parte de una cadena de operaciones? ¿Es posible ejercer el periodismo sin estudiar y diseccionar a cada segundo que la industria de la comunicación es el teatro de las operaciones?

¿Puede, por ejemplo, el máximo dirigente del fútbol argentino pararse, como hizo, frente a un auditorio de prensa y no distinguir entre periodistas y operadores, entre laburantes y corporaciones, entre profesionales del periodismo y profesionales de la manipulación? ¿Cómo es posible desmenuzar ante los futbolistas, frecuentes destinatarios de operaciones en su contra, enojados asiduos con “el periodismo”, que esos que los agravian (analizar una actuación deportiva es otra cosa) no son periodistas sino ejecutores de operaciones que se visualizan en los medios? ¿Se puede pensar sobre las operaciones sin recordar que cada operación es ideológica y que lo más ideológico del periodismo consiste en cómo pararse frente al derecho social a conocer, a saber, a estar informado?

En una interpretación más corriente que científica, una operación política es una herramienta, un recurso, utilizado por quienes disputan poder en cualquier terreno de la sociedad civil o de la sociedad política, que consiste en instalar o desinstalar temas en la agenda pública, generar presiones varias, quebrar o forjar alianzas, estabilizar o desestabilizar organizaciones o personas, disfrazar o desenmascarar políticas. Igual que la ensalada de frutas, el amor o el fútbol, no es buena ni mala por sí. El rasgo de las operaciones políticas que se erigen en estas horas con el pretexto de la selección argentina consiste en que son políticas, pero no se blanquea que son políticas: un sello de todos los días de la industria de la comunicación. Pero cuando, a propósito del fútbol o de cualquier fenómeno, se señala que los medios hacen política sin decir que hacen política, sobrevuela la respuesta el doble cinco formado por Borges y Bioy Casares: “Diga lo que diga, nadie le va a creer”.

En ese contexto, hay vidas y hay sueños que son heridos por estos procederes que quiebran los límites morales con los que, un poco más o un poco menos, se sobreentendía que funcionaban el periodismo, los medios y la comunicación. Pero eso es la prehistoria.

Para terminar de sacarlo de la coyuntura competitiva: si la situación futbolística argentina nadara en la prosperidad, las disputas de poder y de negocios hoy serían las mismas, pero con tácticas y con técnicas políticas y comunicacionales acomodadas a esa circunstancial felicidad. Ya lo anotó hace unos años el periodista español Ignacio Ramonet, tan futbolero como estudioso del poder de los medios: “Así va pues este deporte fascinante. Tironeado entre sus esplendores sin igual y sus abyecciones cuyo efecto se parece a veces al del barro en un ventilador. Salpica a todo el mundo”. Un Mundial, entonces, es un gran acontecimiento político y económico dentro del que hay ratos de 90 minutos durante los que se juega al fútbol.

“Lo dice uno, lo dice el otro, el otro se lo cree y la bola ya no se puede parar”, soltó Javier Mascherano en una conferencia de domingo de nubes en Bronnitsy, la pequeña ciudad en la que reside la selección argentina. Coincidencia: Mascherano soltó eso este 24 de junio; Borges y Bioy Casares, en “Esse est percipi”, apuntaron que el 24 de junio de 1937, se jugó el último partido real. Es posible que Borges, Bioy Casares y Mascherano escriban el mismo cuento, con 81 años en el medio. También es posible otra cosa: “Diga lo que diga, nadie les va a creer”.